Al final resultó que no tenían tan claro dónde estaban situados los Siete Dedos como habían pensado en un principio. Al oeste de las Rainy Mountains iba aumentando el número de vías fluviales. Ningún río tenía exactamente siete afluentes. Mart esperaba dar con un indio o dos a medida que fueran acercándose. Con suerte podrían encontrar un guía que los condujera hasta avistar el campamento de Lazo Amarillo. Pero la tan esperada campaña de Sheridan había arrasado las praderas; el territorio más allá del North Fork de río Rojo estaba desierto. Sin embargo, pensaban que los Siete Dedos tenía que ser una de dos vías fluviales concretas.
Abandonaron North Fork y prosiguieron la búsqueda primero por el Little Horsethief. Este río tenía nueve afluentes, pero ¿quién sabe cómo contaba un hombre medicina kiowa? Todo este sistema fluvial sólo cubría unos cien o ciento veinte kilómetros cuadrados; tras unas cuantas revueltas, atajando en busca de alguna pista, lo peinaron en sólo dos días.
Cruzaron el Risco del Lobo Errante hacia el río Elkhorn. Esta era su segunda opción… se trataba de una vía fluvial que se extendía por un área de tal vez unos cuarenta y cinco kilómetros cuadrados. En los mapas parecía un árbol. Si se seguían todas las ramas hasta el final, se podían contar alrededor de treinta o cuarenta afluentes; también se podía decir que había ocho, o cuatro, o dos. Se podía decir que tenía siete.
Cuando llegaron allí, el territorio les pareció el correcto; muy bien podría ser el lugar al que Lije se había referido. Pero ahora se les estaba agotando tanto el tiempo como el territorio, y muy rápido. La acusación de asesinato que pesaba sobre ellos podía ser un asunto totalmente trivial, del que posiblemente sería fácil zafarse ante un tribunal. Pero habían opuesto resistencia violenta a un arresto, en el transcurso del cual Mart atacó a un agente con un arma mortal con intención de causarle gran daño físico. De hecho, lo único que hizo fue lanzar un tronco contra aquel maldito idiota de Charlie MacCorry, pero a ese tipo de cosas les lleva un tiempo enfriarse, y no quedaba tiempo. Ya no se trataba de si querían acabar o no con esta larga búsqueda; la búsqueda estaba acabando con ellos. De una u otra forma, terminaría aquí y, en esta ocasión, para siempre.
A veces divisaban en la distancia una nube de polvo que les seguía, y la perdían cuando cambiaban de dirección para divisarla de nuevo cuando llegaban a una recta. No la habían vuelto a ver desde hacía cuatro días, pero no se hicieron ilusiones. Su destino era conocido, dentro de un área determinada, y vendrían a por ellos. Y no es que tuvieran intención de escapar; se revolverían contra sus acusadores cuando hubieran acabado el trabajo… si es que lograban acabarlo. Pero ahora debían avanzar rápidamente con el mucho o poco músculo que les quedase a sus caballos.
El territorio del Elkhorn es una tierra de riscos bajos entre sus muchas corrientes de lodo y aguas torrenciales. Allí no se alcanza mucho rango de visión y, lo que es peor, es conocido como un territorio mágico lleno de torbellinos de polvo y nieblas repentinas. Se puede cabalgar hacia lo que parece ser el humo de muchos fuegos, y seguir avanzando hacia él mientras este se aleja más y más tras los riscos, para finalmente perderlo sin encontrar fuego alguno. En condiciones de guerra, cabalgar de un lado a otro sin duda se había convertido en una empresa bastante lenta. Tenían que explorar cada desfiladero desde algún punto alto antes de cruzarlo para rastrear y, al mismo tiempo, podían ser vigilados con facilidad en cualquier momento, o en todo momento si los indios eran conscientes de su presencia.
