Jamás cambiaba nada en el hogar de los Mathison. Los viejos objetos, de buena factura, nunca se desgastaban; si algo se rompía, lo arreglaban haciéndolo más resistente. Las palancas de las bombas de agua se desgastaban hasta quedar pulidas, los marcos de las puertas se combaban poco a poco. Pero no se permitía que nada acumulase el lento paso del tiempo. Sólo cuando se había estado fuera un par de años podía apreciarse que el lugar envejecía. Entonces le parecía a uno más pequeño que como lo recordaba y que los rincones de la casa se habían redondeado. Mart cabalgó allí en esta ocasión con la sensación de que aquel lugar pertenecía a un pasado con el que ya no tenía nada que ver, como aquella interminable búsqueda, que igualmente había acabado.
No tenían intención de permanecer allí mucho tiempo. Amos quería cabalgar a Austin de inmediato para aclarar los asesinatos en el Arroyo de Mula Perdida; y, si se demoraba, Mart debería acudir allí solo y zanjar el asunto. No se había planteado qué iba a hacer después, pero estaba seguro de que sería en cualquier otro lugar. Estaba convencido de que esta sería su última visita al hogar de los Mathison. Tal vez, cuando se alejase de allí y echase una última mirada sabiendo que nunca más volvería a verlo, sintiese alguna cosa, pero en esos momentos no sentía nada. Nada de aquel lugar formaba ya parte de él.
Las personas habían envejecido como la casa, pero quizás un poco más rápido y de forma más visible. De un solo vistazo, Mart vio que Aaron estaba prácticamente ciego. Tobe y Abner eran ya unos hombres. Y la señora Mathison era una pequeña anciana que salió de la cocina al frío para recibirles.
—¡Dios mío, Dios mío, Martie! ¡Ha pasado tanto tiempo! Habéis estado fuera cinco… no, más tiempo. ¡Pero qué digo, si ya va a hacer seis años desde que os marchasteis! ¿Te das cuenta?
No, no era consciente de eso. No había contado el tiempo de esa manera. Aparentemente, la señora Mathison no recordaba que, entre medias, habían regresado a casa en dos ocasiones.
Pero la sorpresa fue encontrar a Laurie todavía allí. Mart creía que se habría ido y casado con Charlie MacCorry hacía tiempo, porque gracias a haber asumido ese hecho había logrado quitársela de la cabeza. Laurie no salió de la casa mientras desensillaba su montura, pero cuando entró en la cocina ella se acercó a él, secándose las manos. ¿Por qué siempre tenía que estar o bien en los fogones o en el fregadero? Bueno, en realidad, porque siempre estaba próxima la hora de la siguiente comida. De hecho, justo ahora era casi la hora de la cena.
No le besó, ni hizo ademán de tocarle.
—¿Tú… habéis encontrado…? —se veía resignación en sus ojos, pero los tenía bien abiertos, expectantes ante una tragedia, como si supiera la respuesta antes de preguntarle. Y el rostro de Mart se la confirmó—. ¿Nada de nada? ¿Ni una sola pista?
Mart dejó escapar un profundo suspiro, dudando sobre qué parte de su largo periplo debía contarle.
—Nada —dijo finalmente, y consideró que ese era un buen resumen.
—Habéis estado fuera tanto tiempo —dijo la joven lentamente, sorprendida—. Supongo que ya hablarás comanche como un indio. ¿Te llaman con algún nombre indio?
—Sin duda, no me atrevería a traducir la mayoría de los nombres que nos dan —respondió él maquinalmente, pero luego añadió—: A Amos le llaman «Hombros de Toro».
—¿Y a ti?
—Oh… yo sólo soy el «Otro».
—¿Supongo que partiréis inmediatamente, Otro?
—No. Ahora ya creo que Debbie lleva muerta desde la primera semana de búsqueda.
—Lo siento, Martie.
Laurie giró la cabeza, y durante unos minutos realizó unos cuantos movimientos lentos, cambiando las cosas de la mesa, moviendo objetos que no necesitaban ser movidos. Algo distinto a lo que hacía le pasaba por la cabeza, con tanta claridad que casi se podían oír palpitar sus pensamientos. Súbitamente, dejó lo que estaba haciendo, cogió su abrigo y se lo puso sobre los hombros como una capa.
—La cena está ya casi lista —anunció su madre—. Sólo tardará unos minutos.
—De acuerdo, Ma —Laurie lanzó a Mart una mirada inexpresiva y, mientras salía por la puerta hacia el dog-trot, él la siguió echándose encima su pellejo de oveja.
—¿Dónde está Charlie? —preguntó Mart, sin preámbulos, en cuanto estuvieron fuera.
