21

En la primera expedición se habían visto obligados a regresar al hogar en invierno por falta de monturas, y de todo lo demás. Pero después de la «Batalla» de los Caballos Muertos regresaron porque todas las pistas se habían estancado y esfumado en el territorio donde se encontraban. Si no hubiera sido así, probablemente se habrían quedado para continuar la búsqueda. Habían permanecido en las tierras salvajes durante tanto tiempo que no necesitaban nada que no fueran capaces de obtener de aquellas tierras, ni siquiera dinero. Jamás se les ocurrió pensar que su búsqueda se estuviera convirtiendo en una enorme y extraordinaria gesta de resistencia; una epopeya de esperanza sin fe, de fortaleza sin recompensa, de tozudez más allá de los límites de la cordura. Simplemente siguieron buscando, dando el siguiente paso, porque siempre hubo un lugar más donde buscar, una leve esperanza que seguir.

Ahora, además, tenían otro plan. Se reveló ante ellos en el botín que los agentes del coronel Hannon habían incautado de entre los restos del masacrado poblado de Corona de Plumas Azul. Estaba más que claro cuando se reflexionaba sobre ello, aunque les había llevado semanas llegar a esa conclusión. Amos, al menos, pensaba que en esta ocasión no podían fallar. En esta ocasión darían con Debbie… si es que seguía viva.

Su nuevo plan los llevaría muy lejos hacia el suroeste, a un territorio que estaba a cientos de kilómetros de cualquier lugar donde antes hubieran buscado. Y ya que tenían que bajar hacia el sur, pensaron, el hogar no les pillaba demasiado lejos de su camino. ¿Hogar? ¿Qué era eso? Bueno, era el lugar en el que solían vivir; donde los Mathison todavía vivían —por las noticias que les habían ido llegando— y vigilaban el ganado que ahora pertenecía a Debbie. Mart siempre consideraría ese trozo de tierra como su hogar, aunque ya nada de allí le pertenecía, ni nadie le esperaba.

Mientras cabalgaban, algo triste y sombrío comenzó a llamar la atención de los buscadores. Cuando llegaron al territorio donde había estado la franja más occidental de ranchos, descubrieron que aquellos ranchos ya no existían. Tan sólo quedaba erguida una fantasmal chimenea, solitaria en la interminable pradera, donde en el pasado había existido un acogedor y hospitalario emplazamiento que hervía con el bullicio de sus habitantes. Entonces recordaban la última vez que habían pasado por aquel lugar, y las cosas que habían comido allí, y las pequeñas bromas que la gente había hecho. Si se rebuscaba entre la maleza que lo cubría todo, con frecuencia se encontraban tumbas. Las personas recordadas aún seguían allí, bajo la tierra yerma.

Pero la mayoría de las veces debían orientarse por medio de marcas en el terreno para localizar hogares que habían existido antes. Por lo general, la montura tropezaba con unos viejos cimientos, o algo similar, antes de que distinguieran la superficie llana donde la casa se había levantado. En ocasiones también encontraban tumbas, pero por lo general la gente simplemente derribaba sus viviendas y se llevaban los troncos de madera, huyendo de un territorio que la Política de Paz había permitido que se convirtiera en un lugar demasiado peligroso para vivir, sobre todo durante la guerra. Se tenía la impresión de que Texas había dejado atrás sus años gloriosos de expansión y que volvía a menguar mientras se diluían sus fronteras. Parecía haber llegado el ocaso de las altas aspiraciones de la República de la Estrella Solitaria, a la que la Unión tan sólo le había ocasionado guerra, una devastadora pérdida de vidas, y el tal vez inevitable abandono de unas gentes derrotadas.

La mañana del último día, cuando quedaban menos de treinta kilómetros para llegar al rancho de los Mathison, se toparon con otra chimenea desmoronada y solitaria junto a un pequeño arroyo. Los ojos de Mart se posaron en ella reflexivamente, observándola tras los árboles a unos quinientos metros sin reconocerla. Estaba pensando lo terrible que sería si llegasen al rancho de los Mathison y encontraran sólo una chimenea donde antes había habido un hogar y personas queridas. Vio que Amos le miraba de forma extraña, y entonces supo lo que estaba mirando. Le sorprendió no haberse dado cuenta antes, aunque no habían estado allí desde hacía mucho tiempo. La chimenea marcaba el lugar donde antes se había erguido el antiguo hogar de los Pauley; el lugar donde él había nacido. Allí mismo, las personas que le habían traído a este mundo le habían querido, y le habían cuidado; allí habían alimentado sus esperanzas, y allí habían muerto. ¡Con qué rapidez desaparecían los muertos de las mentes de los vivos cuando ni él mismo había logrado reconocer aquel lugar! Hizo girar a su caballo y cabalgó hasta allí, mientras Amos le seguía sin preguntar.

