18

La mayor parte de ese segundo verano la pasaron comerciando de forma parecida al primero. Entender lo que los indios se decían unos a otros había resultado ser de muy poca utilidad, al menos en lo concerniente a su búsqueda. Sin embargo, sí que les llegó información de lo que ocurría en el hogar, en la frontera de la que tanto se habían alejado en su periplo. Mart, en concreto, prestaba especial atención esperando oír algo acerca de si los Mathison resistían todavía, pero no escuchó nada que pudiera orientarle.

En Texas, los asentamientos limítrofes estaban sufriendo el año más terrible que pudieran recordar. Al menos murieron catorce personas, y nueve niños fueron raptados antes de mediados de mayo. Sólo una terquedad cercana a la desesperación podía lograr explicar por qué resistían todos estos pioneros. Se escuchaban relatos sangrientos en todos los campamentos comanches que encontraron los buscadores. Un grupo de topógrafos fueron asesinados junto a Río Rojo y sus cuerpos quedaron allí pudriéndose en un estanque seco. Los cadáveres de tres hombres, una mujer y un niño quedaron reducidos a cenizas en el interior de la casa de un rancho incendiado, arrebatándoles así a los asaltantes las cabelleras de sus víctimas. El capataz de Oliver Loving fue asesinado junto a su propio corral. A principios de verano, Lobo Tumbado robaba caballos a plena luz del día junto a la población de San Antonio, y los kiowas, a las órdenes de Arco Grande, tras penetrar en México por Laredo, mataron a diecisiete vaqueros chicanos y regresaron atravesando Texas con ciento cincuenta caballos y un gran número de niños mexicanos.

El general Sherman, que habitualmente no daba mucho crédito a las quejas de los texanos, finalmente acudió para echar un vistazo por sí mismo. Apareció en Texas hacia mediados del verano con una escolta de tan sólo quince soldados de caballería… y enseguida estuvo a punto de formar parte de una masacre. Cerca de Cox Mountain una partida de guerra de ciento cincuenta comanches y kiowas destrozaron una caravana de carretas y mataron a siete personas, algunas tras ser torturadas. Desafortunadamente, ya que esta podría haber sido la parte más memorable de su viaje, el general Sherman llegó una hora y media tarde al lugar de los hechos. Mientras avanzaban desde allí hasta Fort Sill, Sherman supervisó el arresto de Satanta, Satank y Gran Árbol, mostrando un sereno coraje personal apenas distinguible de la indiferencia frente a un peligro mortal inmediato. Entregó a los tres jefes guerreros esposados al Estado de Texas, y después volvió a marcharse.

Todas estas circunstancias, reconocieron los dos jinetes, estaban derivando en un enfrentamiento aniquilador tan mortífero que iba a suponer su propio fin si antes no lograban cumplir con su misión. Por el momento, no obstante, encontraron a los comanches con muy buen estado de ánimo y ganas de celebrar, incapaces de prever el tornado que estaba a punto de azotarles. Los guerreros se mostraban arrogantes, jactanciosos y se sentían poderosos e importantes. Por fortuna, se seguían mostrando condescendientes y tolerantes hacia los hombres blancos que osaban mezclarse con ellos en sus propias y lejanas fortalezas.

Durante todo este tiempo, la pesadilla de la noche roja y las voces sobrenaturales sólo asaltó a Mart en una ocasión, y no vio ninguna réplica del inexplicable árbol muerto. Sin embargo, las creencias indias sobre ese tipo de cosas estaban empezando a influenciarle y ya estaba medio convencido de que estas visiones sí que eran profecías válidas. Se suponía que los comanches eran los indios menos imaginativos de todas las tribus. Hay indios que viven en un mundo poético, la mitad del cual pertenece al espíritu, pero los comanches eran gentes prácticas y duras que se reían de las ceremonias religiosas de otras tribus y las consideraban locuras de indios chalados. No tenían hombres medicina oficiales, ni panteón de dioses con nombres, ni una disciplina teológica. Sin embargo vivían muy próximos a la naturaleza que les rodeaba y sentían en las rocas, en los vientos y en los ríos, espíritus tan vivos como los suyos propios. Se veían a sí mismos como parte de un mundo en el que nada carecía de espíritu.

En este ambiente, casi todos los comanches poseían un espíritu medicina propio que le había llegado en un sueño; normalmente se trataba de un don procedente de algún animal salvaje, como una nutria, un búfalo o un lobo… pero nunca un perro o un caballo. Cuando un comanche envejecía, o bien era un hombre medicina, al que se le atribuían conocimientos sobre magias específicas contra ciertas enfermedades o desastres, o bien era un brujo de magia negra, temido porque podía lisiar o matar desde grandes distancias.

