Se dirigieron al suroeste a buen paso con animales frescos y bien alimentados. En Fort Phantom Hill encontraron el fuerte bastante reforzado y rebosante de confianza agresiva, para variar. Era bastante sorprendente, pero en Fort Concho vieron una tropa de caballería tras otra recientemente reclutadas, y les informaron que Fort Richardson era un hervidero de gente con una concentración de tropas mucho mayor. El suroeste de Texas iba a contar por fin con una verdadera fuerza de asalto. Habían rogado por algo así durante mucho tiempo, y lo agradecieron, a pesar de la sarcástica amargura que encerraba para aquellos a quienes la ayuda llegaba demasiado tarde.
Más allá del Colorado giraron hacia el sol poniente, atravesando un territorio en el que no podía verse nada hecho por mano humana. Avanzaban tan bien que lograron retrasar el invierno en un par de semanas. Y es que, en lugar de dirigirse a las fauces del mal tiempo, lo esquivaban cabalgando al encuentro de la primavera. Cuando bajaron al extremo sur de las llanuras de los Staked Plains, el sol abrasaba durante el día, mientras que el frío seco campestre los atenazaba durante la noche. La superficie de la tierra estaba cubierta de piedras de sílex y negros bloques de depósitos de lava; allí crecía poca cosa, aparte del arbusto de la creosota, el chaparral y la yuca, y muchos y variados tipos de cactus. Las pozas estaban lejos y más le valía a uno saber dónde se encontraban en cuanto se dejaban atrás las rutas de caravanas.
Tras rebasar Horsehead Crossing, se dirigieron al noroeste atravesando el Pecos, bordeando el lado más alejado de los Staked Plains… también llamados Los Llanos Estacados por aquellas tierras. Se dirigían al Territorio de Nuevo México, a unos doscientos veinticinco kilómetros arriba, a trote descansado; un buitre lo hubiera podido cruzar más rápido si hubiera dejado su poco halagüeño vuelo en círculos sobre los dos jinetes para volar en línea recta. El tiempo que les llevó cubrir esta distancia fue mucho más de una semana, porque la mitad del trayecto avanzaron contra un viento tan lleno de polvo que tenían que llevar sus pañuelos cubriéndoles el rostro hasta los ojos.
Cuando finalmente cruzaron la frontera del Territorio, ni siquiera lo supieron porque no fueron capaces de distinguir el cauce del Delaware de cualquier otro cauce seco no alimentado por las nieves. Calculando a ojo, se convencieron de que debían de estar ya en Nuevo México, pero no podían estar seguros. ¿Dónde estaban las señoritas y las cantinas, las guitarras y el tequila del que Amos le había hablado? Tal vez había confundido este territorio, actualmente mexicano y que jamás había pisado, con el Viejo México que conoció al sur de Río Grande. Probablemente, sin querer Amos había hecho que el suroeste sonase como un país de nunca jamás de canciones y amores ilícitos, con una pincelada de perversa y sangrienta muerte escondida justo debajo de una capa de diversión y mañana[5]. El territorio no se parecía en nada a eso, ni a ninguna otra cosa, desde el momento en el que penetraron en él. Allí no había nada en absoluto.
Pero ahora el viento amainó y el aire se aclaró. El terreno recuperó su blanco y negro característico del sol abrasador y las fuertes sombras. Mart rebuscó la miniatura de Debbie en sus alforjas para ver cómo había aguantado la tormenta de polvo. Llevaba la pequeña caja de terciopelo envuelta en ante, y no la había abierto desde hacía mucho tiempo. La mullida piel la había protegido bien; el pequeño retrato parecía más brillante y nuevo que antes bajo la blanca luz del desierto. La carita de gatito le observaba desde el marco con vida propia, ojos brillantes, entusiasmados, felices con el nuevo y recién descubierto mundo. Sintió una punzada que ya casi había olvidado… le pareció tan adorable, tan preciosa, y tan perdida. Desde ese mismo instante comenzó a liberarse del lastre del aciago recuerdo de su hogar. No, no de su hogar; él no tenía hogar. Sus esperanzas de nuevo volvieron a descarrilar.
