El poblado de Lazo Amarillo ocupaba una gran extensión a orillas de un río poco profundo que aún no había sido bautizado por los hombres blancos, pero que los indios llamaban Perro Salvaje. El poblado era bastante más grande de lo que los texanos habían imaginado. Contándolas de un solo vistazo, como se cuenta el ganado, Mart pensaba que había alrededor de sesenta y dos tiendas. Probablemente acogieran entre ciento cincuenta y doscientos guerreros, contando a los ancianos y los jóvenes.
Se les veía a gran distancia, y el habitual trajín tenía lugar a lo largo de todo el poblado. En breve, una partida de guerreros comenzó a formarse en los límites del poblado. Cabalgaban sin silla, con bridas guerreras de una sola rienda que pasaban por las quijadas de sus ponis, y llevaban las armas en las manos. Se veían unas cuantas coronas y escudos medicina entre ellos, pero ninguno había atado la cola de su poni, como solían hacer cuando esperaban pelea. Este grupo deambulaba de un lado a otro, pero no mostraban signos de nerviosismo, hasta que se reunieron alrededor de veinte guerreros; formaron una línea bien pertrechada que avanzaba a paso lento al encuentro de los hombres blancos. Mientras tanto, tres o cuatro exploradores sobre veloces ponis inspeccionaron el terreno dando un gran rodeo, y se desviaron en la dirección por la que habían llegado Mart y Amos para asegurarse de que los dos jinetes cabalgaban solos.
—Parece que se asustan con facilidad —dijo Mart—, ¿no crees?
—Yo no diría tanto. Es cierto que los tiempos han cambiado y que últimamente están sufriendo derrotas con bastante frecuencia. Pero a mí me da la impresión de que actúan con altanería, y seguridad.
La línea de jinetes se detuvo a unos cincuenta metros de ellos. Un guerrero tocado con un casco de cuernos de búfalo se aproximó a dos cuerpos de ellos, y les preguntó en lengua de signos: «¿De dónde venís? ¿Qué queréis? ¿Qué traéis?» Las preguntas habituales.
Y Amos le contestó con las respuestas habituales: «Vengo de muy lejos, del otro lado de los Staked Plains. Quiero parlamentar. Tengo un mensaje para Lazo Amarillo. Tengo regalos».
Un comanche salió al galope en dirección al poblado y el portavoz les entretuvo con falsas preguntas sin sentido, mientras esperaba las órdenes. Cuando el mensajero regresó del poblado, los exploradores ya habían confirmado desde lejos que los extraños estaban solos y que todo iba bien hasta el momento. Los dos jinetes fueron escoltados hasta el poblado, rodeados por una escandalosa horda de perros salvajes, todos ellos de cabezas pequeñas y almas de moscardón, y se detuvieron frente a un tipi con las solapas de los respiraderos de color negro, propias de las tiendas de los jefes indios.
Finalmente, un comanche fornido de mediana edad salió, se envolvió en una manta y se quedó mirándolos. No llevaba armas, ni lucía ninguna corona u ornamento de ningún tipo. Esto era una mala señal, y la posición encorvada de su cuerpo otra. Mediante gestos, Amos preguntó un tanto bruscamente si este hombre se hacía llamar Lazo Amarillo, y el jefe asintió con el más leve gesto.
Los visitantes debían permanecer montados en sus caballos hasta que fueran invitados a desmontar, pero Lazo Amarillo no les hizo ninguna seña. Lo está dejando bastante claro, pensó Mart. Quiere que nos marchemos de aquí, y deprisa, pero debería tener más cuidado. Mart podía sentir la ira de Amos. La tensión aumentó hasta casi estallar cuando Amos desmontó sin ser invitado a hacerlo, avanzó hasta quedarse a dos pasos del jefe indio y lo miró de arriba abajo.
A Lazo Amarillo se le veía diminuto al lado de Amos, que parecía cernirse sobre él. Tenía las piernas cortas y arqueadas que hacían parecer a los comanches tan poco amenazadores cuando se encontraban en tierra firme, a pesar de lo efectivos que podían llegar a ser en cuanto se montaban en sus caballos. Permaneció inexpresivo y sostuvo la mirada de Amos sin vacilar. Mart descabalgó y se quedó un poco más atrás y a un lado de Amos. Al mirar de cerca a este jefe indio, Mart sintió que se le erizaba la cabellera. Una fina línea, como una arruga, le cruzaba el rostro desde el rabillo del ojo izquierdo hasta la mandíbula, donde no debería haber ninguna arruga natural. ¡Estaban frente al mítico, el largo tiempo buscado, el siempre huidizo jefe Cicatriz!
El indio sacó un brazo e hizo unos signos bruscos preguntándoles qué querían. La breve respuesta de Amos no mostró el menor atisbo de desdén. «No quiero hablar al viento», dijo con las manos.
