26

En efecto, encontraron al viejo Jaime Rosas; o quizás fue él quien tuvo que encontrarlos a ellos al final. Las descorazonadoras distancias les impidieron dar con él durante tanto tiempo. Nunca estaban en el lugar equivocado sin estar aproximadamente a una semana y media del correcto. Aquel territorio parecía extrañamente encantado; se podía viajar en un mismo punto todo el día sin avanzar ni un solo kilómetro. Uno podía partir por la mañana avistando un cerro con la cresta rota lejos a su izquierda, y al acampar al anochecer el mismo cerro con la cresta rota seguía estando allí, en el mismo lugar. Tal vez era bueno que un hombre y su lenta montura no pudieran ver aquel territorio desde el cielo, como hacían los buitres. Si un hombre hubiera visto la inmensidad en la que se perdía como un punto minúsculo, le habría dado un vuelco el corazón, y si su caballo lo hubiera visto, el animal habría muerto de inmediato.

Ahora que sabían los nombres de los jefes comancheros, la gente se mostraba más dispuesta a ayudarles, confiándoles información sobre el paradero de Jaime Rosas. Si no tenían información, se la inventaban, lo cual podía resultarles bastante costoso. Si un peón quería complacerte, te colaba cualquier clase de cuento… y jamás dudaba en desviarte ciento cincuenta kilómetros de tu camino con tal de no defraudarte y decirte que no lo sabía.

Mientras buscaban a Jaime Rosas, las noches de Martin Pauley fueron invadidas por un sueño peculiar durante cierto tiempo. El origen del sueño era obvio. Un día abrasador en Los Gatos, donde se habían detenido para protegerse del calor de las horas de la siesta, Mart se dirigió a la iglesia, pues parecía un lugar fresco y placenteramente oscuro tras las gruesas paredes de adobe. Había pequeñas velas agrupadas en varios sitios que brillaban como puntitos de luz, algunos de ellos rojos cuando ya se habían derretido por debajo del borde de sus vasitos de color rubí. Mart se sentó y, a medida que sus ojos se acostumbraron, empezó a ver estatuas de tamaño real y tez oscura, en su mayor parte de santos y mártires, que le rodeaban en la penumbra. Pintadas con colores primarios, con piedras pulidas en lugar de ojos, allí en la oscuridad parecían gente real. Aunque extrañamente inmóviles. Ni siquiera las llamas de las velas se movían en aquel ambiente de quietud. Mart permaneció sentado allí, fascinado, durante mucho tiempo.

Alrededor de una semana más tarde, Mart soñó con Debbie. Durante todo este tiempo jamás la había visto en un sueño, tal vez porque pocas veces soñaba. Pero este sueño era muy real y muy nítido. Le pareció que estaba de pie en la oscura iglesia. Las estatuas le rodeaban de nuevo, como personas vivas, pero extrañamente inmóviles. Podía sentir su presencia con intensidad, pero ellos no parecían ni amistosos ni hostiles… sólo estaban allí. Justo frente a él un altar iluminado con velas comenzó a brillar… y allí estaba Debbie, en medio de una suave luz blanca. Era más pequeña que cuando se perdió, más pequeña incluso que el retrato en miniatura, y con una mirada y postura distintas a la del retrato… más de perfil. Ella no le miró, ni se movió, al igual que las estatuas, pero estaba viva… supo que estaba viva; la pequeña radiaba luz vital, como si estuviera hecha de la propia luz.

Se quedó conteniendo la respiración, esperando a que ella se girase y le viera. Podía sentir que se acercaba cada vez más el momento en el que ella se diera la vuelta, hasta que la tensión se hizo insoportable y le despertó demasiado pronto.

El mismo sueño volvió a repetirse otras noches, en ocasiones varios días seguidos, y en ocasiones noches separadas por varios días, quizás en una docena de ocasiones. Todo en él era siempre tan real y nítido como la primera vez, y siempre se despertaba antes de que Debbie se girase. Luego, sin motivo aparente, dejó de tener ese sueño y no logró recuperarlo.

Les llegaron rumores desde Texas, la mayoría de ellos historias de cuarta o quinta mano, de cosas que habían ocurrido meses atrás. Sin embargo, había suficiente fundamento en lo que habían oído para convencerse de que la humeante frontera comenzaba ya a arder en guerra abierta. Un jefe indio habitualmente llamado Gran Comida Roja, pero cuyo nombre Mart tradujo como Carne Cruda, cargó contra una compañía de infantería cerca de Fort Sill, la arrasó, y luego se alejó al galope. Cola de Lobo congregó con tambores a un gran número de guerreros de diferentes bandas, arrastrando a los quanah en la alianza. Durante tres días atacaron a una partida de cazadores de búfalos en Adobe Walls, carga tras carga, pero fueron derrotados y sufrieron grandes pérdidas. Todos los jefes guerreros que conocían parecían estar en pie de guerra; pero ahora, finalmente, Washington se había hartado. Los Amigos estaban fuera de las Agencias y los militares ocuparon su lugar. La batalla final parecía inminente y a punto…

Pero la noche que encontraron a Jaime Rosas no habían recibido noticias desde hacía semanas.