Y es que ahora se encontraban en la tierra de los comancheros, a la que les había dirigido el botín hallado en el Recodo de los Caballos Muertos. Aquí Corona de Plumas Azul debió de vender las piezas de plata y turquesa de los botines de guerra; aquí, sin duda, buscaría ahora refugio del mal que había recaído sobre él en el norte.
Ese nombre, comanchero, era odiado por los texanos. De hecho, los comancheros no eran más que personas que comerciaban con comanches, como incluso Mart y Amos habían hecho con frecuencia. Si eras norteamericano y comerciabas con comanches en territorio estadounidense, estando establecido en los fuertes del oeste de Texas y el Territorio Indio, se te consideraba comerciante. Pero si eras mexicano, establecido en México, y tenías tratos comerciales con los comanches en la franja suroeste de los Staked Plains, no se te consideraba comerciante, sino comanchero.
Durante los años de conflicto armado con México, los comancheros habían dado a los texanos muchas razones para quejarse. Cuando miles de cabezas de ganado, caballos y mulos texanos desaparecían cada año por los Staked Plains, eran los comancheros quienes adquirían todo ese ganado y animales de manos indias, para hacerlo desaparecer luego en el profundo interior de México. Y cuando aparecían grandes cantidades de rifles de repetición en manos de guerreros comanches, eran los comancheros los que se las habían proporcionado.
Por supuesto, Amos intercambió en una ocasión unas cuantas cajas de cerillas de azufre y una botella de sales Epsom (para hacer que el agua hierva mágicamente al pasar la mano por encima) por algunos ornamentos de oro puro mexicano que un indio había conseguido comerciando. Pero eso era distinto.
Mart siempre había oído que los comancheros eran una raza pervertida, escurridiza y cobarde, que vivían como alimañas rodeados de indescriptible porquería. Esta era la gente que ahora parecía ofrecer la única esperanza de encontrar a Debbie. Los grandes jefes guerreros de los comanches de los Staked Plains, como Oso Toro, Caballo Salvaje, Pato Negro, Mano Temblorosa, y el joven Quanah, jamás se aproximaban a las Agencias. Bien armados, siempre en guerra, golpeaban con fuerza y se esfumaban. Amos estaba seguro ahora de que estos salvajes tan sólo negociaban con los comancheros… y que Flor debía de estar con ellos.
En algún lugar debía de haber comancheros que conocieran bien a estos indios. En algún lugar debía de haber alguien que supiera dónde estaba Debbie. O, tal vez, no lo hubiera, pensaba Mart en ocasiones. Pero ellos son la mejor apuesta que tenemos de momento. La encontraremos ahora. O nunca.
Primero tenían que encontrar a los comancheros. ¿Encontrar comancheros? Primero tenían que encontrar a cualquier clase de ser humano. Y eso no era fácil en ese territorio desconocido. Una y otra vez seguían distintos rastros que deberían haberse unido para conducir a un mismo punto, pero que se desvanecían como ríos secos cubiertos de arena barrida por el viento. Sin embargo, tenía que haber personas en algún lugar, y al final empezaron a encontrarse con algunas. Pequeños grupos de apaches, divisados a gran distancia, fueron los primeros, pero enseguida se replegaron. Luego, por fin, encontraron un poblado.
Eran dos docenas de chozas de barro y cañizo llamadas jacales, alrededor de un lodazal y las ruinas de una misión, y su nombre era Esperanza. Allí vivían gentes felices, amigables y cantarinas que no poseían prácticamente nada. Tenían pequeños huertos de maíz, y unas cuantas ovejas, y entendían el lenguaje de signos. ¿Cómo lograban mantener a los apaches alejados de sus ovejas? Extendían las manos. No era posible. Pero los apaches nunca se llevaban todas las ovejas. Siempre dejaban algunas para la cría, para así tener algo más que robar al año siguiente. Así que todo iba bien, gracias a Dios. Y, por fin, escucharon guitarras, y alguien cantando en algún lugar a cualquier hora del día o de la noche. También algo de cálido pulque, que podía producir una sudorosa flojera seguida de dolor de cabeza. Sin embargo, no había ninguna señorita visible. Sólo un montón de mujeres rollizas similares a las squaw, con amplias sonrisas y sin zapatos.