Durante unos segundos más el jefe comanche continuó quieto como un poste. Amos había apostado fuerte y se había quedado sin alternativas. Si Lazo Amarillo —Cicatriz— le decía que se marchase, Amos no tendría posibilidad de quedarse, ni excusa alguna para regresar. Después de eso sólo podría cabalgar al encuentro de los Rangers y guiarlos hacia una batalla que acabaría con Cicatriz y la mayoría de su gente. Es lo que quiere, pensó Mart. Si Amos se va, tendré que quedarme. Tengo que hacer todo lo posible para intentarlo, sea lo que sea que haga Amos.
Pero entonces Cicatriz sonrió levemente, con un brillo en los ojos que Mart no entendió ni tampoco le agradó ver, pero que podría contener cierta burla. Indicó a Amos que le siguiera y entró en el tipi.
—Asegúrate de que no tocan los fardos de los mulos —dijo Amos, lanzando sus riendas a Mart.
Mart dejó caer las riendas.
—Guarda estos caballos —dijo en comanche al guerrero que había actuado de portavoz. El comanche le miró inexpresivamente, pero Mart le volvió la espalda y siguió a Amos. La solapa de la entrada le golpeó la cara; enfadado, la apartó a un lado y entró.
Un débil parpadeo de fuego en medio del tipi, además de la poca luz solar que se filtraba por los respiraderos en la parte superior de la tienda, dejaba la estancia en penumbra. El aire cerrado apestaba a humo de madera, aromatizado con el olor de un estofado de caza silvestre, de pieles de búfalo y el ligero olor a almizcle de las ropas de los indios. Cuando Amos entró, dos squaws rechonchas y tres mujeres más jóvenes comenzaron a revolotear de un lado a otro, pero ya iban posándose en sus sitios. Mart prestó una fugaz atención a la más pequeña de las tres, una joven a medio criar, sin mirarla directamente, pero incluso tan sólo por el rabillo del ojo pudo ver que su corto cabello era negro, y tan áspero como la cola de un poni.
Se suponía que las mujeres debían mantenerse fuera de los consejos de guerreros, a menos que fueran llamadas para atender a los hombres. Pero las dos squaws estaban echadas sobre sus pieles apiladas en el lugar de honor de la tienda, donde los hijos mayores de Cicatriz tendrían que haber estado, y las otras tres más jóvenes se apiñaban frente a ellas en la profundidad de las sombras. Mart se dio cuenta entonces de que probablemente al principio saltaron para salir de allí, y que Cicatriz les ordenó que se quedaran. Esto era algo bastante cercano a una ofensa, sobre todo después de que Cicatriz se abstuviese de invitar a sentarse a los hombres blancos.
El propio Cicatriz estaba en pie frente a la puerta, al otro lado del fuego. Cogió su manta y se la enrolló como una falda alrededor de la cintura; su casaca abierta de piel dejaba al aire un medallón de oro con forma de lazo que le colgaba de una cadena en el cuello. Con toda seguridad, su nombre actual, adoptado en mitad de su vida de jefe guerrero, conmemoraba algún tipo de hazaña asociada con ese medallón.
Amos esperó con ademán impasible y, finalmente, Cicatriz se vio obligado a dirigirse a ellos. Ahora los reconocía, y les habló en un fluido lenguaje de signos. «Tú», dijo señalando a Amos, «eres llamado Hombros de Toro. Y este chico», señaló entonces a Mart, «es el Otro».
Las manos de Amos se movieron fluidamente al responderle. Había oído hablar de un hombre blanco llamado Hombros de Toro, pero los chickasaws decían que Hombros de Toro estaba muerto. Él era conocido como Muchas Mulas. Sus amigos, los quohadas, lo llamaban así. Era un subjefe de los comerciantes comancheros del otro lado de los Staked Plains. Su jefe era llamado El Rico. Su nombre real era… «Jaime Rosas». Se oyó la voz de Amos por primera vez.
«Tú eres Muchas Mulas», acordaron las manos de Lazo Amarillo, al tiempo que su sonrisa expresaba la opinión opuesta. «Un comanchero. Este…», señaló a Mart, «sigue siendo el Otro. Sus ojos son conchas de mejillón y ve en la oscuridad».
«Este… —volvió a contradecirle Amos— es mi hijo. Su nombre indio es No-Habla».
Mart supuso que este último comentario escondía también una orden.
El Rico, siguió explicando Amos en lengua de signos, tenía montones y montones de rifles (fue ese mismo signo que describía montones y montones lo que dio pie a que los indios emplearan la palabra «montón» para referirse a cualquier cantidad grande, al usar las palabras del hombre blanco). Quería caballos, mulos, ganado astado, a cambio de rifles. Había oído hablar de Lazo Amarillo. Le habían contado —aquí Amos se rebajó directamente al halago— que Lazo Amarillo era un excelente ladrón de caballos, un excelente ladrón de vacas… y un sigiloso y experto ladrón de cualquier tipo de mercancía. El amigo de Lazo Amarillo les había dicho eso.
«¿Qué amigo?», inquirieron las manos de Cicatriz.
«Flor», señaló Amos.
