El invierno ya se disolvía en nieve blanda y aguanieve, aunque alternando con las habituales y gélidas bajadas de temperatura, cuando llegaron de nuevo a Fort Sill. Los indios comenzarían a dispersarse en cuanto la primera hierba de pasto reverdeciera, pero de momento seguían allí muchos más de los que habían llegado con las primeras nieves. Aparentemente, las Tribus Salvajes, que se habían tomado en un principio tan a broma la Política de Paz de los cuáqueros, aprendieron rápidamente cómo sacar ventaja de ella. Trescientas viviendas de wichitas en chozas de paja y con forma de colmena, cuatrocientos comanches en tipis de pieles, y más kiowas que las otras dos tribus juntas en asentamientos que se extendían kilómetros sobre la orilla del Cache Creek hasta llegar a Medicine Bluff, bastante más allá de la desembocadura del Wolf Creek.
Nada se sabía de los queherennas, o de los comanches antílope, liderados por Oso Toro, Caballo Negro y Lobo Tumbado, o de los kotsetakas (Perseguidores de Búfalos), liderados por Mano Temblorosa, todos ellos asentados en o cerca de las praderas de Staked Plains. El famoso jefe guerrero Tabananica, cuyo nombre era traducido de múltiples maneras como Sonido-de-la-Mañana, El-que-escucha-el-Amanecer y El-que-habla-con-los-Espíritus-del-Amanecer, no había sido visto, pero sí que se habían tenido noticias de él: envió un mensaje al fuerte retando a los soldados a que salieran y lucharan. Sin embargo, no se supo que los que estaban al mando expresaran ninguna queja por haber acumulado ya suficientes indios. Un jefe previsor llamado Pájaro Inquieto mantenía a los kiowas bastante controlados, y los wichitas permanecían callados, como si no se fiasen del todo de su propia suerte, pero los comanches se regocijaban respondiendo a la amabilidad de la Sociedad de Amigos con arrogancia, insultos y pequeñas alteraciones del orden público.
Mart y Amos sin duda no olvidarían al agente Hiram Appleby. Este cuáquero, un hombre de pelo canoso y unos cincuenta años de edad, tenía el aspecto de un tendero de pueblo, y hablaba como si lo fuera, no empleando jamás las formas cuáqueras de «vos» y «vuecencia»; un hombre callado e impasible, con amables ojos miopes, manchas en su traje negro arrugado, y la paciencia de las rocas eternas. Había visto cómo los comanches sacrificaban todas sus vacas lecheras y cómo las asaban luego en el patio de su casa. Le habían robado toda su ropa interior de franela roja del tendedero y habían desfilado frente a él con la ropa puesta por encima como si fuera el uniforme de un club improvisado de jóvenes salvajes. Y nada de esto cambió su actitud hacia ellos en lo más mínimo.
En una ocasión observaron cómo un comanche acercaba la punta de un cuchillo a la garganta de Appleby exigiéndole que le diera munición gratis, y cómo después le escupía cuando vio que su amenaza no surtía efecto. Appleby se limitó a quedarse quieto, con expresión amable y aspecto andrajoso, impasible y sin mostrar ninguna señal de sentirse ofendido. Amos lo observó todo con incredulidad y desenfundó el revólver.
—Si daña a este indio —dijo Appleby—, será detenido y juzgado por asesinato en cuanto se dé aviso a las autoridades correspondientes.
Amos se guardó el revólver. El comanche escupió en un bote de café abierto y se alejó.
—Tengo que ponerle una tapa a eso —dijo Appleby.
Jamás lograron entender a este hombre, pero tampoco podían negarle el crédito que merecía. Hizo todo lo que pudo, interrogando a cientos de indios en varias lenguas tribales para averiguar lo que Mart y Amos querían saber. Se quedaron en la Agencia el tiempo que duró el invierno, mientras los comanches, los kiowas y los apaches kiowa iban y venían. Cuando finalmente Appleby les informó que pensaba que Jefe Cicatriz había estado en el Washita, pero que ya había huido, no dudaron de su palabra.
—Antes había doce bandas principales de comanches, en lugar de nueve, como ahora —les informó Appleby, discrepando como ya era habitual con todo lo que antes les habían contado—. Cicatriz parece viajar con los Hermanos Lobos, liderados por un jefe de paz comanche llamado Corona de Plumas Azul.