Desde el momento en que encontraron el primer poblado, los otros fueron mucho más fáciles de encontrar… Nunca estaban exactamente donde les decían que estaban, ni a la distancia que les describían como «No lejos» o «¡Uf!» Pero les aportaban un punto de referencia, de forma que al final daban con ellos. Se dirigieron a pequeñas poblaciones llamadas Derecho, Una Vaca, Gallo, San Pascual, San Marco, Plata Negra y San Philipe. Algunas de estas poblaciones se agrupaban alrededor de ranchos fortificados, algunas en iglesias, otras simplemente junto a pozas naturales de agua. Los dos jinetes aprendieron el dialecto español más fácilmente de lo que habían esperado; el vocabulario que empleaban por esas tierras no era muy abundante. Y llegaron a apreciar a estas gentes que dormitaban bajo el sol, que siempre estaban cantando, y siempre bromeaban. Mostraban buenos modales y hospitalidad a manos llenas. No parecían lavarse mucho, aunque tal vez no fuera tan necesario en un ambiente tan seco. Los pueblos y las gentes desprendían una especie de amistoso olor de horneado al sol.
Mart reflexionó que se les veía mucho más felices de lo que los norteamericanos le parecieron jamás. Cuando se casaba, el hombre se construía un jacal de un solo cuarto, o quizás una vivienda de adobe, si había abundante barro. Aunque criase dos docenas de niños, jamás volvía a construir nuevas habitaciones junto a esa única estancia. Cuando el día iba haciéndose más caluroso, el señor de la casa solía estar de cuclillas y apoyado contra la pared exterior. Se iba moviendo durante todo el día alrededor de la vivienda, siguiendo la sombra cuando el día era caluroso, y al sol cuando el día era frío, y de esa forma tan apacible pasaban la vida, despreocupados. Mart podía envidiarles, pero no podía aprender nada de ellos. ¿Por qué un hombre no es capaz de someterse y acostumbrarse a la indolencia y la estulticia, cuando sabe que pueden ser un refugio contra las fatigas del trabajo y el sufrimiento?
Pero no encontraron comancheros. Habían esperado un florecimiento primaveral del comercio de pieles, pero la primavera dio paso al verano sin ningún indicio de que esto ocurriese. Obviamente, se encontraban en el lugar equivocado para ello. Y la verdadera reunión de comancheros no se produciría hasta el otoño, al final de la campaña de ataques veraniega… y, por lo tanto, no averiguaron nada. Los paisanos eran capaces de encerrarse en un caparazón de ignorancia que no rompía ni la astucia ni el soborno. Cuando un extranjero observaba que los ojos de estos paisanos se volvían plácidamente impenetrables, negros y con la superficie brillante, como la obsidiana, más le valía desistir.
Entonces, en Potrero, se encontraron con Lije Powers. Le recordaban como un viejo loco, pero ahora les pareció inmensamente más viejo y más loco que antes. Pero fue él quien les puso en el buen camino.
Lije les saludó con gritos de júbilo y exageradas sonrisas de placer, a la manera de los ancianos que han llevado vidas duras y solitarias. Les estrechó las manos con fuerza y abrió ampliamente los ojos y la boca emitiendo unas risotadas absurdas. Cuando terminó, sin embargo, pudieron observar que ya quedaba muy poco de su viejo compañero. Tenía los ojos y las mejillas hundidas, y su vieja ropa colgaba de un montón de huesos.
—Se te ve fatal —le dijo Amos.
—No he estado sintiéndome demasiado bien últimamente —admitió Lije—. He estado buscándoos, amigos. Tengo que hablar con vosotros.
—¿Averiguaste que llegamos aquí?
—Pues claro. Todo el mundo que he visto en estos últimos seis meses conoce todo sobre vosotros. Acercaos a la sombra.
Lije los llevó a una diminuta cantina que ni tan siquiera tenía un cartel que anunciase que se vendía whisky, sorprendentemente y para variar.
—He estado buscando a Debbie Edwards —les dijo.
—Nosotros también. Y no hemos dejado de hacerlo desde la última vez que te vimos.
—Ni yo tampoco —dijo Lije.
