30

Aquella noche Lije Powers regresó.

Estaban todavía cenando cuando escucharon el caballo, y los hombres se miraron porque las lentas pisadas de la montura parecían vagar en lugar de dirigirse en línea recta hacia la puerta.

Y lo siguiente que oyeron fue su saludo extrañamente débil. Abner y Tobe Mathison salieron. Lije se giró sobre la silla, luego perdió el equilibrio y se desplomó cuando intentaba desmontar, de manera que Tobe tuvo que agarrarle por los brazos.

—Más borracho que un lobo hambriento —informó Tobe.

—¡Y un cuerno borracho! —discrepó Abner—. ¡El hombre tiene una herida de bala!

—No, no la tengo —dijo Lije, y le entró un ataque de tos que dejó en ridículo los esfuerzos de Mart por fingir una congestión de pecho. Tanto Tobe como Abner estaban equivocados; Lije era un hombre todo lo enfermo que podía estar alguien que se hubiera podido mantener en su caballo hasta llegar allí. En la puerta, se tropezó contra el marco y se sujetó en él débilmente, impidiendo que cerrasen la puerta para evitar el paso del viento que soplaba cada vez con más fuerza, hasta que el ataque de tos pasó.

—La he encontrado —dijo Lije, bloqueando todavía la puerta—. He encontrado a Deb’rie Edwards.

Después se escurrió por el marco de la puerta y se desplomó en el suelo.

Lo llevaron al cuarto de la abuela y lo metieron en la cama.

—Ha perdido la cabeza —dictaminó Aaron Mathison, mientras quitaba las botas a Lije Powers.

—Tengo un fuerte resfriado —siseó Lije; tenía los ojos vidriosos y la piel les quemaba los dedos—, pero no he perdido más la cabeza que tú. Hablé con ella. Ella me dijo su nombre. La he visto a la misma distancia que tú estás ahora de mí…

—¿Dónde? —inquirió Amos.

—Está con un jefe llamado Lazo Amarillo. Amos… ¿sabes dónde están los Siete Dedos?

Amos le miró inexpresivamente. Esos dos nombres no le decían nada.

—¿Queréis dejar al hombre en paz? —dijo entonces Aaron Mathison—. ¡Está delirando!

—¡Cállate! —espetó Mart a Aaron.

—Tengo un resfriado —repitió Lije, y el tono de su voz se volvió suplicante—. ¿Es que nadie ha oído hablar de los Siete Dedos?

—Parece ser que hay un grupo de arroyos —dijo Mart, rebuscando en la memoria— al oeste de las Montañas Wichita… No, más allá… al otro lado de los Little Rainies. Creo que sus aguas corren hacia la bifurcación norte del Rojo. Lije, ¿no es «Siete Dedos» el nombre kiowa para referirse a esos pequeños afluentes?

—¡Eso es! ¡Eso es! —gritó Lije entusiasmado—. ¿Ya me he ganado mi mecedora, Amos?

—Claro, Lije. Ahora, tranquilízate.

Apilaron unas cuantas mantas sobre él y prepararon un brasero de cama para calentarle los pies, luego le dieron un poco de sopa. Era la clase de sopa que la señora Mathison llamaba su «sopa de cordel de delantal», porque llevaba fideos. Pero Lije continuó hablando, como si temiera quedarse inconsciente sin terminar de contarles todo.

—Las squaws de Lazo Amarillo nos estaban dando de comer. Una de ellas se me acerca por la espalda y coloca una calabaza hueca en mi regazo, llena de estofado de tripa… Se inclina un poco y hace como si retirase una pajita de mi estofado con sus dedos. Y entonces me susurra en el oído. «Soy Deb’rie», me dice. «Soy Deb’rie Edwards».

—¿Pudiste echarle un vistazo?

—Lancé una rápida mirada por encima del hombro. Llevaba la cabeza totalmente tapada. Pero pude ver sus ojos verdes. Más verdes que una uva silvestre pelada…

—¿Y eso fue todo? —le interrumpió Amos antes de que el anciano divagase en exceso.

—Ya no volví a verla. Tampoco me atrevía a decir nada, ni a preguntar.