Llegaron de noche a Puerto del Sol, un pueblo con más gente que en la mayoría de los que habían estado. No tenía hacienda ni iglesia, pero había un corral de dos acres con altos muros de adobe, en forma de anillo, de manera que podía ser defendido como un fuerte. Varios comercios, innecesariamente grandes y con escasa mercancía que vender, parecían más bien almacenes. Una base de comancheros, sin duda, pensó Mart.

Había dos cantinas, ambas con más cantantes voluntarios con guitarras de los necesarios, intentando gorronear unos cuantos tragos. Amos eligió la más pequeña y de mejor aspecto. Al entrar, Mart vio que en Puerto del Sol las cantinas sí que tenían señoritas, por muy extraño que pudiera parecer. Hacía tiempo que habían esperado encontrarse con ellas, debido a que al principio Amos había confundido este territorio con una parte del Viejo México, que se encontraba justo al otro extremo de Texas. Las pocas veces que habían tenido oportunidad de ver alguna, las señoritas de compañía de la región habían resultado decepcionantes… sólo había mujeres bajitas con rostro impasible como las squaws, o bien demasiado gordas, o demasiado jóvenes. Estas de Puerto del Sol no les parecieron mucho mejor en un primer momento.

Amos se fijó inmediatamente en un vaquero de aspecto elegante y un lazo de piel en el sombrero. Un hacendado, o el hijo de uno… si es que no era uno de los jefes comancheros. Mart pidió un vaso corto de tequila y uno largo de agua tibia y turbia del Territorio de Nuevo México, y llevó las bebidas a una mesa situada en un rincón. A Amos parecía no gustarle que Mart se quedase merodeando por allí mientras intentaba sacar información. Más pronto o más tarde acabaría incluyendo a Mart en la conversación espetándole algún comentario como: «¿Qué haces ahí como un pasmarote?», o «¿Qué demonios quieres ahora?» Desde que los sueños de Debbie cesaron, Mart tenía cada vez mayor dificultad en recordar por qué todavía cabalgaba junto a Amos. La mayoría de los días era una simple cuestión de hábito. Seguía con él porque no tenía sus propios planes, ni idea alguna de hacia dónde dirigirse si se separaban.

El vaquero del sombrero caro se alejó y regresó con un anciano desharrapado. Amos se sentó con ellos dos y les invitó a beber, pero parecía haber perdido el interés. De hecho, los tres parecían estar aburridos con todo aquello. Sentados y mirando distraídamente a su alrededor, con esa vacía placidez tan común en aquel territorio, parecían empeñados en querer olvidar la presencia de los otros dos.

Mart vio que Amos hacía un chiste en español de su propia cosecha, algo sobre el montón de moscas que se estaban bebiendo su licor, y los otros dos rieron cortésmente. Mart supuso que Amos no estaba averiguando nada en absoluto.

La atención de Mart se desvió hacia las chicas. Había cinco o seis allí, pero no siempre eran las mismas. Flirteaban con los vaqueros y bailaban para ellos, y con ellos, y de vez en cuando una chica desaparecía con uno, tras lo cual otra joven entraba para reemplazarla. Bebían vino, pero olían sobre todo a perfume de vainilla y almizcle. Estas jóvenes provocaban peligros inesperados, como si la muerte fuera un macho cabrío al que le gustase seguirlas. El propio Mart había presenciado un caso de cuchillada en el estómago, y había oído hablar de muchos otros. Si una chica dejaba que sus ojos se detuviesen demasiado en otro hombre, los cuchillos se desenvainaban sin previo aviso. En los dos segundos siguientes probablemente algún hombre acabaría sobre el sucio suelo y en el infierno aparecería un nuevo rostro sorprendido. La joven gritaría, y berrearía, y la sacarían a rastras en un estado de agitación estridente, pero a la noche siguiente volvería a estar allí, buscando con la mirada con la misma intensidad. Mart fantaseó entonces con una chica que se hacía popular, y de la que hacían canciones y a la que la gente señalaba y decía: «Cinco hombres han muerto por esa pequeña».