Sin embargo, este intricado terreno se encontraba a tres días a marcha militar del propio Fort Sill, a la velocidad con que la caballería avanzaba ahora. Ningún comandante vivo iba a quedarse a las puertas de su casa, acordonando las poblaciones hasta la eternidad, mientras otros destacamentos marchaban a la lucha a cientos de kilómetros en los confines de los Staked Plains. Lazo Amarillo demostró tener una habilidad sin igual para cobijarse y pasar desapercibido mientras el torbellino militar les pasaba por encima. Aquí podría estar seguro de que pasarían inadvertidos en las primeras horas de la campaña, y aquí podrían esquivar la guerra sin ser molestados, hasta que el agotamiento de ambas partes trajera de nuevo la paz. Cuando la caballería finalmente se replegara, como hacía siempre, los guerreros y ponis de Lazo Amarillo estarían frescos y fuertes, y preparados para un año de ataques y victorias que lo harían legendario. Desechando astutamente la ciega confianza comanche en la velocidad y la amplitud de espacio, se había labrado un camino para llegar a convertirse en el jefe guerrero comanche más célebre de todos los tiempos.
¿Habría funcionado su plan de no ser por un viejo tambaleante, cuyos ojos moribundos no alcanzaban a ver una imagen más gloriosa que la de una silla junto a una estufa caliente?
—Necesitamos una semana allí —dijo Mart.
—Tendremos suerte si contamos con dos días.
No les gustaba. Como la mayoría de los hombres de las praderas, tenían gran confianza en sus propias habilidades, pero una fe total en su mala suerte.
Y entonces, un día, al amanecer, cambió su suerte. Se produjo como resultado de un error, aunque del tipo de error que ningún hombre de las praderas quisiera cometer. Podía pasarle a cualquiera, y la mayor parte de aquellos a los que les había sucedido estaban muertos. Acamparon después del anochecer, a bastante distancia del lugar donde habían encendido el fuego para cocinar. Sin embargo, antes de eso habían inspeccionado el valle con cuidado bajo la última luz del día, asegurándose de que pasarían la noche en la seguridad del vacío y el espacio abierto. Se durmieron sólo después de haber tomado todas las precauciones razonables, con una habilidad largamente practicada.
Pero poco antes del amanecer, cuando partieron en medio de la oscuridad, se toparon de inmediato con las cenizas calientes de un fuego donde había acampado un indio solo. Habían estado a menos de un estadio de él durante toda la noche.
Debía de tratarse de un indio muy cansado. Aunque no lograron verle, supieron que habían estado a punto de pisarlo, porque le habían cortado involuntariamente el paso hasta su caballo renqueante. Persiguieron y atraparon al poni indio a poca distancia de allí, mientras a Mart le picaba la espalda esperando recibir una flecha de un momento a otro. Pero ninguna llegó. Se retiraron hacia un montículo despejado desde el que se dominaban los alrededores y se echaron al suelo a la espera de más luz.
El sol salió lentamente, aclaró la neblina del horizonte y aplanó el accidentado territorio con sus rayos de luz.
—¿Crees que ha podido huir?
—Espero que no —respondió Amos—. Necesitamos a ese desgraciado. Lo necesitamos imperiosamente.
Pasó una hora.
—Me imagino que nos habrá seguido —afirmó Mart—. Debe de estar siguiéndonos. Desde hace un buen trecho. No creo que se largue sin intentar al menos echar mano a los caballos.
—Tenemos que esperar a que aparezca.
—Tal vez tenga planeado seguirnos e intentar atacarnos de noche.
—Tenemos que esperar a que salga, de todas formas —dijo Amos.
Una hora más y el sol brillaba en lo alto.
—Creo que es lo más probable —afirmó Mart entonces—. Somos dos contra uno hasta que logre eliminar a uno de nosotros con un tiro limpio. Entonces se igualará la situación.
—Entonces, uno de nosotros puede largarse —dijo Amos con sarcasmo.
—Sí —dijo Mart. Agarró sus botas de los arreos y se las calzó tras quitarse los mocasines con los que había estado explorando durante muchos días.
—¿Para qué haces eso? —preguntó Amos.
—Para que me oiga.
—¿Para que te oiga haciendo qué? ¿Dándote golpes en la cabeza?
—Mira donde te indico —Mart se tumbó de nuevo en el suelo junto a Amos—. Todo recto, junto al arroyo, puedes ver un pequeño sauce.
—No está ahí abajo. Las ramas no llegan hasta abajo.
—No, ni tampoco está encima del árbol… puedo ver entre las hojas. A la izquierda del sauce puedes ver una franja de unos treinta metros de cañas hasta la rodilla de alto. A la izquierda de eso, una gran extensión de cañas que llega hasta el agua. Entran al agua hasta la cintura. No hay forma de salir de allí sin disparar un tiro. Creo que lo tenemos acorralado.
