Se sentaron en círculo a la sombra de un tipi de seis metros de diámetro, tres hombres blancos y siete jefes guerreros, alrededor de un círculo carbonizado que habría sido un fuego de consejo si ese día se hubiera podido tolerar el calor del fuego. La piel raspada de búfalo del tipi había sido enrollada un metro, y el cálido viento se colaba por debajo, en ocasiones levantando remolinos en miniatura sobre el duro y sucio suelo.
Corona de Plumas Azul, el escurridizo fantasma que habían seguido durante tanto tiempo, estaba sentado frente a la entrada de la tienda. Mart hacía ya tiempo que había dejado de creer que existiera algún comanche llamado Corona Azul, o Flor, o cualquiera que fuera su maldito nombre en palabras. Llegó a creer que Corona Azul era un mito, la invención de una conspiración de los indios. Todos los salvajes de la creación probablemente ya hubieran oído hablar de los dos buscadores, y estaban más que dispuestos a unirse al juego de enviarles bien lejos y más allá en busca de un jefe inexistente. Y, sin embargo, allí estaba, y fuera del tipi, grande como un escudo, el frecuentemente descrito pero nunca visto símbolo de la Flor estaba dibujado con sangre de berrendo desteñida.
Una extraña luz brillante, un reflejo procedente de la abrasadora superficie de la tierra en el exterior, iluminaba el rostro del viejo jefe. Era el rostro ancho y achatado de un tipo de comanche, redondo y amarillo como una luna. La edad había arrugado su superficie en una red de finas líneas, entre las que sus ojos opacos permanecían en la superficie, sin hundirse.
Los otros seis jefes guerreros no eran necesarios allí. Corona Azul los había convocado como muestra de cortesía… y para convencer a su pueblo de que no estaba haciendo ningún tipo de negocio estúpido a espaldas de su gente. No era ni siquiera un poblado. Sólo eran catorce viviendas, con capacidad de alojar quizás a treinta o cuarenta guerreros, incluyendo a todos los jóvenes de más de doce años. Pero era lo que tenía. Su orgullo y la peculiar idea del honor que poseía eran todavía muy grandes, aunque ya avanzaba en el camino hacia el olvido.
Jaime Rosas llevaba a cuatro vaqueros con él, pero no les dejó entrar en el consejo. Eran hombres altos con aspecto de indios, buenos comancheros de la pradera, pero a los que no debía ninguna cortesía. Los vaqueros ya se habían hecho con una sombra propia un poco apartados. Tres de ellos dormían la mayor parte del tiempo, pero siempre se quedaba uno despierto, de día o de noche, lloviera o tronase. Siempre que varios estaban despiertos al mismo tiempo se les oía reír mucho, o cantar una larga y triste canción que podía durar un par de horas y, después, todos menos uno de ellos se iban a dormir otra vez.
Lo que ocurría en el interior del tipi era algo similar a la negociación llevada a cabo sobre un caballo. Dedicaron la noche de su llegada al poblado a una breve celebración sin baile; la atmósfera se empañó bastante porque Rosas se olvidó de llevar ron. El consejo se inició a la mañana siguiente. Era un proceso lento, con largos periodos de silencio entre comentarios irrelevantes comunicados en el lenguaje de signos. Lo bueno de este proceder es que nadie se precipitaba al hablar en una sesión como esta. De vez en cuando, la pipa, proporcionada por Corona Azul, era rellenada con una pizca de tabaco, proporcionado por Rosas y pasada de mano en mano, como una especie de repetición rítmica.