«Flor», dijo Cicatriz, «tiene una esposa blanca».
No se percibía ningún cambio de velocidad o humor en el movimiento de las manos de Cicatriz, que dibujaba en el aire signos magistralmente precisos mientras se expresaba. Pero a Mart se le puso el vello de punta hasta casi crepitar; el aire lleno de humo de la tienda de repente se cargó de tensión, como una tormenta eléctrica. Por el rabillo del ojo miró a las squaws para ver su reacción ante los comentarios de Cicatriz, y si estos significaban algo para ellas y sus propias vidas aquí. Pero los ojos de las mujeres comanches permanecieron clavados en el suelo; no podía ver sus rostros ocultos, y ellas no habían podido ver los signos que habían intercambiado.
Esposa blanca. Amos hizo el signo de desechar. El Rico no comerciaba con squaws. Si Lazo Amarillo quería rifles, debía traer caballos. Muchos, montones de caballos. No negocios pequeños. O tal vez —y esto lo señaló con cierto sarcasmo— Lazo Amarillo no necesitase rifles. Muchas Mulas podía ir a buscar a otro… Amos estaba realizando una penosa imitación de un hombre intentando comerciar con un indio. Pero quizás era una buena imitación de un hombre que ha sido enviado con la oferta, pero que preferiría negociar con otro para beneficio propio.
Cicatriz lo miró atónito; no respondió inmediatamente. Tras el comanche, Mart pudo observar en detalle los trofeos y otros premios cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra. Allí estaba el escudo medicina de Cicatriz. Mart se preguntó si llevaría, bajo su cubierta, el símbolo que vio durante la Pelea de los Juncos mucho tiempo atrás. Sobre el escudo colgaba la lanza corta de Cicatriz, apoyada en posición horizontal sobre los palos de la tienda. Casi una docena de cabelleras colgaban de ella, y menos de la mitad parecían ser cabelleras indias. La tercera cabellera desde la punta de la lanza era de cabello largo y ondulado, y de un profundo color bronce rojizo. Era la cabellera de una mujer blanca, y la mujer a la que había pertenecido sin duda había sido hermosa. Las squaws habían mantenido esta cabellera peinada y cuidada con aceites, de manera que reflejaba las temblorosas llamas del fuego con rojos reflejos. Pero la lanza de Cicatriz no mostraba ninguna cabellera de fino pelo rubio que hubiera podido pertenecer a Martha, ni dorado brillante, como el de Lucy.
Cicatriz les dio la espalda y avanzó dos lentos y cautos pasos hacia la parte trasera de la tienda y, en ese instante, mientras el jefe indio estaba de espaldas a ellos, Mart sintió que unos ojos se posaban en su rostro, tan claramente como si un dedo le hubiera tocado la mejilla. Lanzó una mirada a las squaws jóvenes que estaban en el lado de la tienda destinado a las mujeres.
Y entonces la vio. Una de las jóvenes squaws llevaba un pañuelo negro atado bajo la barbilla que le cubría todo el cabello; era una prenda que habitualmente llevaban las squaws, pero había bastado para que pareciera tener cabello oscuro como las otras bajo la débil luz. En ese momento la joven levantó la mirada y sus ojos se asomaron desde su rostro con mirada firme, como la de un gato, y los ojos eran verdes y rasgados, más claros que su rostro bronceado. Eran los ojos más asombrosos que había visto en toda su vida, extrañamente fríos e impersonales, y, sin embargo, hostiles y duros como el cristal. Pero esta joven era Debbie.
Los ojos verdes volvieron a mirar al suelo cuando Cicatriz se volvió de nuevo hacia los extranjeros, y los propios ojos de Mart miraban fijamente hacia delante cuando el jefe comanche les miró.
¿Dónde estaban los rifles? Por fin llegó la pregunta de Cicatriz.
Al otro lado de los Staked Plains, le respondió Amos. El intercambio debe ser hecho allí.
Otra espera, mientras a Mart le pitaban los oídos.
Demasiado lejos, dijo Cicatriz. Que El Rico traiga sus rifles aquí.
Amos llenó los pulmones, se irguió totalmente y se rió en la cara de Cicatriz. Mart vio que el comanche entrecerraba los ojos, pero tras unos segundos se sentó con las piernas cruzadas sobre sus pieles de búfalo bajo las cabelleras colgantes y el escudo.
—Siéntense —dijo en Comanche, combinando las palabras con los gestos.
Amos ignoró la invitación.
—No hablaré más ahora —dijo, usando su voz por segunda vez. Sus frases comanches eran lentas y torpes, pero fácilmente entendibles—. Bajo este pueblo, vi un manantial. Acampo allí, cerca del Perro Salvaje. Mañana, si desea hablar, me encuentra allí. Duermo una noche y espero un día. Luego me voy.
—Antes habló de regalos —le recordó Lazo Amarillo.
—Estarán allí —Amos se dio la vuelta y, sin mayor ceremonia, dijo en inglés—: Vamos, No-Habla.
Y Mart salió tras él.