Para entonces ya sabían lo que era un jefe de paz. Entre los comanches, un hombre de cada grupo familiar era el jefe de sus descendientes y familiares, y era un jefe de paz porque decidía cosas como cuándo moverse y dónde acampar… cualquier asunto que no tuviera que ver con la guerra. Cuando varias familias viajaban juntas, sus jefes de paz formaban el consejo… lo que significaba que hablaban sobre sus asuntos, de vez en cuando. Siempre había un jefe de paz en el grupo al que los demás admiraban y seguían con mayor o menor entusiasmo (de forma tácita, pero nunca elegido mediante votación), y este era el jefe de paz. Un jefe guerrero era cualquier guerrero de cualquier edad que supiera planear un ataque y conseguir que otros lo siguieran. El gobierno comanche era débil, relajado e informal; las ideas acerca de las conductas socialmente aceptables eran implantadas casi totalmente por consenso popular entre los de su grupo.
—Sumamos dos más dos, y nos da cinco —les dijo Appleby—; tengo la impresión de que Corona Azul se junta con diferentes grupos de nawyeckies. Unas veces con unos y otras veces con otros. No es una buena noticia. Ningún grupo de comanches se mueve tan furtivamente como los nawyecky. Uno de los nombres por los que les conocen el resto de comanches es el de «Los-que-nunca-llegan-a-donde-se-dirigen». No lo van a creer. Lo que les gusta es confundir y mentir acerca de su destino, y parten en una dirección, luego retroceden y se desvían. Lo hacen como hábito, sin ningún motivo aparente. Si yo fuera ustedes, no los buscaría en territorio indio, ni en ningún otro lugar donde debieran estar. Los buscaría en Texas. Creo haberme hecho a la idea, más por lo que callan que por lo que me dicen, de que pasaron el invierno en los saltos del Pease River. Así que no serviría de nada buscarlos allí… se trasladarán en cuanto comience el deshielo. En mi opinión, en su caso lo mejor es que los busquen por los distintos afluentes del Brazos.
—Pero está hablando de una extensión de unos ciento cincuenta kilómetros, si lo atravesamos en cruz… lo sabe, ¿verdad? Si es necesario rastrear todos los afluentes… ¡jamás lograremos hacerlo en menos de un año!
—Lo sé. Es un tanto descorazonador, ¿verdad? Pero ¿qué podría decirles? ¿Por qué no echan un rápido vistazo a unos treinta o cuarenta kilómetros de Upper Salt? Sé que han estado allí, o cerca de allí, pero eso fue hace ya meses. Prueben por los alrededores de Cañón Blanco. Luego, crúcenlo y sigan explorando por Double Mountain Fork. Y después por Yellow House Crick, ya que están por la zona. Si no encuentran ningún grupo de nawyeckies por alguno de esos lugares, ¡me uniré a ustedes!
Hablaba del territorio más remoto y difícil de toda Texas para intentar encontrar a un indio.
Amos compró dos mulos más y una pequeña provisión de mercancía para trueque, que Appleby les ayudó a elegir. Tomaron un par de piezas de tela de algodón, una rojo chillón y otra azul chillón, muchos botones de colores, carretes de cintas de tela y otras baratijas de ese estilo. Ningún cuchillo, porque la calidad de los baratos es fácilmente detectable, ni ningún hacha por su excesivo peso. Appleby les aconsejó que se llevasen unos setenta galardones de concursos ganaderos de un remanente que alguien le había enviado. Eran vistosas condecoraciones de satén, tan grandes como una mano, y con ondeantes cintas azules, rojas y blancas. Las letras doradas en las cintas principalmente identificaban a los ganadores en las distintas modalidades de puercos. Estaban totalmente seguros de que los indios valorarían en mucho estos adornos y que se los pondrían en sus tocados de guerra. Ni a Appleby ni a los comerciantes novatos se les pasó por la mente lo absurdo o fraudulento que resultaba todo lo relacionado con los premios porcinos. A un recién llegado podría parecerle divertido ver a un jefe guerrero de adusto semblante portando una condecoración de Primer Premio, Modalidad: Cerdo Tocinero, en el lateral de su tocado. Pero los que vivían por aquellas tierras pronto se acostumbraban a la tozudez de los caprichos indios y los aceptaban como algo habitual. Respetaban al salvaje por saber lo que quería, y lo dejaban estar.
Y también se llevaron una gran cantidad de puntas de flecha de hierro, la mercancía más demandada de todas en las llanuras. Estas puntas habían sido fabricadas en New England y les costaban a los comerciantes siete centavos la docena. Con sólo seis de ellas se conseguía en ocasiones un pellejo de búfalo por el que podían sacar de dos dólares y medio a cuatro dólares.
