La fiesta del granero era sólo un humilde baile de las familias ganaderas de la frontera que Mart conocía perfectamente. Sabía exactamente cómo transcurría cada hora de las vidas de estas gentes, y cualquier cosa que supieran hacer, él era capaz de hacerla mejor que la mayoría. Lo que le preocupaba era ver tal cantidad de ellos en un mismo lugar. Abarrotaron el nuevo y enorme granero en cuanto se presentaron todos. ¿De dónde salían estas docenas de muchachas de rostros lustrosos y de todos los tamaños y formas? Todo este enjambre de extraños produjo en Martin la incómoda sensación de que el territorio se había llenado totalmente mientras ellos habían estado fuera, dejándole a él sin lugar allí.
Mart tenía asignada la tarea de conducir los mulos con la carga hasta allí, porque Amos quería partir directamente desde el rancho de los Harper sin tener que regresar. Por lo tanto, después de vestirse, Mart no pudo ver a nadie de la familia Mathison hasta que aparecieron en la fiesta. Aaron Mathison iba con atuendo patriarcal de cuello alto y traje negro, y a través del chaleco colgaba la enorme cadena de oro del reloj, indispensable para cualquier hombre de importancia; y la señora Mathison era su perfecta acompañante, con un vestido negro de cuello alto tan almidonado que crujía hasta con el más leve movimiento de sus ojos. Se unieron a una fila formada por las familias más antiguas de la región, una especie de cortaviento de respetabilidad que flanqueaba la pared y que desprendía un halo de conocimientos librescos misteriosamente heredados y tratos con lejanas entidades bancarias.
Pero fue Laurie quien dejó a Mart sin aliento, y cuya visión le pilló totalmente desprevenido. La joven se había hecho su propio vestido, confeccionado con una humilde tela almidonada a cuadros, pero llevaba falda larga ceñida por la cintura y le dejaba los hombros al aire, que en esos momentos no estaban protegidos contra el frío con un chal. Le habría ido mejor a Mart si la hubiera visto con ese atuendo antes, cuando aún estaban en la casa, pues habría tenido tiempo de acostumbrarse. Nunca antes había visto sus hombros desnudos, ni había reparado en lo blancos que debían lucir al natural, y ahora le costaba mantener los ojos apartados de ellos. Un brillo malicioso atravesó los ojos de la joven cuando le sorprendió mirándola.
—¡De verdad, Mart… te comportas como si vinieras de un lugar tan escondido tras las montañas que el sol allí nunca brilla!
—Escucha bien —dijo él, considerando que ya era hora de bajarle los humos—. Cuando cabalgué contigo por primera vez eras así de alta, y redonda como una calabaza. Y por aquel entonces llevabas calzones hechos con sacos de harina. Lo sé porque vi cómo un ternero te coceó y te hizo caer de cabeza sobre un montón de heno salvaje, y justo en el trasero se leía «Molinos Steamboat».
Laurie soltó una risita.
—¿Y cómo sabes que no los sigo llevando ahora? —le preguntó. Pero sus ojos recorrían la multitud en busca de otra persona.
Mart se alejó para reunir fuerzas y abordarla de nuevo; pero, más tarde, cuando intentó acercarse a Laurie, ella estaba ya rodeada. El lugar estaba abarrotado de hordas de gallitos de corral pelmas que Mart no había visto antes, y Laurie los tenía a todos ellos comiendo de su mano. Algunos llevaban ropa que parecía proceder de una tienda de alquiler de trajes, normalmente con las mangas demasiado largas o a punto de reventar por alguna costura. Pero la mayoría habían acudido con sus trajes de faena, como Mart, con pañuelos limpios en el cuello y camisas lavadas para la celebración. Pensó que la mayoría de ellos eran vaqueros comunes. Pero creyó detectar tras sus ojos cierto conocimiento, como si todos ellos supiesen algo que él ignoraba. Quizás ellos sí sabían lo que estaban haciendo allí… que era más de lo que él mismo sabía. Tobe y Abner conocían a todos y se mezclaban con todos, dejando a Mart solo. Brad había sido su mejor amigo, pero sus hermanos pequeños parecían de una generación totalmente distinta; él ya no tenía nada que ver con ellos.