Así pues, Mart se mantuvo atento y preparado para ello, cuando a punto estuvo de ocurrirle lo mismo. El tequila tenía un sabor desagradable y resultaba difícil acostumbrarse a él, como si alguien se hubiera lavado los calcetines dentro, pero escondía cierta chispa en su interior. Mientras el alcohol le calentaba los sesos, a Mart todo le parecía mucho más bonito, y entonces entró una nueva chica que le pareció diferente a todas las que había visto allí hasta el momento… o tal vez en cualquier otro lugar.

La joven era coqueta y esbelta, y su falda estallaba en un remolino de color cuando giraba. Sus zapatos de tacón español debían de ser un regalo traído de muy lejos, quizás de Ciudad de México. Los zapatos la diferenciaban de las otras, que llevaban mocasines, en el mejor de los casos, cuando no estaban totalmente descalzas. Tenía una nariz con forma de nariz, en lugar de un apéndice plano, y mantenía la cabeza erguida y desafiante. O, en todo caso, así era como Mart la veía ahora, y como siempre la recordaría.

Muchos ojos la observaron complacidos de arriba abajo, como si su vestido no supusiera mayor barrera para apreciarla que el arnés de una potrilla. Martin Pauley bajó los ojos hacia sus manos. Tenía un vaso alto en una mano y un vaso bajo en la otra, y estudió esta situación estúpidamente durante unos segundos antes de pegar un trago de agua tibia y blanquecina y desechar el resto de tequila. Había bebido lentamente, pero bastante cantidad. Y ahora el tequila levantó la mirada, clavó los ojos en la joven y la siguió inconscientemente con la vista allá a donde iba. Todas las bebidas hechas de cactus proporcionan una sensación de gran libertad y de confiada inmunidad ante el riesgo.

Se acordó entonces de una vieja expresión: «El indio traga una copa; la copa traga otra copa; la copa traga al indio; y todos persiguen a la squaw». Sonaba a pensamiento verdadero y profundo, pero en realidad no tenía ninguna interpretación práctica. Finalmente la joven notó la presencia de Mart y le miró durante unos segundos, intentando hacerse una idea de él bajo la escasa luz del local. Nada surgió de esto de forma inmediata; un tipo con aspecto de peón, vestido como un vaquero, aunque no parecía muy auténtico, la sujetó e hizo que bailase con él. Mart chasqueó la lengua y no pensó nada sobre ello. No tenía ningún plan.

Pero la chica sí lo tenía y dando vueltas dirigió a su pareja de baile hacia la mesa de Mart. Clavó los ojos en Mart, giró cerca de él y le pegó una patada en la espinilla. Es una forma de hacerlo, pensó Mart. Allá vamos. Apuró la última gota de su vaso de tequila y apoyó la mano derecha sobre la pierna bajo la mesa. Como era de esperar, el vaquero se giró y le miró desde el otro lado de la mesa. Llevaba la camisa abierta hasta la cintura, dejando al descubierto un pecho moreno de piel suave y sin pelo.

—Tu ojo es de un mal color —dijo el vaquero poéticamente en un español de Chihuahua—. Como el de la barriga de una carpa.

Mart se inclinó hacia delante con una sonrisa y las cejas levantadas, como si respondiese a un saludo que no hubiera visto a tiempo.

—¿Y tú? —le respondió cortésmente, hablando también en español—. Tomamos una copa, ¿no?

—No —le espetó el vaquero, con expresión sorprendida.

—Tomamos una copa, sí —le persuadió la chica—. ¿Sabes por qué? El arma de este hombre está en su mano derecha bajo la mesa. Hará que tus tripas salgan volando por la puerta en un segundo. Es necesario.

Extendió una palma imperiosa y Mart cogió un dólar de plata de la mesa y lo lanzó hacia ella. El peón parecía pensativo cuando la joven le alejó de allí. Mart nunca supo qué clase de bebida le había hecho tragar a ese tipo, pero la joven regresó casi de inmediato. Al vaquero ya se le podía ver roncando sobre el suelo embarrado. Un compadre le arrastró fuera tirando de los pies y lo depositó tiernamente en medio de la carretera.

Le dijo que se llamaba Estrellita, lo cual Mart no creyó; le sonaba a nombre elegido. Se sentó junto a él y le cantó acompañándose con una guitarra. El tequila pensaba ahora en español, de manera que entendía las palabras de la tristísima canción sin tener que traducirlas mentalmente.