De modo que partieron entre las lluvias y el barro de la primavera, practicando la lengua de signos y aprendiendo el negocio a medida que avanzaban. Ahora viajaban bajo una apariencia pacífica; sin embargo, trotaban por las enormes praderas durante semanas sin ver ni un solo indio de ninguna clase. En ocasiones encontraban rastros indios, las cenizas aún calientes en un hueco poco profundo de una fogata comanche, las pisadas frescas de un poni sin herraduras, pero ningunas huellas que seguir. Tras inspeccionar las vacías llanuras, era fácil entender por qué nunca encontraban un poblado los que se aproximaban armados y en grupos numerosos para destruirlo. El propio espacio era la fortaleza de los comanches. Parecían vivir sus vidas inmunes a ser descubiertos, invisibles más allá del fin del mundo; como si pudieran desaparecer a voluntad en la Tierra de los Espíritus que ellos mismos decían que se extendía más allá del ocaso.
Pero entonces la suerte de los buscadores cambió y durante un tiempo fueron encontrándose con comanches al doblar cada recodo de cada arroyo. Mart aprendió, sin ser totalmente consciente de ello, a diferenciar entre comanches de misión y comanches de descanso en sus propios poblados. Dada la seguridad que les aportaban los grandes espacios, hasta los jinetes más salvajes se tornaban amigables y joviales y mostraban una rápida hospitalidad. La generosidad era la clave para alcanzar el prestigio en su vida comunal, al igual que la fiereza despiadada era el modelo a seguir en el campo de batalla. Cambiaban de un extremo al otro sin esfuerzo alguno, de forma que los guerreros que regresaban con el botín de un asentamiento fronterizo arrasado se convertían inmediatamente en los hombres más pobres del poblado tras repartirlo todo. El negocio les iba a los buscadores incluso demasiado bien para su propósito. Algunos destacamentos comanches que habían pasado el invierno en las montañas, junto a la frontera entre Piute y el territorio Shoshone, tenían grandes cantidades de pieles, concretamente de zorro y nutria, mucho más valiosas ahora que los pellejos de castor desde que dejaron de llevarse las chisteras de piel de castor. Un trueque general, lo suficientemente grande para limpiar un poblado, les llevaba varios días; el primero de los cuales siempre transcurría entre largos silencios y conversaciones casuales en el que los indios fingían poco interés por comerciar. Pero con la llegada del segundo día los comanches ya se habían decidido; y aunque Mart y Amos subieron los precios hasta niveles absurdos, pronto sus mulos estuvieron tan cargados que tuvieron que esconder parte de su botín de forma precaria para tener una excusa y continuar con la búsqueda.
Una vez pasado el silencio del primer día, a los indios les encantaba hablar. Cuando no conocían los hechos, se inventaban historias que sirvieran de explicación… ese era el principal problema cuando se les pedía información. Los buscadores oyeron que Debbie estaba con Corazón de Mujer, de los kiowas; con Cerdo Rojo, con El-que-Habla-con-Lobos, con Poni Perdido en el Cañón de Palo Duro. En una ceremonia fúnebre en la que los indios llevaban los rostros pintados de negro, oyeron que la pequeña había muerto hacía ya un año. Más tarde oyeron que llevaba muerta un mes. Muchos indios decían conocer a Cicatriz. Aunque nunca sabían dónde se encontraba exactamente, con frecuencia les informaban de que cabalgaba junto a Corona de Plumas Azul… un nombre que en ocasiones traducían por «Flor». Tanto Mart como Amos presentían que se iban acercando al final.
Ese fue el verano en el que un subjefe de los comanches noconas, llamado Pájaro Doble, intentó venderles una partida de squaws. En un principio los buscadores no tenían ni idea de lo que pretendía el indio. Este les hizo señas indicándoles que quería mostrarles algo y los condujo fuera del escuálido poblado de diez viviendas hasta las orillas del Rabbit Ear. Súbitamente, vieron a sus pies una bandada de ocho o nueve chicas indias totalmente desnudas, bañándose en un remanso poco profundo. Las chicas chillaron y se sentaron en el agua cuando aparecieron los extraños. Pájaro Doble habló; lentamente las chicas se pusieron de nuevo de pie y continuaron lavándose en un silencio tímido, enjabonándose los cortos cabellos con yuca.
Pájaro Doble les explicó mediante señas que le sobraban mujeres, pero le faltaba de casi todo lo demás… especialmente pólvora. ¿Les gustaban estas de aquí? Las gorditas. Las delgadas. Agarren y prueben. Amos dijo al jefe que no tenían con qué hacer trueque, pero Pájaro Doble no vio ningún inconveniente en eso. Prueben ahora. Si gustan, vayan a por pólvora, plomo; también estaría interesado en unas cuantas docenas de rifles de repetición. La squaw espera.
