—Si vienen y se ocupan del asunto, como prometieron —les dijo Charlie MacCorry—, no creo que haya ninguna acusación contra ustedes.
Los cuatro años en los Rangers habían favorecido a Charlie. Parecía conocer mejor sus propias limitaciones, y las aceptaba, en lugar de pavonearse ruidosamente delante de todo el mundo. Dentro de esos límites, que ya no intentaba superar, se sentía bastante seguro de sí mismo, y de una forma discreta, algo nuevo para Charlie.
—Dije que iría en cuanto pudiera. Ahora estaba de camino a Austin. Hasta que me topé con Lije e hice un alto.
—Él lo comentó —confirmó Aaron Mathison.
El resentimiento se le estaba atragantando a Amos. No le debería haber hecho pasar ese trago delante de toda la familia Mathison. La señora Mathison iba y venía, y permanecía con Lije Powers la mayor parte del tiempo. Pero no había sido posible deshacerse de Tobe y Abner, que se mantuvieron con las bocas cerradas en un segundo plano; pero allí estaban, al igual que Laurie, intentando pasar tan desapercibida como podía.
—Y vosotros teníais mi fianza de mil cabezas de ganado, a cambio de que regresara —dijo Amos—. ¿O ya las recogisteis?
—No pudimos, en realidad, porque no le pertenecían. No hasta que los tribunales declaren la defunción de Deborah Edwards, lo cual todavía no ha sucedido. No creo que el capitán Clinton ni tan siquiera tuviera la intención de recoger las cabezas. Le bastó con su palabra. Por aquel entonces.
—Capitán, vaya —Amos tomó nota de la promoción de rango—. ¿Y tú qué eres… coronel?
—Sargento —respondió MacCorry sin rencor—. Han estado fuera cerca de tres años. Me ordenaron que viniera y buscase pistas para encontrarles. Su reputación no ha aguantado nada bien el paso del tiempo, señor Edwards.
—¿Qué le ocurre a mi reputación? —Amos volvió a enfurecerse.
—Le responderé a eso si así lo desea. Así podrán ver, amigos, contra lo que nos enfrentamos. Pero que quede claro que no digo que sea cierto —no se detectaba ningún rencor en la voz de MacCorry; estaba sentado relajado, con los codos apoyados sobre la mesa, y miraba a Amos a los ojos—. Dicen que es raro que abandonase un buen rancho, con una buena ganadería, para ser explotado por otros hombres, mientras se dedica a vagabundear por el país desde las Naciones hasta México sin que se conozca explicación razonable. Dicen que utiliza con demasiada frecuencia el cuchillo de rebanar cabelleras, y que eso nos está causando muchos problemas en Texas. Dicen que es un hombre de squaw, que prefiere merodear entre las Tribus Salvajes que trabajar con su propio ganado, y que es un espantabúhos capaz de asesinar para robar.
—¿Cómo te atreves a plantarte ahí y decir…?
—Yo no lo digo. Le estoy contando lo que se dice. Pero todo eso aumenta la presión bajo la que estamos. La mitad de los incidentes con indios que nos llegan hoy en día son propiciados por ladrones de gatillo rápido y hombres de squaw que husmean en lugares de los que no forman parte. Y tu nombre… los nombres de ambos… siempre surgen cuando los ciudadanos exigen saber por qué no hacemos nada. Les cuento todo esto con la esperanza de que comprendan por qué tengo que hacer mi trabajo. Después de todo, se trata de un caso de asesinato.
—No hay ningún caso de asesinato —respondió Amos rotundamente.
—Espero que esté en lo cierto. Pero ese no es mi problema. Lo único que sé es que ambos han sido acusados de robo y del asesinato de Walker Finch, alias Jerem Futterman. Y otros dos fallecidos…
—¿Y qué se supone que pasará con Lazo Amarillo, mientras…?
—Eso lo decidirá el capitán Clinton. Quizás quiera cooperar con los Rangers para que ataquen a Lazo Amarillo, utilizándole como guía. Tendrá que hablarlo con él.
Cuando Mart miró a Amos, vio que volvía a encerrarse en sí mismo y que se transformaba lentamente en el fardo inerte que recordaba de hace tiempo. Al principio no pudo creerlo, hacía mucho tiempo que no veía a Amos de esa manera.
—Cabalgaré contigo hasta allí, Amos —se ofreció Aaron Mathison—. Sol Clinton me escuchará. Aclararemos todo este asunto de una vez por todas.
Los ojos de Amos estaban posados en sus manos vacías, y parecía incapaz de articular palabra.
—Yo no voy a ir —dijo Mart a Charlie MacCorry.