Algunos de los jóvenes se escabullían en un desfile constante a la parte trasera, junto a las hileras de caballos, y Mart se dio cuenta de que estaban trajinando con jarras de alcohol. Él mismo había bebido muy pocas bebidas alcohólicas en su vida, pero este parecía un buen momento para hacerlo. Siguió a un grupo que hablaba con sorna de «echar un vistazo a las mantas sobre los animales», pero Amos le cortó el paso en la puerta.
—Eh. No en esta ocasión.
Amos no había tomado ni una sola gota, lo cual era extraño teniendo en cuenta el lugar y el momento. Mart sabía que, en cuanto comenzaba a beber, Amos era capaz de beberse un barril entero mientras sus compañeros gritaban doloridos.
—¿Qué es lo que ocurre ahora?
—Tengo una razón especial.
—¿Es que va a pasar algo?
—Todavía no lo sé. Estoy esperando algo.
Eso es todo lo que dijo. Mart se alejó y se cobijó en una esquina junto al viejo Mose Harper, que le preguntó sobre los indios «de hoy en día», y que escuchaba respetuosamente sus respuestas… o, al menos, las primeras palabras de estas. Mose se apropió de la conversación en menos de un minuto, y comenzó a relatar cómo eran las cosas antes, con todo lujo de detalles. Mart dejó que sus ojos vagaran por encima de la cabeza de Mose para seguir a Laurie, arrebolada y dando vueltas alegremente por toda la estancia. Los pasos del baile campero consistían en que los bailarines cambiaran continuamente de pareja, y Laurie tenía siempre algunas rápidas palabras para cada nueva pareja que le tocaba, haciéndoles reír, normalmente, antes de que volvieran a separarse de ella. Mart se maravillaba de que siempre se le ocurriese algo que decir.
—En mis tiempos —decía Mose a Mart—, cuando los tonkawas mataban a un enemigo, se comían el corazón y el hígado. O bien crudo o bien cocinado… les daba igual. Lo que querían era su medicina. Pero jamás se comían los órganos vitales de un hombre blanco; temían que nuestra medicina no se mezclase bien con la de ellos, aparentemente, aunque sentían gran respeto por nuestras armas…
Mart tenía esperanzas de que Laurie se acercara e intentara sacarlo a bailar, para acto seguido negarse a hacerlo. Mientras fingía estar escuchando a Mose, pensaba en lo que iba a decirle para rechazarla.
—En estos tiempos —explicó Mose— suelen comerse todo el cadáver, como alimento. Ya no es un ritual, sino más bien una ración de carne. Pero siguen sin comerse a los hombres blancos. No forma parte de su tradición.
Laurie no se acercó a buscar a Mart. Le lanzó un mohín en una ocasión cuando le tocó girar cerca de él, y eso fue todo. Mart pronto se cansó de esperar sin que nadie le insistiera en hacer algo distinto. Se unió al baile, escogiendo a las jóvenes que le llamaban más la atención, sin tener en cuenta a quién pertenecían. Perversamente, esperaba acabar involucrado en la típica pelea en que derivaban estas situaciones, pero no se produjo ninguna.
Al principio había tenido miedo del propio baile, pero en realidad no era difícil. Estas gentes no celebraban las suficientes fiestas como para aprenderse bailes demasiado complicados. Sólo eran vueltas y cosas por el estilo. Pasito para delante, pasito para atrás, giro de la dama, y caída hacia atrás. Tú le das una vuelta a mi dama, yo le doy una vuelta a la tuya, te devuelvo a la tuya, y todo el mundo gira. En estas fiestas familiares, allí en los frágiles confines de la civilización, ni siquiera hacían girar a las muchachas agarrándolas por la cintura… se consideraba una práctica depravada que principalmente se veía en las tabernas. El hombre sujetaba a su dama por los brazos y daban una especie de saltitos uno alrededor de la otra como buenamente podían. Coincidió en el baile con Laurie tan sólo una vez cada dos horas, pero había muchas más jóvenes. Los violines y los banjos retumbaban a un ritmo que sacudía el granero, y el tiempo pasó rápido, retozando y zapateando.