Estuvieron en aquel tipi tres días, y los consejos duraban desde la mañana hasta la caída del sol. Incluso la espalda de un vaquero puede quedar destrozada tras haber estado sentado con las piernas cruzadas durante tanto tiempo. Jaime Rosas llevó la voz cantante por parte del grupo de hombres blancos. El rostro de este anciano se había oscurecido mucho más por las inclemencias del tiempo que el rostro de Corona Azul; su sucio bigote gris parecía más blanco que lo que realmente era al contrastar con aquella piel oscura. En el blanco de los ojos se divisaban unas venitas marrones entre unos párpados enrojecidos. Masticaba lentamente una rama de hierba durante todo el día, con unos dientes desgastados y marrones como colillas; la rama, de unos treinta centímetros de largo, quedaba reducida por la noche a un palito de unos dos o tres centímetros. Era capaz de permanecer sentado en silencio tanto tiempo como Corona Azul, o quizás un poco más, y cuando empleaba el lenguaje de signos lo hacía tan fluidamente como Corona Azul, aunque este jefe indio se vanagloriaba de la maestría y gracia con la que dominaba el lenguaje de signos. El flujo sin interrupciones de signos compuestos hacía que la conversación fuera imposible de seguir.
Las manos de Rosas decían: «Caballo-cava-agujero-lento-caza-búfalos-atrapa-ningún-enemigo-huye-no-atrapa-triste». Mart lo interpretó como: «El caballo no vale… es demasiado lento para la caza o para la guerra; es demasiado malo».
Y la respuesta de Corona Azul, con rápidos signos de gran delicadeza fue: «Cuello-rígido-derrota-enemigo-huye-lejos-cuello-rígido-cabalgar-caballo-dejar-tipi-reunión-guerreros». Ahí lo habían pillado, admitió Mart para sus adentros. Creía que Corona Azul había dicho: «Cuando un jefe hace huir del territorio a sus enemigos, quiere un caballo que pueda cabalgar con orgullo, como para ir a un consejo». Pero Mart no lo sabía. Y, entonces, nueva ronda de pipa.
—Jamás lograré hacerme un lugar en este maldito territorio —le dijo a Amos—. Menos mal que pronto volveremos a casa.
—Cállate —fue la primera frase que Amos había pronunciado ese día.
Hacia el ocaso del primer día, Corona Azul admitió que tenía a una niña blanca rubia y de ojos azules en su propia choza.
—Podría no ser la que buscamos —dijo Amos en español.
—¿Quién sabe? —respondió Rosas—. Los hombres son las manos del Señor.
Hacia el mediodía del segundo día, Rosas ofreció a Corona Azul el caballo del que habían estado hablando el primer día. Era un palomino fanfarrón, con cuello de semental y ondas en la crin y la cola. Más o menos lo que los viejos expertos hubieran llamado en otro tiempo un palafrén. Mart no lo habría comprado. Pero la silla que lo adornaba, protegida con una lona atada hasta el momento de la presentación, tenía múltiples incrustaciones de plata, y probablemente valía al menos doscientos dólares. Rosas entregó el caballo y la silla con la condición de que no aceptaría ningún regalo a cambio. Corona Azul se mostró inquieto durante un rato, como si la ofrenda hubiera podido causar más daño que beneficio, pero, al final del día, en sus ojos se veía un cierto brillo, porque de lo único de lo que hablaron durante toda la tarde fue de rifles.
Ya asomaba el ocaso del tercer día, cuando por fin llegó el final. Ocurrió tan abruptamente que pilló a Mart desprevenido. Rosas y Corona Azul habían acabado con la interminable discusión sobre cápsulas fulminantes, por lo poco que Mart pudo comprender. Había desistido de seguir la conversación, y dejó que sus ojos se desenfocaran en la luz del sol que se ponía sobre el polvo. Dio una profunda calada a la pipa que le llegó de nuevo y se percató de que uno de los guerreros se levantaba y salía.
—Le ha ordenado traerla, Mart.
El aire desértico parecía aplastar el tipi con un peso increíble. La cabeza le daba vueltas y fue incapaz de reconocer ni un solo signo de los siguientes gestos de las manos de Corona Azul.
—Dice que está bien y fuerte —le informó Amos.
Mart volvió los ojos de nuevo a las manos de Corona Azul. La cabeza se le había aclarado, y ahora vio claramente lo siguiente que expresaron sus manos. Se giró a Amos en busca de explicación, incapaz de creer lo que había entendido perfectamente.
—Esta chica es su esposa —tradujo Amos.