—¿Qué? —el joven Ranger le miró estupefacto.
—No sé lo que Amos tiene en mente hacer —dijo Mart—. Yo voy a buscar a Lazo Amarillo.
—¡Esa puede que sea la peor cosa que podría haberte oído decir!
—Lo único que quiero hacer es sacarla de allí —dijo Mart—. Antes de que ataquéis a la banda, o antes de que lo haga la caballería. En cuanto os echéis sobre él, ya será demasiado tarde.
—Eso si ella vive todavía —apostilló Charlie MacCorry—, lo cual no creo… ¡No tienes ni una posibilidad entre un millón de comprarla, ni tampoco de robarla!
—Yo mismo tuve la oportunidad de comprarle una chica blanca a un indio.
—Esta puede hablar. ¡Dejarla marchar supondría el suicidio de media tribu!
—Debo intentarlo, Charlie. ¿No lo entiendes?
—No lo entiendo. Maldita sea, Mart, a ver si se te mete de una vez en la cabeza: ¡estás arrestado!
—¿Y qué ocurrirá si salgo por esa puerta?
Charlie echó una mirada por encima de Aaron, hacia Laurie Mathison, antes de responder.
—Bueno, tú deberías conocer la respuesta a esa pregunta.
—Quiere decir que te meterá una bala por la espalda —explicó Laurie.
Charlie MacCorry reflexionó sobre ello unos segundos.
—Si prefiere recibir la bala de frente —dijo, dirigiéndose a la joven—, siempre puede salir andando hacia atrás, ¿verdad?
Se hizo un aplastante silencio durante un instante, antes de que Amos hablara.
—Es decisión de Sol Clinton, Mart.
—Eso es lo que le he dicho —dijo Charlie.
—¿Quieres que salgamos ya? —preguntó Amos.
—Esperaremos hasta que amanezca. Ya que son dos. Y dependiendo de la actitud que adopten —se dirigió entonces a Aaron—. Los llevaré al barracón; pueden dormir un rato si quieren. Partiré con ellos. Y que no se te iluminen los ojos —dijo dirigiéndose a Mart—; estuve en el barracón antes de entrar aquí… y he puesto los revólveres a buen recaudo. Ahora en pie, y avanzad delante de mí lentamente.
La lámpara todavía estaba encendida en el barracón, pero el fuego de la estufa se había quedado frío. Charlie los observaba, cauto como una serpiente, pero sin mostrar tensión, mientras encendía un farol para tener una segunda luz y lo colocaba en el suelo, bastante apartado. No quería quedarse en la oscuridad, exponiéndose a una pelea, si uno de los detenidos lanzara el sombrero a la lámpara. Amos se sentó pesadamente sobre su catre; parecía cansado y viejo.
—Quitaos las botas si queréis —dijo Charlie MacCorry—. No voy a pisaros los pies, ni nada parecido. He venido a por vosotros a solas porque hemos sido vecinos desde hace mucho tiempo. Quiero que todo se haga tan amigablemente como queráis.
Encontró una silla con el respaldo roto, la movió cerca de la estufa con el pie y se sentó frente a los catres.
—¿Te importa si avivo un poco el fuego? —preguntó Mart.
—Buena idea.
Mart rebuscó en la leñera, removió los troncos y tiró de uno de ellos para sacarlo.
—¿Qué haces con ese brazo? —espetó Charlie a Amos.
Por el rabillo del ojo, Mart vio que Amos estaba metiendo un brazo por debajo del colchón de su catre.
—Me pareció oír un ratón —dijo Amos.
Charlie se puso en pie bruscamente y la silla rota cayó. Sacó el revólver, pero no estaba amartillado ni apuntaba con él.
—Muévete lentamente —le dijo a Amos—, y saca esa mano vacía.
Durante unos segundos, mientras Amos sacaba la mano lentamente de debajo del colchón, Charlie MacCorry le dio la espalda a Mart y tenía puesta toda su atención en Amos.
El tronco de leña cortó el aire y golpeó con fuerza a MacCorry por detrás de la oreja. Este se derrumbó sobre el suelo como un saco de huesos y se quedó inmóvil. Amos se arrodilló inmediatamente junto a él, sin nada en las manos; no había escondido nada bajo el colchón. Empujó a Charlie hacia un lado, cogió el revólver que había debajo de su cuerpo y le miró a los ojos.
—¿Querías arrancarle la cabeza o qué? —dijo—. Suerte que no está muerto.
—Supongo que me puse nervioso.
—Agarra algo para hacerle una mordaza. Y tráeme mi reata ligera.