20

La luz diurna brillaba todavía cuando Mart y Amos divisaron el campamento de la caballería, pero ya oscurecía cuando entraron en su perímetro. Los soldados de guardia tenían los ojos enrojecidos, pero aún exhibían comportamientos bruscos tras la dura noche que habían pasado. Un centinela del puesto avanzado les transfirió a una partida de guardias de infantería, los cuales a su vez avisaron al cabo de guardia, el cual les entregó al sargento de guardia, quien les interrogó con mayor detalle aunque sin mucho acierto antes de transferirles a un teniente segundo que era el oficial de guardia. El teniente también los interrogó, aunque más brevemente. Los dejó esperando de pie junto a una tienda de suministros durante bastante rato mientras informaba sobre ellos al comandante Kinsman, ayudante de campo.

El comandante asomó su greñuda cabeza por entre las lonas de la tienda, los observó con una mirada neutra de fatiga y escupió tabaco en la nieve.

—Mi nombre es… —comenzó de nuevo Amos, pacientemente.

—¿Buscan cautivos, entonces? —la cabeza greñuda salió de la tienda seguida de una enorme osamenta embutida en un uniforme ceñido y abotonado—. Veamos si tenemos a alguno que conozcan.

El comandante Kinsman los guió no a otra tienda, sino al aparcadero de carretas. Los dos hombres le siguieron mientras escalaba la carreta cubierta que hacía las veces de ambulancia.

El ayudante de campo retiró una sábana del carromato, donde yacían varios cuerpos rectos y pulcramente alineados, rígidos como el hielo en medio de aquel frío. En la espesa oscuridad del interior de la ambulancia, Mart podía ver poco más que los cuerpos estaban allí, y que uno o dos parecían ser de niños.

—Tendremos luz aquí en un minuto —informó el comandante Kinsman—. El oficial de guardia está rellenando un quinqué.

Mart Pauley podía oír la pesada respiración de Amos, pero no la suya propia; no parecía capaz de respirar allí dentro. Se apoderó de él el terrible convencimiento, que aumentaba a medida que pasaba el tiempo de espera, de que habían llegado al final de su búsqueda. Pasaron siglos hasta que alguien introdujo un quinqué encendido en el interior.

Los cuerpos eran los de dos mujeres y dos niños pequeños. La mujer más anciana estaba cubierta de harapos, pero la más joven y más pequeña llevaba ropa limpia que sin duda le había pertenecido, y los zapatos un tanto arañados pero no muy gastados. Parecía tener unos veinte años, y era bastante bonita, de una belleza tallada en hielo. Los niños pequeños tal vez tuvieran tres y siete años.

—Ambas mujeres recibieron un disparo en la nuca —informó el comandante Kinsman, desapasionadamente—. A quemarropa. Carga ligera de pólvora, como pueden ver. A los niños les partieron el cráneo. Creemos que esta mujer de aquí es la dama que desapareció de la diligencia de Santa Fe hace unos días… ¿Reconocen a alguno de ellos?

—No les había visto antes —dijo Amos.

El comandante Kinsman miró a Mart esperando su respuesta, y Mart negó con la cabeza.

Regresaron a la tienda de aprovisionamiento y el ayudante de campo les invitó al interior. El oficial al mando estaba allí, inspeccionando una gran cantidad de objetos saqueados con la ayuda de dos sargentos y un asistente de la compañía. El ayudante de campo identificó a su superior como el coronel Russell M. Hannon. Habían oído hablar de él, pero jamás lo habían visto; no llevaba mucho tiempo por este territorio. En ese momento parecía cansado, pero de buen humor.

—Una pena que no hubiera más indios —comentó el coronel Hannon—. Eso es lo único decepcionante. Seguíamos el curso del río, no su rastro. Los exploradores wichita informaron de que debía de haber al menos un millón de ellos. Con la nieve, y la marcha nocturna, el único curso de acción posible era un ataque inmediato.

Dijo que sus tropas habían matado a treinta y ocho enemigos, con una pérdida de dos hombres. Y además, comanches. Una proporción de diecinueve a uno, en comparación a la proporción alcanzada por el coronel Custer de catorce a uno en la batalla de los washita contra Tetera Negra.

—No está mal esta pequeña victoria. Nada mal.

Mart vio que Amos se revolvía, lo cual le inquietó durante unos segundos. Pero Amos contuvo la lengua.

—Cuatrocientos noventa y dos ponis —dijo Hannon—. Tuvimos que sacrificarlos, por supuesto. Salvajes como berrendos… no había forma de retenerlos. Cuatro cautivos recuperados. Desafortunadamente, los enemigos los asesinaron cuando nos acercamos al poblado. Bueno, si algo de toda esta basura puede informarnos de a qué comanches hemos vencido, estaremos listos para escribir un informe. Esos exploradores wichitas no saben nada de nada; son los salvajes más ignorantes de toda la tierra. Sin embargo…

—Lo que encontraron allí —dijo Amos cansado— fue al jefe Corona Azul, con lo que quedaba de los Hermanos Lobos, junto a unos cuantos nawyeckys. O quizás ustedes los llamen noconas.