—No hay forma de hacerlo salir si está allí —dijo Amos, pero observó atentamente las cañas durante largo rato.
Mart se levantó y agarró las cantimploras de las sillas de montar.
—¡Si bajas a ese arroyo, te atravesará con una flecha tan rápido que llegará limpiamente hasta la otra orilla!
—No, no lo hará sin antes levantarse.
—Es un tiro de setenta metros… quizás más. No voy a usarte como cebo bajo ningún…
—¡Eso jamás te detuvo antes!
Mart avanzó con brío y bajó la ladera hasta el arroyo, balanceando las cantimploras. Tras él pudo oír a Amos farfullando maldiciones contra sí mismo durante un rato; luego la mañana se quedó en silencio, a excepción del sonido de sus propias botas.
Anduvo en línea recta, sin prisa, hasta el límite donde la tierra firme bajo los arbustos se ablandaba y se mezclaba con el agua poco profunda que cubría las raíces de las cañas. Atravesó chapoteando unos diez metros de ese barrizal, bordeando la maleza, y ahora un escalofrío le recorrió la espalda, porque olió a indio… un débil olor a humo de fogatas, a humo de salvia, a pieles de búfalo usadas durante mucho tiempo.
Se acercó al agua y se detuvo. Avanzó todavía erguido con las cantimploras flotando y dejó que se llenasen mientras colgaban de sus largas correas. Este era el momento, mientras permanecía inmóvil allí, fingiendo mirar al agua. No se atrevió a mirar entre los arbustos por miedo a desbaratar el plan. Pero dejó que su cabeza girase levemente corriente abajo, de forma que pudo mantener el matorral en su ángulo de visión. Así se aseguraba de que nada se movía.
La bala de Amos silbó tan cerca de él que le pareció que le había disparado por la espalda, y un chorro de agua brotó en la superficie del río justo frente a él. Mart se tiró hacia atrás girando al tiempo que caía, de forma que aterrizó boca abajo sobre el barro. No sabía cómo había llegado su revólver amartillado a la mano, pero allí lo tenía.
—¡Quédate echado! —gritó Amos—. ¡Quédate quieto, maldita sea! ¡Creo que no le he dado!
Mart pudo oír cómo bajaba la ladera corriendo, cargando un nuevo cartucho con un chasquido metálico. Se tumbó sobre el terreno, intentando mezclarse con el barro, y durante unos segundos se quedó en silencio, sin nada que hacer.
Amos corrió chapoteando hacia las cañas, pasando tan cerca de Mart que este pensó que estaba yendo directamente hacia donde él estaba echado.
—Sí, sí le he dado —dijo Amos—. ¡Ven a ver esto aquí!
—¡Cuidado con él! —gritó Mart—. ¡Tu bala acabó impactando en el agua!
—¡Le he dado por la espalda, el mejor disparo que has visto en toda tu vida!
Mart se levantó. Amos estaba de pie a menos de seis metros, mirando hacia las cañas. A dos pasos de él, Mart pudo ver parte del cuerpo oscuro y desnudo boca abajo entre las cañas. Se paró y retrocedió un poco; no deseaba ver nada más. Amos alargó el brazo para coger el cuchillo del indio y lo lanzó al arroyo.
—Coge su arco —dijo Mart.
—¡Y un cuerno, un arco! Lo que tiene aquí es un rifle Spencer —Amos lo recogió—. ¡Te disparó a menos de cinco metros!
—No escuché el clic del seguro…
—Eso es lo que te salvó. Está todavía puesto.
Amos lanzó el rifle en la misma dirección que el cuchillo, en el agua lejos de la orilla.
—¿Está en condiciones de hablar?
—No te preocupes, hablará. Ahora ve a por tu caballo, ¡rápido!
—¿Qué?
—Se acercan dos Rangers por el arroyo. Los vi fugazmente a un kilómetro y medio… lejos en la curva más lejana. ¡Baja allí y distráelos!
—¿Quieres decir que me pelee con ellos?
—¡No, no, no! Habla con ellos… diles cualquier cosa que se te ocurra…
—¿Y qué hago si intentan arrestarme?
—¡Deja que lo hagan! ¡Sólo asegúrate de distraerlos mientras interrogo al comanche!
Mart corrió en busca de su caballo.