Tardaron tantas semanas en llegar a Fort Sill que estaban totalmente seguros de que la tribu de Corona Azul llegaría allí antes que ellos, pero no fue así. Los buscadores estaban débiles y totalmente exhaustos, y lo sabían. Dormían mucho, y comían todo el tiempo. Cuando se mezclaban con los indios avanzaban lentamente, en tramos cortos con largas paradas entre medias. Les resultaba difícil creer que sólo había pasado un año y medio de búsqueda de Debbie. Muchos pensaban que ya habían realizado una búsqueda larga, difícil e increíblemente leal. Pero si se tenía en cuenta lo que habían logrado hasta ese momento, todavía no era nada.
Los seres vivos que habitaban la pradera fueron duramente castigados. Los búfalos la cruzaron bien, incluso los becerros más jóvenes; sólo a los búfalos más viejos los mató el invierno. Las criaturas que vivían enterradas en agujeros en el suelo, como los tejones, los perros de las praderas y los zorros, deberían haber sobrevivido. Pero, en realidad, resultó obvio que las criaturas con este hábito escasearon durante los años que siguieron, así que quizás muchas de ellas murieron congeladas bajo la tierra mientras invernaban. El ganado de granja también fue duramente golpeado, y los animales de razas mejoradas fueron los que se llevaron la peor parte. Donde había vallado, manadas enteras se apiñaban y morían allí mismo. Cientos tenían las pezuñas heladas y durante semanas se les veía vagar apoyándose sobre los muñones congelados antes de que el último de ellos fuera encontrado muerto.
Tras la terrible ventisca, un periodo de deshielo y congelación selló la tierra con una capa férrea de hielo sobre la profunda capa de nieve. Gran parte de las cabezas de ganado que habían logrado sobrevivir a la tormenta comenzaron a morir de hambre, incapaces de horadar la costra de hielo para alimentarse con sus pezuñas hendidas. Los caballos lo sobrellevaron bastante mejor, porque con sus cascos lograban partir la capa superficial. Pero incluso estos disminuyeron en número durante bastante tiempo y muchos de ellos tan sólo eran huesos sobre la pradera antes de la llegada de la primavera.
Sin embargo, toda esta devastación llegó al principio de la estación. Tras el inicio del nuevo año el invierno se suavizó, como si ya hubiera echado el resto. Cuando volvió a ser posible viajar, acudieron más indios al refugio de Fort Sill que nunca antes. Sus tipis, engañosamente recios pero hábilmente ubicados y anclados con estacas cruzadas y hundidas un metro y medio en la tierra, habían aguantado sin que se contabilizase ni una sola pérdida entre sus filas, y las tribus parecían tener suficiente pemmican para alimentarse hasta la llegada de la primavera. Quizás habían sentido pavor ante el poder de los espíritus guerreros del viento y por ello sentían que su propia medicina había perdido poder.
Sin embargo, sentían cualquier cosa menos pavor por los soldados, a quienes la Política de Paz los tenía maniatados y en total desamparo, o por la Sociedad de Amigos, cuyo gentil pacifismo tanto despreciaban las Tribus Salvajes, a pesar de que se refugiaban bajo su ala protectora. El-que-Aparece-en-el-Cielo, el Jefe Medicina de los kiowas que decía tener por familiar al espíritu de un búho, en enero realizó una rápida incursión atravesando la nieve para asesinar a cuatro carreteros negros. Dos cowboys fueron asesinados en el corral de terneros de Sill, apenas a medio kilómetro del fuerte, e incluso a menos distancia un vaquero que viajaba de noche fue asesinado y su cabellera arrancada. Media docena de queherennas, o comanches antílope (los militares los llamaban quohadas) robaron setenta mulas del nuevo establo de piedra de Fort Sill y acamparon con total impunidad a unos treinta kilómetros, tan seguros como sobre las espaldas de sus madres.
Tanto los kiowas como los comanches estaban convencidos a esas alturas de la integridad moral de los cuáqueros. Se introducían en sus casas, arrancaban botones de las ropas del Agente; cogían todo lo que les apetecía y apedreaban las ventanas cuando se iban. Se ordenó a estos cuáqueros y a sus familias que antepusieran su seguridad, pero pocos obedecían. Firmes en su fe, se interponían implacablemente entre las cargas indias y las tropas. Iba a ser un año duro, difícil y peligroso allá abajo en Texas.
Mientras tanto Mart y Amos buscaban y esperaban, y Corona Azul seguía sin aparecer. Al acercarse la primavera compraron nuevos caballos y mulos, aprovisionaron sus fardos y de nuevo partieron en busca de unos indios que siempre estaban en movimiento y que se entremezclaban con otros indios en los alejados y perdidos confines de su territorio.