No recordaba nada de aquel hogar, ni la más vaga imagen de los rostros de su familia. Allí le habían recogido, y cuando cumplió ocho años de edad le explicaron todo lo sucedido, pero nadie había querido contarle nada más. Y ahora, a excepción de la chimenea, no había sido capaz de localizar el lugar en absoluto. La nieve había desaparecido, pero la tierra estaba helada y dura, de manera que los tacones de sus botas repiquetearon con un sonido metálico cuando desmontaron para echar un vistazo. El pequeño arroyo corría todo el año y llevaba tal corriente al pasar por aquel lugar que jamás se helaba; de manera que el agua parecía hablar eternamente a los muertos. Al arroyo lo llamaban Beanblossom; Mart sí sabía eso, pero poco más.

Amos detectó su desconcierto.

—Tu viej… tu padre condujo caravanas en la Ruta de Santa Fe en un par de ocasiones —dijo— antes de establecerse. Si alguno de aquellos comerciantes de Santa Fe moría, los demás lo enterraban un poco más adelante en la misma ruta, de manera que todos los malditos bueyes de la caravana pisoteaban sus tumbas. No querían que los indios averiguasen las bajas que sufrían, ni que los desenterrasen. Por eso tu padre estaba en contra de marcar las tumbas con cruces. Al menos, en este territorio. Sabiendo eso, y tras ciertas discusiones, jamás colocamos ninguna.

Mart creía que sabría dónde estaban las tumbas. Cuando se las mostraron eran totalmente visibles, pero ahora no había ningún montículo ni depresión en el terreno que le indicase dónde estaban. La maleza había avanzado y, bajo los arbustos, el viento y la lluvia de los años habían rellenado, apelmazado, aplanado y recubierto de arena el terreno estéril hasta tal punto que no se detectaba ninguna señal de que hubiera cuerpos convertidos en cenizas bajo tierra.

Amos arrancó una ramita y la mordisqueó mientras avanzaba lentamente por la maleza, echando la mirada a un lado y otro e intentando recordar.

—Aquí mismo —dijo finalmente—. Aquí es donde descansa tu madre.

Marcó una línea con la punta de la bota, aunque sobre el terreno helado apenas se apreciaba la marca.

—Aquí están los pies de la tumba —continuó; se echó hacia un lado y dio unos cuantos pasos alrededor de un punto indefinido, y entonces hizo otra marca—. Y aquí está la cabeza, aquí.

Un extenso y desgarbado bosquecillo de chaparral crecía en medio de lo que debía ser el lateral de la tumba. Mart se quedó observando el trozo de tierra, que no se distinguía de ninguna otra parte de la superficie de la pradera. Intentaba recordar, o imaginarse, a la mujer cuyas cenizas yacían allí. Amos también pareció captar esos pensamientos.

—Tu madre era una mujer bella —dijo. Mart se sintió avergonzado al intentar borrar de su mente la idea de que tanto daba el aspecto que tuviese, porque Amos hubiera dicho lo mismo sobre la muerta—. Muy delgada —continuó Amos, moviendo la ramita de una comisura a la otra—, pero una verdadera belleza de todos modos. Ojos marrones oscuros, lo que tú llamarías negros. Pero su cabello… castaño rojizo, y muy abundante, con algunos destellos de color rojo dorado cuando la luz del sol se reflejaba sobre él. Jamás vi cabello más hermoso.

Se quedó en silencio durante unos segundos, como si quisiera dejar a Mart un intervalo de tiempo decente para pensar sobre la madre que no recordaba. Entonces Amos comenzó a impacientarse y se desplazó con una amplia zancada hacia un lateral.

—Y este de aquí es Ethan… tu padre —dijo—. Te pareces a él, un tipo inteligente. Tenía rasgos de galés moreno que compartía con toda su rama familiar. De él heredaste tus rasgos oscuros y esos ojos de porcelana muy juntos. Él era igual de moreno, con los mismos ojos claros.

Amos se giró un poco y masticó la ramita, pero no creyó necesario seguir buscando las demás tumbas.

