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Mart se levantó bastante antes de que amaneciera. Algún reloj interno le despertaba siempre pronto últimamente. En verano, al despertar, los primeros rayos del sol estaban ya luciendo, pero en los días cortos se despertaba en la oscuridad exactamente a las cuatro y media. Encendió el fuego en el fogón del barracón y preparó café. Luego salió y se dirigió al establo abierto en el que habían dejado a los caballos y mulos que Amos había escogido para el siguiente tramo de su viaje perpetuo.

Alimentó a los animales con grano y luego regresó al barracón. Retiró el café del fuego y observó a Amos para ver si se había despertado. Como seguía dormido, volvió a salir al establo. Ahora llevaban tres mulos para cargar las mercancías con las que iban a comerciar, y un caballo ensillado de repuesto, en caso de que alguno de los otros se lesionase si tuvieran que salir corriendo. Mart eligió un pequeño y robusto caballo bayo, con franjas de cebra en las cañas y otra franja que le recorría la grupa. Sometió, ensilló y embridó el caballo con su abrigo de piel de oso puesto; todos los caballos se enfurecían al oler el abrigo y debía tranquilizarlos de nuevo cada día durante un rato hasta que volvían a acostumbrarse al abrigo.

Se quitó la piel de oso para ensillar el enorme y pesado caballo semental que suponía que Amos cabalgaría. Era en apariencia un animal noble y fácil de embridar, pero Mart sufrió tal sacudida que la nariz comenzó a sangrarle ligeramente. Finalmente colocó los fardos sobre los mulos y los dejó en pie encorvados bajo la carga. Para entonces el gris y frío amanecer ya se extendía por la pradera, pero el vapor blanco procedente de los pulmones de los animales era todavía el único indicio de vida de todo el lugar.

Amos estaba sentado al borde de su litera con su desgastada ropa interior, mirando el mundo a través de sus enrojecidos párpados y rascándose.

—Bueno —dijo Mart—, los animales ya están ensillados.

—¿Eh?

—Digo que ya he desatado a los ponis y embridado a las mulas.

—¿Y para qué has hecho eso?

—Porque ya ha amanecido, supongo… ¿Por qué demonios piensas que lo he hecho? No veo salir humo de la cocina. ¿Quieres que prepare algo de comer?

—Vamos a quedarnos a ayudar —dijo Amos—. Tenemos que ir al levantamiento del tejado.

—Pensé que habías dicho que teníamos que salir pitando. Jesús, ¿te importaría decidirte de una vez?

—Acabo de hacerlo. Por Dios, ¿te importaría limpiarte un poco los oídos?

—Oh, demonios —dijo Mart, y a continuación salió del barracón para desensillar las monturas.