Algunas de las jóvenes squaws eran delgadas y bonitas, y una o dos eran de piel clara, delatando su sangre blanca. Amos miró a Mart y vio que este miraba fijamente con ojos vidriosos.
—Despierta —dijo Amos, clavándole un pulgar como la punta de una lanza—. ¿Vas a elegir alguna o no?
—Sólo sé una cosa —dijo Mart—; que, en cualquier caso, voy a tener que renunciar a algo: o bien renunciar ahora y regresar, o renunciar al hogar y quedarme al margen.
—Ese es justamente el problema. Pronto será demasiado tarde. Cuanto más tiempo pasas fuera, más deseas volver… aunque no sabes cómo hacerlo. Hasta que finalmente ya no te adaptas a ningún sitio. Acabas convertido en un hombre de squaw… acuérdate de lo que te digo. ¿Comprendes ahora por qué intenté que te quedaras en casa?
Durante aquel tiempo Mart experimentó de nuevo una pesadilla terrorífica. Creía que ya no iba a sufrirlas nunca más, ahora que tenía una idea bastante clara de qué las había causado. Pero el sueño regresó más fuerte que nunca y no había cambiado en absoluto. Las sepulcrales voces del sueño que le llegaban entre la rojiza oscuridad sonaban más extrañas y sobrenaturales que nunca, y se asemejaban vagamente a los aullidos de guerra que había oído en los Juncos. Amos le despertó sacudiéndole, pensando que estaba ahogándose con algo porque no emitía ruido alguno. Pero ya no durmió más esa noche.
Sin embargo, sus emociones se iban asentando y estaba cambiando. El dolor por la pérdida de sus seres queridos se había dividido y ahora le llegaba por dos vías distintas, ninguna tan terrible como la agonía por la pérdida que sintió en un primer momento. Una vía le llegaba en forma de multitud de pequeños recuerdos culpables de desconsideración por su parte que ahora ya no podría compensar. Las veces que había respondido descaradamente a Martha, las veces que no había tenido tiempo de leer a Debbie, cuando se olvidó de agradecer a Henry que le reparase su silla de montar… en ocasiones estos pequeños recuerdos le llegaban con un cruel lujo de detalles.
La otra vía por la que retornaba su dolor era en forma de ataques de añoranza. Normalmente tenían lugar cuando las cosas se ponían incómodas o algo iba mal. Mientras le duraban estos ataques, nada frente a él parecía ofrecerle esperanza alguna. No tenía hogar al que regresar. Ya no existía tal cosa sobre la faz de la tierra. Esta añoranza, sin embargo, poco a poco fue reemplazada por una añoranza por Laurie, la cual podía causarle preocupaciones de otro tipo, pero que al menos estaba viva y era real, por muy lejos que se encontrase.
Una frustración más inmediata era que no parecía ponerse al nivel de dominio de la lengua comanche que Amos estaba adquiriendo. Creía que esto era de suma importancia. La lengua de signos era útil, por supuesto, para hablar con los indios, pero también querían entender los comentarios no dirigidos a sus oídos. Quizás Mart estuviera siendo demasiado perfeccionista. Pocas sílabas comanches sonaban a algo parecido en inglés. Pero Amos las sustituía con sonidos aproximados, mientras que Mart intentaba pronunciarlas de la forma correcta, aunque no lo lograba.
Entonces Mart compró una squaw por accidente.
El joven tenía la intención de comprar una capa de piel de zorro que llevaba la india, pero se le complicó la negociación. Le cegó su tozudez y regateó con toda la familia durante horas. En un momento dado, Amos se acercó a él y se quedó mirándolo con curiosidad, hasta que su mirada puso a Mart nervioso.
—¿Qué diablos miras con la boca abierta? ¿Ves algo mal?
—Veo que te estás expandiendo, ¿no?
—He conseguido un buen pellejo… ¡eso es todo!
Amos se encogió de hombros.
—Supongo que se le puede llamar así.
Y a continuación se alejó. Mart acarició de nuevo las pieles de zorro. Le seguían pareciendo material de invierno de primera calidad. Cerró el trato abruptamente pagando un precio demasiado alto, impaciente por acabar. Pero luego fue incapaz de hacerse con las pieles. Amos ya había acabado de empacar los bultos en los mulos y era hora de marchar. Pero la squaw se limitó a ceñirse la capa aún más mientras parloteaba con él. Cuando la muchacha le indicó por señas que regresaba inmediatamente y se alejó corriendo por entre las viviendas, Mart se dio cuenta de que un inquietante número de comanches se apiñaban a su alrededor, mirándole de forma muy extraña. Perplejo y furioso, desistió y se abrió paso entre ellos hacia su caballo.