Se había vuelto abstemio y sorbía su whisky lentamente, con mucho cuidado. Cuando llegó el momento de volver a llenar los vasos, el suyo estaba todavía medio lleno, y no se lo tragó de golpe, como hacían los otros, sino simplemente dejó que le terminaran de llenar el vaso. No parecía demasiado interesado en saber lo que habían estado haciendo o dónde habían estado, ni siquiera si tenían alguna pista. Sólo quería relatarles extensamente, y con el máximo de detalles que pudiera hacerles soportar, la historia de su propia búsqueda. Farfullaba sin parar, mientras Mart se impacientaba al principio, para emborracharse después, y al final volver a sentirse sobrio. Pero Amos parecía querer escuchar.
—Supongo que te enteraste de la recompensa que ofrezco —dijo Amos.
—No quiero el dinero, Amos —dijo Lije.
—Vaya, has estado haciendo todo esto sólo porque eres de corazón bondadoso, ¿no es así?
—No… Te diré lo que quiero. Quiero un trabajo. No un buen trabajo, ni tampoco uno que implique mucho cabalgar. Cocinero de cuadrilla, o algo así, sin paga, por decir algo. Sólo un catre, un poco de comida y una silla junto a una estufa. Un lugar. Pero un lugar del que nunca puedan echarme. Ya va llegando la hora de que busque un agujero para morir, quiero que me dejen morir en ese catre. Que no me arrojen fuera por falta de espacio, o porque un hombre moribundo no puede aportar mucho trabajo.
Ahí estaba… el final que un hombre de las praderas podía anhelar. Luchar para cumplir otro gran acto imposible al final… como tu única esperanza de asegurarte tan sólo un lugar donde echarte y morir. Mart esperaba oír que Amos le dijera a Lije que estaba invitado al catre en todo caso.
—De acuerdo, Lije —dijo Amos, pero luego añadió—: Si la encuentras.
Lije le miró complacido; no había esperado nada más, tampoco había estado muy seguro de esta petición.
—Pues veamos; últimamente he estado hablando con esos comancheros —dijo.
—¿Hablando con ellos? —le interrumpió Amos.
—¿Qué hay de malo en ello? ¿No lo has estado haciendo tú?
—¡No he logrado ver ni a uno solo!
Lije le miró con expresión incrédula, y luego sorprendida, y finalmente con compasión.
—Hijo, hijo. Durante todo este tiempo que llevas en el Territorio, ¡no creo que hayas visto ninguna otra maldita cosa!
Y no es que estos peones tuvieran mucha idea de lo que se traían entre manos, admitió Lije. Eran contratados como conductores de caravanas, o porteadores, o arrieros, cuando les llegaba el trabajo. Probablemente tampoco quisieran dar los nombres de sus jefes a un extraño que no parecía conocerlos. Había que encontrar a los ricos… los hombres que cabalgaban largos trayectos hasta el corazón del Viejo México, demasiado lejos para poder recuperar nada de allí. Nombró una docena de estos ricos, y Amos le hizo repetir los nombres para asegurarse de que los recordaría todos.
—El viejo Jaime Rosas… ese es con el que yo hablaría si fuera vosotros —pronunció su nombre como «Jaimi Rousis»—. Juro que ese hombre sabe dónde está Corona Azul. Y la niña.
—¿Crees que está viva?
—Yo creo que él sí lo cree. Supongo que debe haberla visto. Es todo lo que le saqué. Luego me apartaron.
—¿Cómo que te apartaron? ¿Quién te apartó?
—Vosotros lo hicisteis… Le llegaron noticias a Jaime de que andabais por el Territorio. No quiso tener más tratos conmigo. Supongo que creyó que le iría mejor dejando que fuerais vosotros quienes le encontrarais. Directamente.
Encontrar a Jaime Rosas. Era todo lo que tenían que hacer, y no debería ser demasiado difícil si el comanchero estaba dispuesto a colaborar. Estaba por algún lugar de esta frontera durante parte del año. O, al menos, la mayoría de los años. Encontradle, y esta búsqueda estará chupada. La única pista clara y directa que obtuvieron jamás, vino de parte de un viejo cazador de búfalos arruinado, tramposo y más loco que unas maracas.
Amos le dio a Lije cuarenta dólares, y Lije partió cabalgando en una dirección distinta a la que tomó Amos. Dijo que quería visitar a unos caddoes que, según había oído, traían whisky de contrabando. Siempre parecía tener la cabeza llena de caddoes.
Y Amos y Mart se fueron a buscar a Jaime Rosas.