Jamás podía llegar a entenderse la forma de pensar de un indio, o adivinar qué era lo siguiente que iba a pensar. Si uno veía a un indio mirando al cielo, podía hacerse una idea de la razón por la cual él estaría mirando al cielo si fuera el indio… y, al mismo tiempo, estar seguro de que el indio lo hacía por un motivo totalmente distinto. Sin embargo, en ocasiones se topaban con algún comanche, generalmente viejo, que sabía cosas que era imposible que supiera.

—Hablas nemenna muy bien —espetó en una ocasión un viejo nocona a Mart (los nombres de las bandas volvían a mutar; en solo un año el nombre «nawyecky» ya había quedado totalmente en desuso).

Mart supuso que el anciano había oído hablar de él, porque aún no había abierto la boca. Pero el viejo comanche continuó hablando, sonriéndose al ver los esfuerzos que Mart hacía para disimular sus conocimientos lingüísticos.

—En ocasiones te tropiezas con un espíritu en forma de árbol muerto —dijo el indio—. Está ennegrecido; parece un cadáver marchito que lucha por liberarse de la tierra.

Mart le miró fijamente, sorprendido al darse cuenta de que entendía las palabras del anciano. Ante su sorpresa, el comanche sonrió burlonamente, pero continuó hablando con voz grave.

—No temes mucho a la muerte, creo. El año pasado, quizás; no este año. Pero harás bien en temer al árbol maligno. La muerte es algo agradable y feliz si se la compara a las criaturas innombrables que hay más allá del árbol.

Se recostó hacia atrás.

—Te lo digo como amigo —terminó el indio—. No porque espere ninguna clase de regalo. Te deseo lo mejor, y nada más. No quiero ningún regalo en absoluto.

Lo cual, claro está, significaba que sí lo quería.

A mediados de otoño el estado de ánimo de los comanches dio un nuevo giro. Se encadenaban ataques en Texas a un ritmo sin precedentes; el territorio de Colorado estaba siendo ferozmente azotado, y el de Kansas había quedado herido hasta la frontera con Nebraska. Casi todos los poblados indios con los que se cruzaban esperaban en taciturno silencio a que regresara alguna partida de guerra, si no estaban dando brincos mientras hacían la danza de las cabelleras para celebrar alguna victoria, o una danza de gloria para despedir a los guerreros. Pero ahora tanto Texas como el Ejército de los Estados Unidos contraatacaban. Los Rangers texanos habían vuelto a sentarse en sus monturas y perdían hombres en cada refriega, pero hacían pagar a los indios tres y cuatro vidas por una propia. La guarnición en Fort Sill seguía inmovilizada, pero Fort Richardson, al sur junto a la Bifurcación Oeste del río Trinidad, quedaba fuera de la jurisdicción de los Amigos. Desde Richardson llegó el coronel Mackenzie con un regimiento y medio de soldados de caballería[3]; sus marchas forzadas le llevaron a las profundidades del territorio de los quohadas. Los kotsetakas de Mano Temblorosa se quitaron de en medio, y el gran Oso Toro de los comanches antílopes, con jefes guerreros bajo su mando como Caballo Negro, Rabo de Lobo, Pequeño Cuervo, y el brillante y joven Quanah, se mostraron hostiles en bloque durante un breve periodo, pero finalmente se retiraron.

Los viejos jefes perdían a sus hijos favoritos, y se podía ver brillar la muerte negra tras sus ojos cuando miraban a los hombres blancos. Las sociedades de guerreros que danzaban con cabelleras victoria tras victoria recontaron sus fuerzas y averiguaron que en el momento de cosechar su mayor éxito iban menguando en número. Los dos buscadores aprendieron a explorar con cautela un poblado antes de atreverse a entrar, para ver si estaban de duelo por alguna partida de guerra diezmada o aniquilada. Constantemente, cautivos blancos eran torturados y asesinados en venganza por las pérdidas sufridas en sus salvajes ataques. Mart y Amos cabalgaban más rápido, durante más tiempo, y se volvieron ojerosos y demacrados. Se les acababa el tiempo, y muy rápido; quizás ya fuera demasiado tarde.

Sin embargo, creían que su objetivo, aunque les seguía eludiendo, estaba frente a ellos. Ninguno de los dos llegó en ningún momento a darse por vencido desde el primer día que comenzaron su búsqueda.

Entonces, cuando la nieve regresó una vez más, dieron con el rastro que habían perseguido durante tanto tiempo. No cabía ninguna duda de que eran veintidós familias dirigidas por el propio Corona Azul, y llevaban a una niña blanca cautiva. Las líneas paralelas, pisadas por caballos, que dejaban los múltiples travois se dirigían hacia el sur y al este, cruzando las tierras altas entre el río Beaver y el Canadian. Las siguieron con rapidez y sin dificultad.

—Mañana —dijo Amos una vez más mientras cabalgaban. Les habían descrito a la niña cautiva como bajita, con pelo rubio y ojos azules. Mientras se preparaban para acampar durante el crepúsculo lo dijo de nuevo y, en esta ocasión, por última vez—: Mañana…