Cuando ya estaban a punto de partir, la joven squaw reapareció inesperadamente, tal y como le había prometido. Iba montada sin silla sobre un viejo jamelgo que evidentemente le pertenecía, y llevaba su bolsa de squaw embalada en un fardo abultado delante de ella sobre la grupa del animal. Tras ella se apretaba una falange entera de su gente, con las armas en las manos. Mart se dirigió a los desafiantes indios, indicándoles por señas «Un enorme y feliz regalo de mi parte para vosotros», con gestos rudos peligrosamente cercanos al insulto, tras lo cual se alejó, deseoso de partir de allí lo antes posible.
La joven comanche y su viejo jamelgo les siguieron. Mart la ignoró durante un kilómetro y medio, pero finalmente se vio obligado a enfrentarse a la realidad: la joven pensaba que se iba a ir con ellos. Con bruscas señas Mart le dijo que diera la vuelta a su poni. La joven lo hizo girar obedientemente una vuelta completa y volvió a seguirles. Mart, por medio de signos más elaborados y menos equívocos en esta ocasión, le indicó que debía regresar a su poblado. Ella se quedó quieta y lo miró.
Amos entonces dijo bruscamente:
—¿Qué demonios estás haciendo?
—¡Enviarla a su casa, naturalmente! No podemos dejarla que nos siga con…
—¿Y para qué diantre la has comprado si no la querías?
—¿Comprarla?
—Me estás diciendo que… —Amos paró en seco y se le quedó mirando con incredulidad—. ¿Tienes las agallas de quedarte ahí parado y decirme que no tenías ni idea?
—¡Claro que no tenía ni idea! ¿Me crees capaz de…? —no acabó la frase. Al comprender su ridícula situación se sintió abrumado y olvidó lo que tenía en mente.
Amos explotó.
—¡Pedazo de alcornoque! —gritó—. Por amor de Dios, ¿cuándo vas a aprender a tener cuidado con lo que haces?
—Bueno, ella tiene que regresar —dijo Mart hoscamente.
—¡Y un cuerno va a regresar! ¡Esos bastardos nos arrancarían la cabellera antes de la puesta de sol si los insultas de esa manera!
—Oh, maldita sea —gimió Mart—. Prefiero rendirme y…
—¡Cierra el pico! ¡Ve a buscar a tu maldita esposa y sigamos! ¡Lo que necesitamos es distancia!
Esposa. Esto no puede estar pasando, pensó Mart. Un hombre con mi suerte no debería haber sobrevivido. Al menos no tanto. Deberían haberme matado hace mucho tiempo. Y quizás lo hicieron… y eso es lo que ha ocurrido. Este caballo no transporta a nadie, sólo una silla de montar embrujada…
Ya no volvió a prestar mayor atención a la joven, pero cuando acamparon a la luz de las estrellas ella aún seguía allí, dando de beber a los animales y construyendo un cercado para estos, encendiendo una fogata, recogiendo agua. No dejaron que les cocinara esa noche, pero la joven los observó atentamente mientras freían las alubias y los filetes de venado, y mientras preparaban el café en la misma sartén. Mart vio que la india memorizaba sus movimientos para poder complacerles algún día. La miraba furtivamente. Era bastante joven, una mujer bajita y robusta, de metro y medio de altura. Su rostro era ancho y achatado, y mostraba hasta el momento una rígida expresión vagamente placentera. Como la mayoría de mujeres comanches, su piel era de color cetrino, de un color más claro que el de los hombres, y llevaba el pelo corto, según la costumbre comanche. Su largo e impronunciable nombre, cuando Amos le preguntó sobre ello, sonaba algo así como T’sala-ta-komal-ta-nama. «Quiere que la llames Mama», interpretó Amos, y soltó una risotada mientras Mart le lanzaba un improperio. Ahora que ya había superado su enfado, Amos estaba divirtiéndose más con esta situación que con cualquier otra cosa que Mart pudiera recordar. La india intentó decirle mediante signos lo que significaba su nombre, pero sin mucho éxito. Aparentemente, ella se llamaba algo parecido a «Gansos-Salvajes-que-Sobrevuelan-en-la-Noche-Graznando» o, quizás, «Patos-que-Hablan-Toda-la-Noche-en-el-Cielo». Durante el tiempo en el que ella estuvo en su compañía, Mart no pronunció ni una sola vez el nombre de la joven de forma que ella lo reconociera; normalmente, cuando se dirigía a ella empezaba diciendo «Mira…», palabra que ella comenzó a aceptar como su propio nombre. Amos, por supuesto, insistía en llamarla señora Pauley.