—Junto a él yace mi hermano… mío y de Henry. El William del que has oído hablar en tantas y tantas ocasiones. No sé por qué, pero en la familia nadie le llamó jamás Bill… William era el mejor de nosotros. El mejor con mucho. Igual de atractivo que Henry, y tan fuerte como yo. Y con el cerebro de la familia… ahí descansa, justo ahí. Podría haber llegado a ser gobernador, o cualquier otra cosa. Pero era incluso más joven que tú cuando ocurrió… sólo dieciocho…

Mart no se permitía a sí mismo cuestionar esa descripción, ni tan siquiera para sus adentros. Siempre se asumía que el primer hermano muerto en una familia era el que habría llegado más lejos en la vida. O al menos eso es lo que siempre te decían.

—Más allá están los otros tres… junto a William yacen Cash Dennison, un joven vaquero que trabajaba para Ethan; y luego los dos arrieros de carretas de bueyes que sobrevivieron a la matanza de la caravana y que lograron llegar hasta aquí. El nombre de uno de ellos era Caruthers, lo cual se supo por una carta que le encontraron en el bolsillo; pero me olvidé del nombre del otro. Algunos los culparon de todo lo ocurrido… pensaron que los comanches llegaron hasta aquí mientras perseguían a esos dos. Pero yo nunca lo creí así. Parece más probable que los comanches se dirigieran hacia aquí y que la caravana se cruzase en su camino por accidente.

—¿Tienes alguna idea… o sabe alguien… si lograron matar a muchos comanches, aquí, la noche que ocurrió esto?

Amos negó con la cabeza.

—Se desencadenó una tormenta de verano. Un aguacero interminable de los que no se ven dos iguales en veinte años. Borró el rastro de los salvajes. Y, naturalmente, se llevaron a todos sus muertos. Nadie sabe cuántos. Quizás ninguno.

Qué desperdicio, pensó Mart. Qué desperdicio más inútil, sin sentido y descorazonador. Todas estas vidas maravillosas y felices, simplemente arrancadas de raíz…

Una vez más, le pareció que Amos le había leído los pensamientos.

—Mart, no sé si alguna vez he contado esto a alguien. Pero ya ha pasado mucho tiempo, y ahora te diré lo que pienso. Mi familia también se ha ido… a excepción de nuestra pequeña, si es que la encontramos, que es la única que nos queda. Pero durante mucho tiempo hemos vivido sin peligro, y los Mathison también… Han pasado más de dieciocho años antes de que volvieran a golpear a los nuestros. ¿Y quieres saber por qué creo que ha sido así? Creo que tu familia compró tiempo para todos nosotros. Y pagaron con sus vidas por ese tiempo.

—¿Qué…?

Qué más daban las bajas que su familia hubiera podido causar a los atacantes, los comanches jamás se habrían detenido ante eso. Hubieran regresado para vengar a sus muertos y, de esa manera, la trágica guerra fronteriza persistiría por siempre jamás. Pero no era eso a lo que se refería Amos.

—Creo que fue un ataque por venganza —dijo Amos—. Fue justamente en este mismo lugar donde los Rangers dieron caza a la banda del viejo Camisa de Hierro. Diezmaron esa tribu poderosa hasta reducirla a un pequeño grupo y mataron al propio Camisa de Hierro. Así que la antigua ruta de los Rangers seguía teniendo una negra historia entre los comanches. Atacaron sólo una vez para vengar a sus muertos… y el pequeño rancho de Ethan era el más alejado en esa antigua ruta. Y no fue hasta una generación más tarde cuando volvieron a atacar. Por eso digo que tu familia compró esos años para que el resto de nosotros viviéramos en paz…

—Ha pasado ya mucho tiempo —dijo Mart—. ¿Crees que a mi padre le importaría si ahora marcara sus tumbas con unas cruces? ¿Sería una locura después de todo este tiempo?

Amos masticó la ramita y se la comió.

—No creo que le importase. No ahora. Incluso aunque pudiera verlo. Creo que sería algo muy bueno. Te ayudaré a hacerlo en cuanto nos sobre un poco de tiempo.

Se volvió hacia los caballos, pero Mart quería saber una cosa más que nadie nunca antes le había dicho.

—Supongo que no lo sabrás… —dijo—, bueno, tal vez lo sepas. ¿Podrías mostrarme dónde estaba yo cuando Pa me encontró entre los arbustos?

—¿Pa? ¿Cuándo?

—Me refiero a Henry. Siempre ocupó el lugar de mi propio padre. Me enteré de que fue él quien me encontró y me recogió…

Amos miró a su alrededor y avanzó un poco entre la maleza, masticando lentamente, y echando la vista a un lado y otro de nuevo.

—Aquí —dijo finalmente—. Ahora estoy seguro. Exactamente aquí mismo.