Veo a un extraño pasar,

con el corazón oscuro de pena,

otra como yo,

tras él sus mañanas…

Esta canción era una gran tragedia épica de unas cien estrofas y cada una de ellas terminaba con una nota suspendida para mantener atento al oyente. Pero no había terminado ni media docena de estrofas cuando paró y se inclinó hacia delante para mirarle a los ojos. Tal vez se percató de que él estaba a punto de deshacerse en lágrimas, porque le hizo levantarse y bailó con él. Toda una batería de guitarras se habían arrancado a tocar un baile en cuanto la joven dejó de cantar, y el tequila se animó tanto a retozar y zapatear como a vociferar pidiendo más bebida. Mientras ella se acercaba, su perfume almizclado envolvió a Mart con la suficiente fuerza como para hacerle ponerse en pie con una sola mano. El tequila pensó que era maravilloso. Nada de agarrarse de los brazos para bailar… giraba a la chica sujetándola con fuerza. El escote redondo de su vestido era bastante discreto, casi hasta el cuello, y las mangas estaban abrochadas a la altura de los codos. Pero lo que averiguó Mart es que era un vestido muy fino.

—Creo que es hora de ir a casa ahora —dijo ella.

—No tengo casa —le respondió él con cara de póquer.

—Mi casa es tu casa —le respondió.

Se acordó de avisar a Amos sobre sus planes. El vaquero bien vestido se había marchado y Amos seguía sentado con la cabeza pegada a la del desharrapado anciano, hablando bajito y con viveza.

—¿Puedo ir a dar un paseo? —les interrumpió Mart.

—¿Dónde vas a estar? —preguntó Amos a la chica en español.

Ella le describió un desvío o dos y enumeró las puertas con los dedos. Amos regresó a su pow wow[6], y Mart supuso que ya podía marcharse.

—Espera un minuto —le llamó Amos y, sin levantar la mirada, le dio a Mart un puñado de dólares de plata. Y menos mal que lo hizo. Quedarse sin dinero es otra excelente manera de meterse en líos cuando se está en compañía de una señorita de cantina.

La casa resultó ser el jacal más parecido a un establo y más pequeño que Mart había visto jamás. La joven encendió una vela y el lugar le pareció un poco más acogedor desde el interior, principalmente gracias a un sarape a rayas que cubría el sucio suelo, y un par de ellos colgados sobre las paredes para cubrir agujeros donde el adobe se había descascarillado dejando al aire la urdimbre de cañas. La vela estaba junto a un pequeño altar que acogía a una imagen de cerámica de la Virgen de Tiburón, y esto le recordó algo a Mart, aunque no supo el qué en ese momento. Pestañeó mientras Estrellita se persignaba y se arrodillaba brevemente en señal de reverencia. Luego la joven se le arrimó y le mostró la espalda para que le desabrochara el vestido.

Durante todo ese tiempo, Mart mostró la habilidad y fineza de un cerdo revolcándose en un lodazal, e incluso el tequila fue consciente de ello. Era un tequila muy joven, como atestiguaba su áspera mordida, y no pudo ayudarle mucho llegados a ese punto. Temía tocarla, y un segundo después, cuando finalmente la tomó entre sus brazos, casi la rompió en dos. La joven primero se sorprendió, luego se enfadó, pero finalmente su sentido del humor retornó y se apiadó de él. Se mostró paciente, calmándole y dándole ternura, y cuando por fin se durmió se encontraba en tal estado de relajación que incluso las uñas de los dedos de sus pies parecían inertes.

Así que, cómo no, tuvo que levantarse de nuevo.

Amos se aproximaba a grandes zancadas por la estrecha calle, golpeando los tacones contra la dura suciedad. Una de sus espuelas tenía una rueda suelta; siempre la había llevado así. Nunca hacía ruido cuando cabalgaba, pero cuando iba a pie esta espuela emitía un quejido distinto a cada paso. Zug, clink, zug, clank, zug, cling, ese era el ruido que hacía Amos al andar, y ese sonido familiar despertó a Mart cuando aún estaba a más de cien metros.

—Vístete —dijo Amos en cuanto abrió la puerta—. Nos vamos.

Excepto por un ligero desequilibrio inicial al levantarse, Mart se sentía bien. No hay licor más limpio que el tequila cuando está bien elaborado, por muy terrible que pueda ser su sabor.

—¿Ahora mismo? ¿En medio de la noche?

—Mira el cielo.

Mart vio que el este ya estaba iluminado.

—Supongo que el viejo con el que estuviste ha visto a Rosas en algún lugar lejano. Quizás el año pasado, o el anterior.

—Ese viejo es Jaime Rosas.

Mart miró la silueta de Amos, luego se enfundó las botas.

—Dice que Corona Azul tiene una niña blanca —informó Amos—. Con pelo amarillo y ojos verdes.

—¿Dónde la tiene?

—Rosas nos va a llevar a él. Estaremos allí antes de que anochezca.

Ya llevaban en Nuevo México más de dos años y medio.