Y llegó el momento de acostarse, a pesar de los esfuerzos por parte de Mart de retrasarlo al máximo. Amos se enrolló en sus mantas, pero no mostraba ninguna señal de quedarse dormido; se quedó allí tumbado con los ojos tan brillantes como los de un gorrión, esperando con regocijo el inevitable bochorno de Mart. Mart ignoró a la diminuta comanche cuando finalmente extendió sus mantas, esperando que ella le dejara tranquilo si él la dejaba a ella. Pero no fue así. Sus movimientos eran tímidos, respetuosos, pero totalmente prosaicos mientras extendía sus propias mantas sobre las de Mart. Él ya se había preparado para algo así y decidió lo que debía hacer para evitar regalar a Amos una historia cómica a su costa, de la cual nunca podría dejar de avergonzarse. No deseaba a esta comanche en absoluto, y temía pasar la noche con ella, pero estaba decidido a dormir con ella aunque le costase la vida.
Se quitó las botas y, lentamente y con cuidado, se cubrió con las mantas. La joven comanche no mostró ni entusiasmo ni vacilación alguna, sino tan sólo una aceptación de lo inevitable cuando se deslizó bajo las mantas y se acurrucó junto a él. Ella estaba muy limpia… de hecho, bastante más limpia que él. Las mujeres comanches se bañaban mucho cuando tenían agua a mano… incluso si para ello tenían que romper hielo para meterse en el río. Y con frecuencia se perfumaban con humo de salvia, especialmente durante la menstruación, cuando este tipo de purificación se consideraba un ritual necesario. Parecía muy pequeña, y un poco asustada, y Mart sintió pena por ella. Durante unos instantes pensó que pasaría la noche sin ningún problema. Pero entonces le llegó, débil pero detectable e inconfundible, el olor a indio… No era un olor desagradable; tenía más que ver con el humo de sus fogatas, con la piel y el cuero curtido que llevaban, y con los búfalos, sin los cuales no sabían cómo vivir. Mart creía que ya se había acostumbrado al humo que impregnaba el aire de sus guaridas y que había superado el miedo irracional que lo había atenazado durante su niñez. Pero en ese mismo instante se quitó de encima las mantas bruscamente y se puso en pie.
—Necesito agua —dijo en lengua comanche.
Ella se levantó rápidamente y le trajo un poco. Se escuchó un ruido ahogado donde estaba tumbado Amos; Mart entonces vio fugazmente la boca apretada de Amos y su rostro enrojecido antes de que se cubriera la cabeza, enterrando así la risa que no podía reprimir. La ira se apoderó de Mart, de forma tan violenta que se quedó de pie tembloroso durante unos segundos e incapaz de darse la vuelta. Cuando se recuperó, se alejó hacia la oscuridad en calcetines; temía matar a Amos si se quedaba allí escuchando aquella risa amortiguada.
Pensó en una excusa que darle a ella cuando regresara. Le explicó mediante señas que su espíritu estaba preso de un tabú, de manera que debía dormir solo durante un periodo de tiempo que no especificó. Ella aceptó esta explicación de buena gana; era de la clase de explicaciones que le parecían lógicas y razonables a la joven india. A Mart también le pareció que la joven se sentía un tanto aliviada.
En su parada de mediodía del tercer día, Amos creía que ya se habían alejado lo suficiente para estar a salvo.
—Puedes deshacerte de ella ahora, si quieres.
—¿Cómo?
—Puedes darle un golpe en la cabeza, ¿no? Aunque, ahora que lo pienso, nunca te he visto muestras de tener el suficiente estómago para hacer algo tan práctico como eso.
Mart le miró durante unos segundos. Decidió que Amos estaba bromeando e ignoró su comentario sin responderle. Amos cogió dos tramos de una soga, los unió con un par de nudos grandes y la probó tirando con un fuerte chasquido.
—Te mostraré otra forma de hacerlo —dijo, y a continuación echó a andar hacia la joven comanche.
Rápidamente, Mart se colocó frente a él.
—¡Tira eso o te lo quito yo!
Amos le miró.
—¿Qué diablos te pasa ahora?
—Es por mi culpa que ella esté aquí, no por la suya. Ha hecho todo lo posible para ser agradable, y servicial y necesaria. Jamás había visto a ninguna criatura intentar con tantas fuerzas hacer las cosas bien. Si quieres zurrar a alguien… aquí me tienes.
—¡Debería enrollar esto alrededor de tu gaznate! —respondió Amos furioso.
—Adelante entonces. ¡Pero cuando te levantes, más te vale salir corriendo!
Amos se alejó.
