22

Un ataque de timidez asaltó a Martin Pauley a medida que se acercaban al rancho de los Mathison. Ahora era un hombre de las llanuras, un buen cazador y un explorador indio de primera clase. Pero la silla en la que vivía no le había pulido en absoluto, a excepción de las posaderas de sus pantalones de cuero.

—Intenté que te quedaras —le recordó Amos—. Ahora somos un par de salvajes de pelo enmarañado y traseros escocidos de tanto cabalgar. Tú tienes acento de caddo contrabandista de whisky. Lo sabes, ¿verdad?

Mart dijo que lo sabía.

—Nuestra gente nunca fue de mucho relumbre —dijo Amos—. Simple sal de la tierra, eso sí, de la mejor de cualquier parte. Pero sin conocimientos librescos, como los que inculcan a los Mathison. Para nosotros la gramática[4] no es nada más que la mujer del abuelo.

Mart recordó las veces que Laurie le había corregido al hablar, y sabía que ya no encajaba con gentes civilizadas. Ni tan siquiera como antes, cuando no hacía más que fracasar al intentarlo. Pero casi sin darse cuenta fue conducido al interior de la cocina de los Mathison.

Laurie corrió hacia él y le cogió de las manos.

—¿Dónde demonios has estado?

—Hemos estado en el norte —le respondió sin captar la ironía—. Echando un vistazo entre los kiowas.

—¿Y por qué allá arriba?

—Bueno… —contestó Mart vacilante—, la pequeña podría haber estado allí.

—Martie —replicó Laurie con tono perplejo—, ¿eres consciente del tiempo que has pasado buscando? Este es el tercer invierno que pasáis fuera.

Mart no había pensado en este periodo en términos de años. Se había ido alargando paso a paso… y siempre tenían un lugar más donde buscar, lo cual les llevaba unas cuantas semanas más de tiempo. Realizó un complicado cálculo y concluyó que Laurie debía de tener ya veintiún años. Eso explicaría por qué lucía tan radiante; probablemente fuera ahora cuando más bella estaría en toda su vida. Estaba en la edad en la que la mayoría de las jóvenes florecen, si es que florecen alguna vez; las mexicanas y las indias florecían antes. Al mirar a sus madres o a sus hermanas mayores, uno se acordaba de lo que se sabía con toda seguridad: todo ese radiante brillo pronto volvería a desvanecerse. Aunque nunca podía uno llegar a creérselo del todo.

Laurie le obligó a seguirla de un lado a otro, oyéndole relatar hechos y cifras sobre los kiowas mientras ayudaba a su madre a preparar la cena. Mart no creía que a Laurie le importaran un pimiento los kiowas, pero se alegró de tener la ocasión de contemplarla.

Le explicó que había un indio llamado Cicatriz. Por lo visto, llevaba realmente una cicatriz en la cara. Les habían informado en muchas ocasiones de que Cicatriz se había llevado cautiva a la pequeña niña blanca. Le explicó cómo los indios describían la cicatriz, marcando con un dedo una extensa curva desde la raíz del pelo hasta la mandíbula. Un individuo fácil de reconocer. El único problema era que no podían dar con él. Ni tan siquiera lograron encontrar a alguien de fiar —ningún comerciante, ni soldado, ni forajido— que se hubiera encontrado con un indio con semejante cicatriz. Entonces a Mart se le ocurrió que el signo para describir la cicatriz era muy similar al que empleaban los indios de las llanuras para referirse a las ovejas. Los kiowas tenían una sociedad de guerreros llamados las Ovejas, y comenzó a preguntarse si todos aquellos rumores apuntaban a que era la Sociedad de Ovejas kiowa la que retenía a Debbie. Así que fueron a comprobarlo…

—Una total pérdida de tiempo, y a nadie a quien culpar excepto a mí mismo. Fue a yo a quien se le ocurrió.

—Fue a mí —le corrigió ella.

—¿A ti? —balbuceó él, y entonces lo pilló—. No, quiero decir… la culpa fue mía.

—Va a haber fiesta en un granero —le informó—. Mose Harper construyó un granero.

—¿A su edad?

—El Estado de Texas se lo pagó; van a establecer un puesto de Rangers en parte del edificio, y almacenar sus provisiones allí el año que viene… o el siguiente, cuando tengan tiempo. Pero la fiesta se celebra ya. ¡Me apuesto lo que sea a que ya lo sabías!

—No, no lo sabía.

—Seguro que ya lo sabías. Esa es la única razón de que regresaras a casa.

Mart reflexionó sobre estas palabras y pensó en darle alguna respuesta realmente ingeniosa más tarde; en cuanto se le ocurriera alguna.

Tras la cena, Aaron Mathison y Amos Edwards sacaron los libros del ganado y las cuentas, como en la visita anterior. La cabeza de Aaron estaba exageradamente inclinada, con los ojos pegados a las páginas, lo cual le confirmó a Mart que el anciano había perdido visión y que la tenía bastante peor que en la anterior ocasión.

Y en ese momento Mart cometió su siguiente error, cubriendo así su cupo diario. Sin ser invitado, se acomodó en el asiento situado junto al fogón, el mismo en el que se sentó con Laurie antes, y allí, mientras Laurie terminaba de recoger las cosas de la cena, se quedó esperando que ella se acercara y se sentara junto a él. Creía que todo el tiempo que había pasado fuera se esfumaría en un instante en cuanto los dos volvieran a estar allí sentados.

Pero ella no se acercó ni se sentó. Anunció que debía irse a dormir para estar guapa al día siguiente. Está lejos y probablemente no se dormirá en toda la noche, teniendo en cuenta el largo camino de regreso a casa.

—Harper está sólo a diez kilómetros —dijo Mart—. Apenas a un buen escupitajo de aquí.

—No seas bruto —le recriminó la joven. Deseó buenas noches, de forma respetuosa a Amos y más informalmente a Mart, y desapareció por el dog-trot hacia aquel desconocido mundo en la otra parte de la casa y en el cual él nunca había entrado.

Mart se trasladó al otro extremo de la habitación, con la intención de unirse a Amos y Aaron Mathison. Pero Amos le espetó un «nasnoches». Y Mathison, con expresión seria, se puso en pie para estrecharle la mano.

—Se me ocurre… —dijo entonces Mart— que llevo mucho tiempo alejado de aquí.

—Y si nos quedásemos para la maldita fiesta del granero —dijo Amos— pasaríamos demasiado tiempo alejados del camino.

Amos estaba seguro de saber adónde debía dirigirse ahora. Todo ese enorme montón de sinsentidos indios estaba comenzando a adoptar una forma clara en su mente. Podía contrastar los cientos de mentiras y medias verdades que habían logrado reunir hasta el momento y obtener alguna respuesta cierta de todas ellas.

—Sois unos cabezotas —dijo Aaron Mathison—, vosotros dos.

Mart intentó compartir la llama de convencimiento total de Amos, pero no pudo.

—En algún lugar hay que vivir —dijo, y se puso el abrigo, porque en esta ocasión iban a dormir en el barracón. El abrigo era largo y de piel de oso, con una abertura alta por detrás para la silla de montar; era lo suficientemente largo para mantener caliente a su montura, y olía a puerco—. La pradera es lo único que conozco ahora, supongo.

Salió a la intemperie y, atravesando la fría oscuridad, se dirigió a su lecho.