El hielo que cubría la tierra se quebró cuando Amos clavó su tacón en el punto al que se refería.

—Claro está —continuó— que por aquel entonces esta zona estaba limpia de maleza. Hasta casi esta distancia de la casa.

Permaneció allí unos segundos para ver si Mart quería preguntarle algo más, luego se alejó de la maleza en dirección a los caballos.

En este lugar, en el punto exacto donde estaba, pensó Mart, era en donde en una ocasión se despertó solo y tan aterrado que se quedó totalmente mudo; le dijeron que al principio no emitía ningún sonido. Era extraño estar allí, en ese mismo lugar donde estuvo a punto de perecer antes incluso de haber comenzado a vivir; era extraño, porque no sentía nada. Lo mismo le ocurrió cuando se quedó de pie mirando las tumbas, sabiendo que lo que había allí enterrado debería haber significado tanto, y que sin embargo no significaba nada para él. No podía reconocer nada que le resultara familiar en aquel lugar, o que le recordase algo.

Desde luego, la noche de la masacre no medía el metro ochenta que medía ahora con las botas puestas. Entonces permaneció oculto entre las raíces de los matorrales, y no abultaba mucho más que lo que medía ahora su propio pie. De forma impulsiva, Mart se tumbó sobre la maleza y presionó la mejilla contra el suelo para acercar los ojos a las raíces.

Un frío amargo le invadió todo el cuerpo. El suelo helado parecía estar consumiendo el calor de su sangre, y la sangre de su propio corazón. Tal vez fuera eso, y el saber dónde se encontraba, lo que explicase lo que ocurrió a continuación. O quizás todavía existieran cicatrices, tan antiguas como su propia edad, en el fondo de su mente, algo enterrado hacía tiempo bajo todo lo ocurrido desde entonces. Le pareció que el cielo se oscurecía, al tiempo que le llegaba un sonido similar a un pitido vibrante, y, cuando el cielo ennegreció del todo, comenzó a tornarse rojizo, con un brillo sanguinolento. El corazón le dio un vuelco y un miedo horrible se apoderó de él… el miedo de un niño desamparado, abandonado y solo en medio de la noche. Intentó levantarse y salir de aquel trance, pero no pudo moverse; permaneció allí tumbado con el cuerpo rígido, aparentemente congelado y pegado al suelo. Por debajo del pitido, en sus oídos comenzó a alzarse el alarido sobrenatural de la pesadilla… no lo escuchaba, ni tan siquiera lo recordaba, pero le llegaba como la percepción de algo que ocurría en alguna dimensión desconocida más allá del mundo real.

Luchó contra esa sensación con todas sus fuerzas y poco a poco logró calmarse; la mirada se le relajó y las voces sobrenaturales murieron, hasta que tan sólo pudo oír el latido de su corazón. Vio cerca de sus ojos los tallos del chaparral, y entonces pudo volver a moverse, rígidamente y con los músculos temblorosos. Volvió la cabeza y echó un vistazo al mundo real que le rodeaba de nuevo. En ese momento, a través de un claro entre los arbustos que le dejaban ver la ribera del arroyo, vio el árbol muerto.

La base estaba casi al mismo nivel que sus ojos, y quizás a unos treinta metros de él. Durante un breve instante le pareció que crecía y se estiraba hacia el cielo, retorciendo sus brazos de cadáver marchito. Sus ojos permanecieron clavados en el tronco mientras se levantaba lentamente y se acercaba a él de forma involuntaria, como si fuera la única cosa que pudiera hacer. El objeto menguó a medida que se aproximaba, y ya no se cernía sobre él doblándole en altura como le había parecido al principio. Finalmente se detuvo cuando ya lo tenía al alcance de la mano, y ahora tan sólo era un trozo de madera plateada envejecida que había adoptado una forma atormentada al cual él mismo sacaba casi medio metro de altura.

El nudo alargado en el extremo superior ya no se asemejaba a una cabeza distorsionada, sino tan sólo a un símbolo que representaba el espeluznante objeto que había imaginado allí. Lanzó el brazo y lo golpeó con fuerza con la palma de la mano derecha. Las largas raíces se resquebrajaron bajo la superficie del terreno, y un retorcido y viejo muñón osciló, cayó en el arroyo y se alejó girando en el agua.

Mart se estremeció y se sacudió para recobrar el control de sí mismo, y luego exclamó en voz alta: «Que me parta un rayo», y a continuación se reunió con Amos. Si todavía parecía alterado, Amos fingió no notarlo cuando volvieron a montar.