—Retire todo esto —ordenó el coronel al asistente.

Iba a llevar mucho tiempo averiguar quién había luchado y quién muerto en aquel recodo del río… y quién había logrado escapar entre la noche y la nieve y, por lo tanto, todavía seguía con vida en algún lugar de la llanura invernal. Incluso teniendo en cuenta el gran número de muertos y moribundos que los comanches se habían llevado sin recontar, alrededor de un tercio o la mitad de las gentes de Corona Azul debían de haber escapado.

Se ofrecieron de buena gana para clasificar la gran cantidad de material capturado en la oscuridad del amanecer antes de que las cabañas indias comenzaran a arder. Algunas de las petacas, aljabas y petos de piel estaban decorados con símbolos que Mart o Amos podían relacionar con nombres indios: encontraron insignias pertenecientes a Lobo de Piedra, a Cuerno Retorcido, a Oso Errante y a El-que-Oye-Hablar-al-Viento. Intentaron memorizar los símbolos que no conocían, con la esperanza de volver a verlos algún día.

Especialmente valorados por el coronel Hannon, como si así quedase justificado su ataque en la oscuridad, eran ciertos objetos que debían de ser botines de hogares saqueados: un viejo costurero, una funda de almohada bordada, una cuchara de madera tallada en el hogar. Era difícil entender para qué les servía a los comanches una pantalla de lámpara de papel comprada en una tienda, una base de madera para un orinal o un álbum de flores prensadas. Pero si alguien reconocía algún día estos desgraciados objetos perdidos, se convertirían en pruebas que conectarían a los comanches masacrados con crímenes y delitos concretos. Una de las pruebas incriminadoras era una saca de correo que había sido transportada por un jinete de correo urgente. Los contenidos estaban sólo medio arrugados; algún comanche se había tomado la molestia de abrir todas las cartas… nadie sabría jamás para qué lo hizo.

Pero el objeto que dejó más conmocionado a Mart y le impulsó en su búsqueda una vez más, lo encontró entre un pequeño montón de abalorios… adornos indios en su mayoría: amuletos tallados, orfebrería de plata de mexicanos y navajos, algunas pulseras con turquesas engarzadas, pero con un toque de burda y patética imitación, como las que podían permitirse los hombres de la frontera para regalar a sus mujeres. La única cosa de interés, a primera vista, parecía ser un dedo amputado que llevaba un anillo que no había podido ser arrancado. Mart supuso con cierto sarcasmo que cualquier material de valor monetario habría sido repartido entre los soldados que lo recogieron.

Entonces fue cuando Mart encontró el colgante de Debbie.

Era un medallón barato hecho con un metal dorado en forma de corazón y una cadena rota. El propio Mart se lo había regalado a Debbie unas navidades cuando la niña tenía tres años. Ni siquiera era un medallón de verdad, porque no se abría, y le avergonzó descubrir que dejaba una mancha verdosa en el cuello de Debbie cada vez que lo llevaba. Pero Debbie lo había conservado. En la parte de atrás se leía «Para Debbie de M», dolorosamente grabado con la punta de su navaja.

Ambos oficiales mostraron un profundo desinterés cuando Mart les interrogó sobre las circunstancias en las que habían encontrado el medallón. Eran dos profesionales y asociaron la pregunta a las que suelen derivar en investigaciones exhaustivas, y en otras situaciones azarosas, si se permite que avancen. Pero Amos llegó en ayuda de Mart y finalmente encontraron la respuesta simplemente paseándose por el campamento con el medallón en la mano.

El medallón había sido arrebatado del cuerpo de una squaw muy vieja que encontraron en el río al lado de un anciano salvaje. No, maldita sea, explicó el coronel, claro que no habían tenido intención de matar a mujeres o niños, y más les valdría cuidar esa lengua. Lo único que podía verse era un amasijo de figuras sin forma disparándote… no se podía hacer nada, sólo neutralizarlos y dejar las preguntas para más tarde. Pero uno de los sargentos recordó cómo habían llegado hasta allí esos dos cuerpos. La squaw, reconocible por detrás como la más gorda, había intentado escapar atravesando el río sobre un poni y había sido derribada a cuchillazos. El anciano se había abalanzado para salvar a la squaw y acabó acuchillado también. No había nada cerca de los cadáveres que pudiera identificar a esas dos personas.

El coronel Hannon se encargó de que el medallón fuera apropiadamente etiquetado y devuelto al conjunto de pruebas de un robo infantil resuelto. Se procedería a restituir a sus herederos, tras la correspondiente petición al Departamento, con prueba de pérdida.

—Ella estaba allí —dijo Mart a Amos—. Estaba allí en ese campamento. Se ha ido con los que lograron huir.

Amos no comentó nada. Debían seguirles y encontrar a los supervivientes… quizás estuvieran aún cerca, con un poco de suerte, o bien tendrían que seguir su rastro por cualquiera de los lugares lejanos por los que pudieran dispersarse. En esta ocasión ninguno de los dos dijo «Mañana».