—No importa —tenía la boca tan seca que las pastosas palabras sonaron totalmente incomprensibles. Mart se aclaró la garganta, intentó escupir, pero no pudo, y entonces repitió—: No importa.
El guerrero que había abandonado la tienda regresó. Mientras entraba, pronunció unas palabras en comanche por encima del hombro y apareció una joven. Su cuerpo no era el de una niña, difícilmente podía ser Debbie tras estos años perdidos. Esta era ya una mujer, delgada y no muy alta, pero mayor. Su rostro y el color de su cabello estaban ocultos bajo un chal que en otro tiempo debió ser rojo, pero que ahora se veía pardo por los constantes remolinos de polvo.
Mart bajó la mirada. La joven llevaba mocasines con talón de flecos, un privilegio de los guerreros, y que se les permitía a las squaws sólo como un alto honor. Pero sus pies eran estrechos y con el empeine alto, a diferencia de los pequeños y anchos pies de las comanches. Tenía los tobillos bronceados y también los adornaban motas de aquel polvo eterno, como salpicados de canela; sin embargo, sí pudo ver las venas azules bajo su delicada piel. La joven siguió al guerrero al interior de la tienda con un paso tan ligero y tenso como el de un lobo acechante. Mart se dio cuenta con un vuelco del corazón de que la joven estaba atemorizada… pero no de Flor, ni de sus guerreros, sino de su propia gente.
Corona Azul entonces ordenó en lengua comanche:
—Ven y ponte junto a mí.
La joven obedeció. Una vez junto a Corona Azul se giró vacilante hacia el círculo del consejo, todavía sujetando el chal que le cubría el rostro, de manera que tan sólo eran visibles los blanquecinos nudillos de una mano. A un lado de Mart estaba sentado Amos, una mole inmóvil. Al otro lado, Rosas acababa de lanzar su ramita de hierba. Tenía los ojos entrecerrados, pero su mirada iba y venía entre la chica y el rostro de Amos, al tiempo que mantenía el resto de sus músculos inmóviles. Con frecuencia, las jóvenes blancas capturadas de niñas y criadas por los comanches sentían vergüenza de mirar a los hombres blancos a los ojos.
—Muéstrales la cabeza —dijo Corona Azul en lengua comanche, creyó entender Mart; aunque quizás el jefe dijo «cabello» en vez de «cabeza».
La joven blanca inclinó la cabeza aún más y se descubrió la parte de arriba para mostrarles el color del cabello. Lo llevaba corto, como acostumbran las comanches, pues sólo los hombres lo llevan largo; pero era rubio. No un rubio brillante, más bien de un tono apagado. Pero rubio.
—Muestra tu cara —fueron las palabras de Corona Azul, y la joven dejó caer el chal, aunque permaneció con el rostro apartado. El viejo jefe finalmente habló con contundencia—: ¡Levanta el rostro! ¡Obedece!
La joven alzó la cabeza. Durante un minuto entero de silencio se mantuvo así mientras Mart la miraba, rogando, intentando convencerse a sí mismo de… ¿de qué? El rostro moreno, pero de mujer blanca, era amplio y achatado; la frente era baja, la nariz informe, la boca apretada pero al mismo tiempo fofa. Sí, los ojos eran verdes, pero pequeños y demasiado juntos; miraban a un lado y otro como los de un animalillo que ansiara escapar. Mart volvió a reflexionar. Ni observándola una hora, se dijo a sí mismo. Ni un año. Jamás se podría tener una respuesta diferente. Ni había lugar a un posible error.
Esa joven no era Debbie.
Mart se levantó y salió tambaleante hacia los rayos rojizos horizontales del ocaso. A su espalda escuchó a Amos preguntar bruscamente: «¿Habla español?» La joven no respondió. Mart nunca preguntó a Amos qué más se dijo. Se apartó del tipi de Flor, y del poblado, hasta que se alejó un buen trecho por las llanuras de fina hierba. Finalmente se quedó esperando solitario a la luz del crepúsculo.