34

No había ningún Ranger a la vista a un kilómetro y medio río abajo cuando Mart llegó allí. Ni tampoco a tres kilómetros. Para entonces ya imaginaba lo que había pasado. Amos lo había enviado a perder el tiempo porque quería trabajarse al indio a solas. Retrocedió, dejando que su caballo se entretuviera, y Amos se reunió con él a medio camino, bajando río abajo a trote rápido. Parecía sombrío, y asqueado, pero satisfecho con los resultados.

—Habló —adivinó Mart.

—Sí. Ahora sabemos cómo encontrar a Lazo Amarillo. Y, en efecto, él tiene a la joven que vio Lije Powers.

—¿Está lejos?

—Estaremos allí al anochecer. Lo cual es bueno. Hay una partida de más de cuarenta Rangers, con sesenta o setenta tonkawas con ellos, en «La Colina junto al Beaver» —debía referirse al viejo Camp Radziminski—, y dos compañías de caballería. ¡Por Dios, más de cien de ellos, acampados todos juntos!

—¡Eso es imposible! Tu indio te mintió.

—No mintió —Amos parecía totalmente convencido. Mart vio en ese momento que una gota de sangre fresca caía de la funda del cuchillo de desollar de Amos.

—¿Dónde está ahora?

—En el arroyo. Lo hundí colocándole unas piedras encima.

—No llego a entender esto —dijo Mart. Había aprendido a adivinar la naturaleza general de la verdad que se escondía tras las mentiras indias, pero no podía entrever nada tras esta historia—. Jamás he oído que los Rangers y la caballería cooperen. Al menos no en territorio indio. Más bien pienso que Fort Sill envió una patrulla para traer de vuelta a los Rangers.

Amos se encogió de hombros.

—Tal vez. Pero los Rangers harán ahora un trato… tendrán que hacerlo. Entregarán a los soldados la cabeza de Lazo Amarillo en un plato a cambio de no tener que regresar a Texas.

—Es lo más probable —dijo Mart sombríamente—, supongo.

—La caballería ha estado a punto de dejar un enorme y nutrido foco de comanches a sus espaldas. ¡Lazo Amarillo podría haber atacado inmediatamente Fort Sill nada más partir Davidson! Estallarán en cuanto comprendan lo que ha estado a punto de suceder. Pueden atacar el poblado de Lazo Amarillo en dos días… o mañana, si van al paso de los Rangers. ¡Y se acabó Lazo Amarillo! Tenemos que ir allí de inmediato.

Ajustaron de nuevo sus sillas de montar y avanzaron a un buen trote largo, recorriendo cuatro kilómetros en el tiempo de uno.

—Hay algo que tengo que decir —dijo Mart a Amos mientras cabalgaban—. Quiero pedirte una cosa. Si encontramos el poblado…

—Lo encontraremos. Y todavía estará allí. Ese comanche que encontramos era el único explorador que había merodeando entre ellos y Fort Sill.

—Quiero pedirte una cosa…

—Encontrar a Lazo Amarillo no es lo más difícil. No ahora —Amos parecía evitar que Mart dijera lo que quería decir—. Lo difícil es sacar a la chica del poblado en el poco tiempo que tenemos.

—Lo sé. Amos, ¿podrías hacerme un favor? Cuando encontremos el poblado… Bueno, no quiero que te precipites. Quiero entrar allí solo.

—¿Que quieres… qué?

—Quiero entrar y hablar yo solo con Lazo Amarillo.

Amos se quedó en silencio durante tanto tiempo que Mart pensó que ya no iba a contestarle.

—Tenía eso mismo en mente —dijo por fin—, pero justo al contrario. Dejarte a ti atrás, de manera que puedas escapar si las cosas se ponen feas. Mientras yo entro y compruebo cómo están los ánimos.

Mart sacudió la cabeza.

—Te lo pido por favor. Sólo por esta vez… ¿podríamos hacerlo a mi manera?

Se produjo otro silencio antes de que Amos preguntase:

—¿Por qué?

Mart había previsto este momento, y lo había ensayado en su mente cientos de veces sin que se le ocurriese ninguna excusa que pudiera valer.

—Tengo que decirte la verdad. No veo que se pueda hacer de otra manera.

—¿Quieres decir —respondió Amos sarcásticamente— que te inventarías una mentira ahora si tuvieras alguna que te sirviera?

—Eso es. Pero no tengo mentiras para esto. El motivo es que tengo miedo de algo. Supón esto. Supón que un comanche se plantara delante de ti. Y que tú supieras con total certeza… que fue él quien mató a Martha.

Mart observó el rostro de Amos, primero ceniciento y luego más sombrío.

—¿Y bien? —respondió Amos.

—Lo matarías. Y ese sería el fin de Debbie, y de nuestra búsqueda de Debbie. Y lo sé igual que tú lo sabes.

—Olvida todo esto —dijo Amos con voz ronca—. ¡Y será mejor que te mantengas al margen, como te he dicho… si no quieres que Lazo Amarillo se nos escape! Porque soy yo el que va a entrar en el campamento.

—Entonces tengo que ir contigo para pararte cuando llegue el momento.

—¿Y sabes lo que eso supondría?

—Sí, lo sé. Lo he sabido desde hace bastante tiempo.

Amos se volvió en la silla para mirarle.

—Siempre he creído que lo harías —concluyó—. Siempre he sabido que me matarías sin pestañear llegado el caso.

Mart no dijo nada. Cabalgaron en silencio un estadio más.

—Oh, a propósito —dijo Amos—, tengo algo para ti aquí. Será mejor que te lo dé ahora. Si llega el momento en el que ves necesario dispararme, al menos podrás tener algún motivo útil para ello. Alguna razón que todo el mundo pueda entender.

Rebuscó en distintos bolsillos y finalmente sacó de uno de ellos un trozo de papel manchado de grasa y con los pliegues desgastados. Lo abrió para comprobar que era el correcto, y el viento lo agitó cuando se lo ofreció a Mart. Estaba escrito con tinta.

Para que todos los hombres lo sepan: Yo, Amos Edwards, en pleno uso de mis facultades mentales, y sin familiar conocido, deseo que tras mi muerte se salden mis deudas justas. Tras lo cual, lego todo lo que poseo, ya sean propiedades, dinero, ganado, o derechos de paso, a mi sobrino adoptivo Martin Pauley, en pago merecido por la ayuda que me ha prestado durante los últimos días de mi vida.

AMOS EDWARDS

Junto a la firma había un garabato que representaba el sello, y las firmas de los testigos, Aaron Mathison y Laura E. Mathison. No sabía a qué nombre hacía referencia esa «E»; nunca había oído que llamaran a Laurie por su segundo nombre. Pero supo que había sido idea de Amos. Este acto de bondad, con testigos, podía ser la condena de Mart si se veía obligado a enfrentarse a Amos. Sostuvo el papel en alto frente a Amos para que se lo volviera a guardar.

—Quédatelo tú —dijo Amos—. Será mejor en caso de que a los comanches se les ocurra registrarme los bolsillos antes que tú.

—No cambia nada —respondió Mart, desolado—. Haré lo que tengo que hacer.

—Lo sé.

Cabalgaron cuatro horas más. A media tarde Amos levantó la mano y pararon. Los torbellinos de tierra ocultaban lo que tenían delante, pero en esos instantes oyeron lejanos ladridos de perros.