La joven comanche estuvo con ellos durante once días, sirviéndoles, haciendo sus tareas, observándoles para adelantarse a sus necesidades. Al final del día decimoprimero, al atardecer, la joven fue a recoger agua y no regresó. Encontraron el cubo tirado en la orilla del riachuelo y, tras seguir las huellas, comprendieron a lo que se enfrentaban. Un solo indio había cruzado el río hasta donde estaba la joven; su poni búfalo se había quedado quieto sobre la arena húmeda mientras la joven montaba detrás del jinete. El indio probablemente fuera el amante de la joven. Se alegraron de que se la llevara, pero les puso los pelos de punta pensar que debió de haberles seguido durante todo ese tiempo sin que sospecharan lo más mínimo.
Aunque se sintió aliviado al deshacerse de ella, Mart se sorprendió echándola de menos durante muchas semanas, y se enfadó consigo mismo por echarla de menos. Después de un tiempo era incapaz de recordar qué fue lo que le hizo huir la noche que ella se deslizó bajo las mantas junto a él; se arrepintió de ello y pensó que había sido un idiota. Nunca la volvieron a ver de nuevo. Años más tarde Mart creyó oír hablar de ella, pero no estaba seguro. Una mujer comanche que murió cautiva dijo a los soldados que su nombre era «Mira». Mart sintió una extraña punzada, como de arrepentimiento pero sin motivo alguno por el arrepentimiento, al recordar cómo una diminuta joven comanche de ojos tristes había sido bautizada con ese nombre tiempo atrás.
Se había dado cuenta de que ella había estado intentando enseñarle comanche, aunque evitando siempre que él se diera cuenta de ello. Cuando ella le hablaba con el lenguaje de signos, pronunciaba al mismo tiempo las palabras comanches que correspondían a los signos, pero en voz baja, de forma que él pudiera obviar la palabra pronunciada si así lo deseaba. Ella respondía a sus preguntas con una chispa de oculto entusiasmo, y a la más mínima muestra de atención le contaba historias de esta manera durante horas sobre guerras y héroes, sobre milagros y magias. Mart jamás hubiera creído que sería capaz de aprender nada en un periodo de tiempo tan corto, tras haber estado devanándose previamente los sesos durante tanto tiempo intentando aprender el tozudo idioma. Pero, de hecho, resultó ser un punto de inflexión; las extrañas combinaciones de la lengua comanche finalmente comenzaron a significar algo para él. Cuando poco después tuvo ocasión de sentarse entre comanches, fue consciente de que era capaz de entender casi todo lo que decían. Amos finalmente comenzó a pedirle que le tradujera y antes de que terminara ese verano Mart actuaba de intérprete para ambos.
Al entender mejor a los comanches, Mart empezó a enterarse de noticias, o al menos de rumores filtrados a través de las mentes indias, acerca de lo que estaba pasando en la frontera. A la mayoría de los comanches no les preocupaba que los hombres blancos entendiesen los relatos de sus fechorías. Las Tribus Salvajes todavía no tenían motivos para temer represalias. Los asaltantes que regresaban se pavoneaban abiertamente de todas las masacres que habían cometido.
Tenían bastantes historias que contar. Tabananica, tras haber retado de nuevo a la caballería sin obtener resultados satisfactorios, se coló una noche en Fort Sill y huyó con veinte caballos y mulas del establo de la Agencia. Caballo Blanco, de los kiowas, para no ser menos, se llevó más de setenta animales del rodeo provisional en el mismo Fort Sill. Pájaro Inquieto, con la esperanza de recobrar el prestigio perdido en época de paz, penetró en Texas con cien guerreros, luchó contra una tropa de la caballería y la hizo picadillo, siendo él mismo el encargado de matar al primer soldado de caballería con su lanza corta. Lobo Tumbado entró en Sill con total descaro y negoció con el agente cuáquero la venta de un joven pelirrojo por cien dólares. Los jóvenes guerreros de Oso Veloz obtuvieron cantidades similares por seis niños, y por las madres de algunos de ellos, capturados en un ataque mortal en Texas. Los cautivos testificaban sobre el asesinato en masa de sus hombres y sin embargo veían cómo los asesinos cobraban el dinero y se marchaban libres en sus caballos. La Política de Paz había tenido un gran efecto… aunque no el esperado.