—Está todavía en los Rangers. Lo han destinado a Harper; se ve que le ha ido bastante bien, así que podrá aprovechar para promocionarse en el cuerpo. Pero no lo vemos mucho últimamente. Parece ser que los Rangers viven como fugitivos hoy en día.
Laurie le miró directamente, sin vergüenza, pero sin que se le iluminasen los ojos demasiado.
Se levantaba ahora un leve viento que empujaba lentamente las nubes altas. Una línea de luz rojiza del ocaso atravesaba el horizonte, enrojeciendo toda la pradera. Pasearon en silencio, un largo trecho, hasta que cruzaron un montículo y quedaron ocultos a las miradas desde la casa.
—Supongo que te irás a Austin pronto —dijo Laurie.
—Tenemos que hacerlo. Amos ofreció una fianza de mil cabezas… Por supuesto, los Rangers no pueden cobrar hasta que un juez o alguien certifique la muerte de Debbie. Pero lo hará ahora. Tenemos que ir allí y solucionar las cosas.
—¿Vas a volver, Martie?
La pregunta directa le pilló desprevenido. Había estado sopesando la idea de dirigirse a Montana, si los Rangers no lo encerraban o algo parecido. Estaban teniendo bastantes problemas con los indios por allá arriba, y Mart creía estar lo suficientemente preparado para realizar labores de exploración contra los sioux. Pero no tenía mucho sentido dirigirse al norte directamente, hacia las fauces del crudo invierno, y la primavera todavía tardaría en llegar. Así que finalmente respondió algo que no había tenido intención de decir.
—¿Tú quieres que yo vuelva, Laurie?
—Yo no estaré aquí.
Mart creyó entender su comentario.
—Supuse que estarías casada hace ya mucho tiempo.
—Podría haber ocurrido. En una ocasión. Pero Pa jamás pudo soportar a Charlie. Pa ha tenido que cargar con tantos problemas sobre sus hombros… siempre se culpó a sí mismo por lo que le pasó a tu familia. ¿Lo sabías? No quise añadirle un problema más y romperle el corazón. No por aquel entonces. Si pudiera empezar todo ahora de nuevo… no lo sé. Pero ahora ya no quiero estar aquí. De eso estoy segura. Voy a irme de Texas, Mart.
Él la miró con expresión estúpida y dijo:
—¿Eh?
—Esta tierra es horrible. Odio estas praderas, cada centímetro de ellas… y me apuesto lo que sea a que se extienden más de un millón de kilómetros. Aquí no hay nada por lo que ilusionarse en el futuro… ni en el pasado, tampoco… quiero ir a Memphis. O a Vicksburg, o a Nueva Orleans.
—¿Tienes familiares allí?
—No. No conozco a nadie.
—¡Pero sabes que no puedes hacer eso! Nunca has estado en un lugar más grande que Fort Worth en toda tu vida. ¡Te pueden pasar cosas terribles en lugares como esos!
—Tengo veinticuatro años —respondió con amargura—. A estas alturas ya debería haberme pasado algo.
Mart se esforzó por pensar en algo que decir, y se le ocurrió el comentario más manido que jamás hubiese pronunciado.
—No me gustaría que te ocurriese nada malo, Laurie —dijo.
—¿Es eso cierto?
—Hace mucho tiempo que me fui. Pero sólo hice lo que tenía que hacer, Laurie. Lo sabes.
—Durante cinco largos años —apostilló ella.
Él quería hacerle saber que no era cierto que no se hubiera preocupado por su bienestar, pero era incapaz de explicarle cómo la esperanza les había hecho continuar, bailando por la pradera como una luciérnaga, siempre un paso más allá. Ya no le parecía real. Así que, finalmente, pasó un brazo por la cintura de la joven mientras andaban, arrimándola más a su cuerpo.
El resultado lo dejó atónito. Laurie se paró en seco y durante unos segundos permaneció con el cuerpo rígido, luego se volvió hacia él y cayó entre sus brazos.
—Martie, Martie, Martie —susurró ella, con la boca pegada a la de él. Llevaba puestas gruesas prendas de invierno, pero se sentía el cuerpo de la joven dentro de ellas, más sólido que el de Estrellita, pero esbelto y cálido. Y en ese mismo instante alguien comenzó a golpear un triángulo que colgaba en la parte trasera de la casa, llamándoles.
—Oh, maldita sea —dijo él—, maldita sea…
Ella le puso los dedos sobre los labios para que la escuchase.
—Comienza a toser en cuanto entres en la casa. Finge que estás cogiendo una pulmonía.
—¿Yo? ¿Para qué?
—Los chicos han colocado vuestras cosas en el barracón. Pero voy a ingeniármelas para que te pongan en el cuarto de la abuela. Sólo tú, a solas. Más tarde, de noche, cuando todos estén dormidos, iré a verte allí.
Gling-glang-gling-glang, tronó de nuevo el triángulo.