En todo momento Amos permaneció quieto, apartado en un segundo plano y encerrado en sí mismo. En ocasiones, algunos hombres que le conocían se acercaban para estrecharle la mano y le saludaban con una cordialidad que Amos no les devolvía. Estos hombres le formulaban las preguntas que se esperaba de ellos, pero las respuestas que obtenían eran todo lo concisas que la cortesía permitía, y no les informaban de nada. Así pues, no prosperaba ninguna conversación. Amos permaneció apartado, ni solo ni acompañado. De poco servía especular sobre lo que podría estar esperando. Así que finalmente Mart se olvidó de él.
No fue hasta bastante después de la medianoche, aunque nadie pareció percatarse a excepción de los viejos que cabeceaban junto a la pared, cuando aparecieron los Rangers. Eran tres e intentaron que su entrada pasara lo más inadvertida posible. No vestían uniformes —los Rangers no tenían ninguno— y llevaban sus placas escondidas en los bolsillos. Nadie se puso nervioso, ni tampoco se armó alboroto por su presencia. Los Rangers eran algo bueno, y se pensaba que debería haber más de ellos. En ocasiones una compañía de Rangers se hacía desesperadamente necesaria. Pero en estos momentos no necesitaban ninguna. Mientras no se previera un inminente atraco o un asesinato sangriento, los Rangers eran considerados como gente común. Y eso era todo.
Eso y algo más: todo el mundo supo de inmediato que estaban allí. En menos de un minuto, personas que jamás habían visto antes a estos tres hombres supieron que los Rangers habían llegado, y quiénes eran. Mart Pauley oyó hablar de ellos a una joven con la que dio tan sólo una vuelta, y pidió a la siguiente joven que le señalara de qué hombres se trataba.
—¿Quién? ¿Él?
El Ranger más joven era Charlie MacCorry.
—Se alistó el año pasado.
Cuando acabó la canción, Mart intentó decidir si debía ir a saludar a Charlie MacCorry o dejarlo estar. Nunca le había gustado mucho. Demasiado fanfarrón, demasiado arrogante y demasiado bocazas. Pero entonces Mart vio algo más. Amos y uno de los Rangers más viejos se acercaron en cuanto se vieron. Se retiraron a un rincón; hablaban en voz baja y se escuchaban atentamente, separados de todos los demás. Lo que Amos había estado esperando ya estaba allí. Mart se acercó a ellos.
—Este es Sol Clinton —informó Amos a Mart—. Teniente de los Rangers. Cabalgué junto a él en una ocasión. Pero fue hace mucho tiempo. No sé si él aún se acuerda.
Sol Clinton miró a Mart de arriba abajo sin mover una pestaña, ni tampoco hizo amago de ofrecerle la mano. Este Ranger parecía tener unos cuarenta años, pero estaba tan castigado por el clima que quizás pareciera mayor de lo que realmente era. Tenía un espeso bigote rubio y profundas arrugas que le marcaban una sonrisa que parecía tallada en su rostro, porque, sin duda, no estaba sonriendo en ese momento.
—Soy el chico que encontraron y criaron los Edwards —explicó Mart—, y me llamo…
—Sé todo sobre ti —dijo Sol Clinton. Posó su mirada en Mart con una especie de exhausta franqueza—. Pareces un animal de pura raza —concluyó.
—Y tú —respondió Mart— pareces alguien que no tiene ni idea de lo que está hablando.
—Ya basta —le espetó Amos.
—Está lleno de veneno de serpientes —Mart se mantuvo firme—. Puedo olerlo desde aquí.
—Pues claro que sí —admitió el Ranger cordialmente—. He tomado un copazo o dos. Esto es un baile, ¿no es así? No se puede tomar carrerilla y bailar con la sangre fría.
—Cuida tus modales —advirtió Amos a Mart.
—No pasa nada —dijo Sol—. ¿Conoces a un comerciante que se hace llamar Jerem Futterman de Salt Fork de los Brazos?
Mart miró a Amos, y Amos respondió por él.
—Le conoce, y sabe que está muerto.
—Podrías dejar que contestase por sí mismo, Amos.
—Sol estaba comentando que vayamos a Austin con él —continuó Amos impasible— para hablar del asunto.
Mart contestó bruscamente:
—No tenemos tiempo para…
—Ya se lo he explicado —dijo Amos—. Métete esto en tu maldita cabeza: ¡Esta es una invitación a una fiesta de sogas! Y ahora, deja de interrumpir.
