Mart Pauley se despertó bruscamente, sin saber qué era lo que le había sobresaltado. Amos respiraba regularmente a su lado. Ambos estaban enrollados en sus propias mantas, pero compartían la misma lona con la que se cubrían, incluyendo las cabezas, para guarecerse del tiempo. Cuando Mart sacó la cabeza de la lona, el aire frío congeló la ligera humedad que se había formado sobre sus fosas nasales. Tan sólo soplaba un viento ligero sobre la superficie de la nieve. Las brasas de la hoguera latían levemente al viento y, guiándose por estas, supuso que debía ser ya la media noche.
Al principio no escuchó nada, pero mientras aguantaba la respiración un cambio del viento le volvió a traer el sonido que debió de haberle llegado en sueños, tan débil, tan lejano que bien podría haber sido un susurro de escarcha en sus propios oídos.
Presionó con más fuerza y lentamente el brazo de Amos hasta que se despertó.
—¿Qué pasa?
—Te juro que he oído ruidos de pelea —dijo Mart—, a mucha distancia.
—Pues deja que gane el mejor.
Amos se dispuso a dormir de nuevo.
—Me refiero a una gran lucha… una batalla india… ¡Allí!… ¿No está a un toque de clarín allá en el río?
Unos cuantos copos de nieve tocaron sus rostros, pero la noche volvió a quedarse en total silencio en cuanto Amos se incorporó.
—No oigo nada.
Mart tampoco oía nada.
—Está nevando otra vez.
—No pasa nada. Daremos con Corona Azul. ¡Con la nieve jamás podrá ocultarse! ¡Hará más fácil que lo localicemos!
Mart permaneció despierto durante un rato, escuchando atentamente, pero no le llegó ningún sonido entre la creciente nevada.
Mucho antes de que amaneciera calentó una sartén de tasajo de búfalo deshilachado para el desayuno, y luego alimentó a los caballos.
—Hoy —dijo Amos mientras los dos buscadores se preparaban para partir con las articulaciones entumecidas sobre las sillas de montar congeladas. Era la primera vez que pronunciaban esa palabra después de las muchas ocasiones en las que habían dicho «Mañana». Sin embargo, la palabra sonó áspera, sin júbilo alguno. El día era frío y la nieve seguía cayendo mientras avanzaban por la oscuridad hacia un amanecer sombrío.
A media mañana llegaron al Canadian y vadearon sus orillas aún no congeladas. Avanzaron río abajo, y a mediodía encontraron el poblado de Corona Azul… o, al menos, el último lugar en el mundo donde había sido visto.
Primero encontraron los caballos muertos. En una gran revuelta del río, esparcidos a lo largo de un kilómetro y medio en campo abierto, yacían unas cien cabezas de ponis búfalo, con los belfos retirados hacia atrás al congelarse, dejando sus largos dientes al aire. Había parado de nevar, pero no antes de que la nieve se posara sobre los caballos, sobre las manchas de sangre y también sobre las huellas frescas que probablemente aún perduraban durante las primeras horas del amanecer. Sin embargo, no les hizo falta examinar ninguna señal, lo que había pasado allí estaba claro. La caballería sabía desde hacía bastante tiempo que no podían quedarse con los ponis comanches.
Más allá de la cima de un risco encontraron la ubicación del propio poblado. Una humareda y un fuerte hedor a pelo de búfalo quemado perduraban y se elevaban de las veintidós viviendas devastadas. Había unos cuantos caballos más esparcidos por allí, algunos de ellos con la enorme osamenta de las monturas de la caballería. Pero allí también la nieve había cubierto la sangre, y los detalles de la batalla, y todos los desechos que abundan en un campo de batalla. No había cuerpos. Los soldados se habían retirado lo suficientemente pronto para que los supervivientes comanches pudieran regresar a recoger a sus muertos y marcharse antes de que la nieve parase.
Mart y Amos cabalgaron lentamente por la escena de la masacre. No quedaba nada que pudiera ayudarles en su búsqueda entre los restos quemados de las viviendas. Podían imaginarse que la caballería se había dirigido río abajo bordeando el Canadian, y eso era todo.
—No lo sabemos aún —dijo Mart.
—No —reconoció Amos. Habló con tono neutro, sin permitir que trasluciera ni un ápice de desánimo o de esperanza—. Pero sabemos dónde encontraremos la respuesta.
No se encontraba demasiado lejos. Se toparon con la caballería acampada al raso a unos escasos doce kilómetros río abajo.