—¿Con quién estaba Lazo Amarillo? —tardó tanto en llegar la respuesta que Mart empezó a formular de nuevo la pregunta, pero el enfermo le había oído la primera vez.

—Vi a… Luna de Zorro… y a Águila Toro… y a Perro Aullante… y a El-que-Caza-su-Caballo… creo que era él. Pronto podré recordar otros nombres. ¿Ya me he ganado mi silla junto a la estufa?

—Nunca te faltará nada —dijo Amos.

Lije Powers rodó hasta el borde del camastro con un ataque de tos, y la sangre que manó de su boca goteó sobre el suelo.

—Lije —Mart alzó la voz—, ¿sabes si…?

—Dejadle tranquilo ya —les ordenó Aaron Mathison—. ¡Salid de este cuarto y dejadle descansar! ¡O me obligaréis a echaros de la casa!

—Sólo una cosa más —insistió Mart—. ¿Llaman a Lazo Amarillo de alguna otra manera?

Aaron dio un paso hacia él, pero la débil voz sonó una vez más.

—Creo… —dijo Lije—, creo que algunos le llaman Caracortada.

—¡Salid fuera! —bramó Aaron, y se dirigió hacia ellos. En esta ocasión ambos obedecieron. La señora Mathison se quedó con el anciano enfermo, mientras Laurie le traía las cosas que le pedía.

—Es triste admitirlo —dijo Aaron, de nuevo en voz baja, cuando la puerta del cuarto de la abuela se cerró—, pero no me creo ni una sola palabra.

—¡Pues yo creo que está diciendo la verdad! —apostilló bruscamente Mart.

—Hay muchas cosas que nos ha contado que no cuadran, Mart —dijo Amos—. Por ejemplo: «Soy Deb’rie», dice ella. Nadie de nuestra familia la llamó «Deb’rie» en toda su vida. Ella jamás oyó ese nombre.

—Lije ha dicho «Deb’rie» por la misma razón por la que dice «pradrera» —rebatió Mart—. Habría dicho lo mismo si estuviera repitiendo lo que tú o yo dijéramos.

—Y esos indios. Luna de Zorro es un kotsetaka, al igual que Perro Aullante. Pero Águila Toro es un quohada, y jamás se ha juntado con los kotsetakas. ¡Dudo que Lije ni tan siquiera haya visto a uno solo de ellos!

—¿Es que un hombre enfermo no puede equivocarse con un solo nombre sin que tú eches por tierra todo lo que ha hecho?

—Nosotros estuvimos con los kotsetakas…

—¡Y quizás pasamos a tan sólo diez metros de ella!

—De acuerdo. Pero ¿cómo es posible que nunca hayamos oído hablar de Lazo Amarillo?

—¡En cambio, sin duda alguna hemos oído hablar de Cicatriz!

—Sin duda —dijo Amos impaciente—. Lije ha estado en los mismos sitios que nosotros, Martie. Y ha escuchado las mismas cosas. Eso es todo.

—Pero él la ha visto —insistió Mart, cerrando así el círculo para volver a donde habían comenzado.

—El viejo Lije ha sido un mentiroso toda su vida —dijo Amos con determinación—. Tú sabes eso al igual que yo.

Mart se quedó callado.

—Mira, Martin —dijo Aaron Mathison con suavidad—, al otro lado de esa puerta yace un viejo loco. Y con eso está todo dicho; y eso es lo que hay.

—Excepto por una cosa —dijo Amos, y su voz profunda sonó completamente exhausta. Los otros dos hombres le miraron y esperaron, mientras Amos permanecía absorto en sus pensamientos durante unos segundos—. Hemos hecho apuestas arriesgadas buscando a un jefe llamado Cicatriz. Jamás lo encontramos. Y, Aaron, estoy de acuerdo contigo: jamás lo encontraremos. Pero supongamos que existe sólo una posibilidad entre un millón de que Lije diga la verdad… y que yo me equivoque. Esa mínima sombra de duda no me dejaría descansar jamás, ni tan siquiera en la tumba —volvió la cabeza y fijó los ojos en los de Mart—. Será mejor que empaquemos nuestras cosas. Luego tenemos que cargar los caballos. Nos queda un largo camino por delante.

Mart corrió hacia el barracón.