—No es tan grave —dijo Clinton—. Al menos, no todavía, o eso esperamos. Tampoco hay demasiada prisa en este preciso momento. El mejor de nuestros testigos se ha escapado, tenemos que atraparle antes de poder presentar ningún cargo. Lo más probable, amigos, es que lo único que necesitemos de vosotros sea una buena y larga declaración. Para que se vea que nos ocupamos del caso, ya sabes —bajó la voz hasta un cansado murmullo—, que se vea que no nos quedamos de brazos cruzados. Necesitamos un aumento de sueldo… y mucho.
—Os garantizo que Mart Pauley regresará para responder —dijo Amos—, lo mismo que yo.
—Supongo que la misma fianza puede extenderse para cubriros a ambos —dijo Sol Clinton—. Escribiré unas cuantas líneas para que me las firmes.
—Es maravilloso ser un ex Ranger —afirmó Amos—. Es la manera de que todo el mundo se fíe de ti… eso hace que un hombre se sienta orgulloso.
—Especialmente, si además eres un hombre con bienes —admitió Clinton con ese mismo talante cordial—. Amos ha avalado la fianza con mil cabezas de ganado —explicó a Mart—, eso quiere decir que tú y él vendréis a Austin en cuanto finalicéis vuestro próximo viaje.
—Aaron Mathison me contó algo sobre este asunto —dijo Amos—. Al principio no pude creer lo que me estaba contando. Supongo que ahora tengo que creerlo.
—Entonces lo saben todo. Lo han sabido todo el tiempo…
—Me quedé para asegurarme. No tenemos nada más que hacer aquí. Di a los Mathison que nos vamos.
—Quedaos un poco más —sugirió Sol Clinton—. Pasadlo bien si os apetece.
—No, gracias —respondió Martin Pauley, mientras se giraba para marcharse.
Buscó a Laurie en primer lugar. No la vio bailando, ni en ningún lugar dentro del granero. Salió hacia la barbacoa, donde algunos todavía estaban picoteando de los restos del buey, pero ella no estaba allí. Se acercó a la hilera de caballos, donde los animales ensillados estaban atados a lo largo de una cuerda de treinta metros. Mart sabía que algunas mujeres se habían trasladado a la casa de Mose Harper; y es que un montón de niños pequeños ya estaban acostados allí. Había decidido ir a casa de Mose, cuando la encontró inesperadamente.
Había una pareja entre las sombras de un comedero cubierto. El hombre era Charlie MacCorry y la joven que tenía en sus brazos era Laurie Mathison, como Mart por alguna razón supo sin necesidad de mirarla.
Martin Pauley se limitó a quedarse allí, mirándolos, con la cabeza ligeramente inclinada, como un becerro atontado y medio noqueado. Se quedó así todo el tiempo que ellos permanecieron allí. Finalmente, MacCorry dejó que la chica se fuera, lentamente, y se giró.
—¿Y tú qué demonios quieres?
Mart sintió que se le aflojaban los músculos del estómago, y luego sintió un nudo; y comenzó a reírse, estúpidamente, apoyado sobre el comedero. Jamás supo de qué se reía.
Charlie explotó.
—¡Eh, tú, escucha!
Agarró a Mart por las solapas de la chaqueta, lo enderezó y le abofeteó con tal fuerza que bien hubiera podido romperle el cuello. Mart lanzó el puño instintivamente y Charlie MacCorry quedó tumbado de espaldas en una décima de segundo.
Se levantó de un salto y se abalanzó hacia él. Estuvieron peleando un buen rato. No existía el boxeo profesional por aquellas tierras; había muchas peleas, pero todas improvisadas. Estos hombres eran correosos y duros, pero sus peleas a puños se llevaban a cabo de modo instintivo, sin la habilidad que mostraban con otras armas. Mart Pauley nunca esquivaba, ni bloqueaba, ni cedía terreno; entraba directo, muy rápido al principio, más lento después, avanzando pesadamente y siguiendo al oponente. Lanzaba el puño como un trabajador del campo, mamporros, una mano y luego la otra, impulsándose con la espalda. Charlie MacCorry luchaba erecto, saltando en círculos y esquivando, sopesando sus opciones. Lanzaba golpes a distancia, principalmente a la cara. Poco a poco y durante un rato, estuvo golpeando la cabeza de Mart.
No supieron cuándo los abandonó Laurie. Un estrecho círculo de hombres se agolpó a su alrededor, gritando consejos, rugiendo cuando alguno de los luchadores se quedaba noqueado. Amos Edwards estaba allí, y los dos compañeros Rangers de MacCorry. Los tres se quedaron en el círculo interior mirando, consternados pero impasibles; eran los únicos de aquella multitud que permanecían en silencio. Ninguno de los luchadores advirtió su presencia, ni escuchaba los gritos. En un momento dado Mart recibió un puñetazo en un lado del rostro con la boca abierta, y el interior de la mejilla se desgajó contra sus propios dientes. La luz del día reveló más tarde manchones de color rojo brillante sobre un área sorprendentemente grande, como si hubiera descuartizado a un lechón. Mart seguía abalanzándose, con un ojo cerrado por la hinchazón, y el otro a punto de cerrarse, cuando, de repente, todo acabó.
El golpe final no fue distinto a otros cientos de golpes, a excepción del azar. Mart no tenía ni idea de qué puño había lanzado, ni mucho menos cómo lo hizo. Charlie MacCorry cayó sin previo aviso, como si le hubieran cortado todos los hilos de golpe. Se derrumbó hacia delante, sobre el rostro, y tenía todos los músculos inertes cuando le dieron la vuelta. Durante un par de segundos Mart se quedó mirándole con una estúpida expresión de sorpresa, preguntándose qué había ocurrido.
Se giró y encontró a Sol Clinton frente a él. Escupió sangre y dijo:
—¿Tú eres el siguiente?
El Ranger le miró fijamente.
—¿Quién? ¿Yo? ¿Para qué? —tras lo cual, se apartó.
Un amanecer tan sombrío como el despertar de un borracho formaba ya una línea gris sobre el este. Mart se dirigió a sus mulas después de pasar una vez sin verlas y teniendo que volver sobre sus pasos. Un montón de manos le ayudaron y le relevaron de la tarea de alimentar a los animales, así que él se tomó su tiempo para quitarse el pañuelo del cuello e introducirlo en la parte interior de la mejilla. El sudor que empapaba el pañuelo hizo que el gran corte del interior de la mejilla le escociera, pero la boca dejó de llenarse de sangre.
Charlie MacCorry se acercó a él.
—¿Estás bien?
Tenía una brecha brillante en la nariz, donde se había golpeado al caer sobre el suelo helado.
—Estoy listo para continuar si tú lo estás.
—Bueno… de acuerdo… si tú lo dices. Pero sólo dime una cosa, ¿de qué te estabas riendo?
—Charlie, que me aspen si lo sé.
Tras observarle detenidamente, Charlie dijo:
—¿No lo sabes?
—Ni tan siquiera recuerdo exactamente por lo que estábamos peleando.
—Pensé que quizás tú creíste que te había robado a tu chica.
—Yo no tengo chica. Nunca la he tenido.
Charlie se arrimó un poco más, pero tenía las manos en los bolsillos. Miró el suelo y luego el frío rayo de luz al este, antes de volver a mirar a Mart.
—Sería un idiota si no creyera en tu palabra —decidió. Charlie le ofreció la mano para retirarla de inmediato, pues se había inflamado el doble de su tamaño alrededor de los huesos rotos. Le ofreció la mano izquierda—. Maldita sea, tienes una cabeza bien dura.
—Necesito una, para la lentitud con la que me muevo.
Estrechó la mano izquierda de Charlie lo más levemente que pudo, y retiró rápidamente la mano.
—No te mueves lento —dijo Charlie—. Nos vemos en Austin.
Y se alejó. Amos se acercó entonces.
—Los animales están listos.
—Bien.
Mart ajustó la cincha de su montura y partieron. Ninguno de los dos tenía nada que decir. Cuando salió el sol, Amos se puso a cantar en voz baja. Era una vieja canción de la Guerra Mexicana, aunque apenas reconocible según la cantaba Amos. Muchos vaqueros habían reemplazado las palabras y las notas de la melodía olvidadas con cualquier cosa que se les pasase por la cabeza antes de que la canción le llegara a Amos.
Verdes crecen los juncos, oh,
verdes crecen los juncos, oh,
lo único que siempre he querido saber
es dónde está la muchacha que atrás dejé…
Bueno, la habían cantado antes al menos mil veces hombres que no habían dejado nada atrás, porque no tenían nada que dejar.