En muchas ocasiones, a medida que iba pasando el verano, los buscadores creían estar cada vez más cerca de Debbie, pero de alguna manera Corona de Plumas Azul seguía eludiéndolos, y el jefe guerrero Cicatriz les parecía cada vez más un fantasma que se esfumaba incesantemente. Sin embargo, seguían teniendo motivos para mantener la esperanza, aunque por otras razones. Los comanches despreciaban la Política de Paz, pero ahora se aprovechaban de ella descaradamente tras haber comprobado que era capaz de tolerar sus desmanes. Sin duda, ahora acudirían todos a la sombra de Fort Sill en cuanto el invierno cayera sobre ellos para disfrutar del refugio y de las raciones de comida proporcionadas por el gobierno. Quizás por primera vez en la historia las bandas más alejadas se reuniesen en una sola zona… y se estableciesen allí el tiempo suficiente para poder observarlas a todas en un mismo lugar.
Así pues, ese año no hicieron planes de regresar a casa. Cuando las grandes manadas de búfalos regresaron de sus pastos veraniegos en tierras de los sioux y los pies-negros, descendiendo por el territorio antes de la llegada de los helados vientos del norte, los dos buscadores dirigieron sus caballos hacia Fort Sill. Pronto se toparon con el rastro de un pequeño poblado, de unas veinticinco o treinta familias, que obviamente se dirigían hacia el mismo lugar que ellos. Siguieron el rastro de los surcos dobles que iban dejando los numerosos travois, aunque sin correr demasiado, porque, a pesar de estar aún a muchas semanas de distancia de Fort Sill, no tenían ninguna prisa por llegar allí. A los indios les llevaría un tiempo agruparse alrededor de la Agencia, y los indios que buscaban llegarían tarde. Algunos no aparecían hasta que sentían la punzada de las Lunas Famélicas… o incluso se abstenían de aparecer.
Casi instantáneamente, los huecos de las fogatas apagadas sobre las que cabalgaban y la forma cuadrada de huellas medio borradas de mocasines les indicaron que seguían a comanches. Un poco más tarde, al llegar a un lugar donde las huellas se veían con más detalle, pudieron afinar aún más sus conjeturas. La mayoría de los comanches llevaban flecos colgando de las pantorrillas, los cuales dejaban un sutil y largo rastro en el polvo. Pero un grupo de los kotsetakas, la llamada tribu de la parte alta del río, cosían colas de comadrejas en sus mocasines, y sus marcas eran más anchas e incluso menos visibles. Eso fue lo que encontraron allí, y les interesó, porque jamás se habían cruzado con esas gentes durante los catorce meses que llevaban de búsqueda.
Pero continuaron ignorando a quién estaban siguiendo hasta que se toparon con un cazador solitario de la tribu osage, bastante alejado de su propio territorio. Su rostro desprendía maldad y, aparentemente, no sentía ningún miedo. Cabalgó hasta ellos altaneramente, y mientras les pedía tabaco pudieron ver que al mismo tiempo comprobaba cuán disponibles tenían los buscadores sus armas, sin duda sopesando si podía acabar con los dos antes de que pudieran dispararle. Evidentemente, debió concluir que resultaba poco factible. En lugar de tabaco se conformó con un puñado de sal y un galardón ganadero que le otorgaba la segunda plaza en la modalidad de Cerda Adulta. Él les pagó con una información convincente e impactante, expresada con un chispeante lenguaje de signos, ya que no hablaba comanche.
El pueblo que estaban siguiendo, les dijo, se encontraba a dos noches de ellos. Veinticuatro familias; seiscientos caballos y mulos, cuarenta y seis guerreros entrenados para la batalla. Tribu, comanche kotsetaka, de la rama de la parte alta del río (la cual ellos conocían, aportando a la declaración del indio osage un mayor tinte de verdad). Jefe de Paz, Corona de Plumas Azul; jefes guerreros, Concho Dorado, Cicatriz, y también Terreno Rocoso, Oso Andariego y otros.
Los signos de Amos eran firmes, relajados, cuando le preguntó si aquellos indios llevaban con ellos cautivos blancos. El indio osage dijo que tenían a cuatro. Una mujer, dos niñas pequeñas. Un niño pequeño. Y dos chicos mexicanos, añadió tras reflexionar un poco más. En cuanto a él, les informó, estaba solo y cabalgaba en son de paz. Transitaba por el Camino del Hombre Blanco y jamás había robado a nadie en toda su vida.
Después de eso se alejó al trote abruptamente, sin ningún ceremonial, y los dos jinetes iniciaron consultas. Les tentaba cabalgar a toda velocidad, sin parar para nada, hasta alcanzar al poblado de comanches. Pero esa no parecía ser la alternativa más inteligente. Les iría bastante mejor si tuvieran tropas a mano, por muy ocupadas que pudieran estar en otros asuntos. Y los gentiles cuáqueros eran los más adecuados para interceder en la liberación de la niña, porque podían manejar mejor la negociación y con menor riesgo de que se produjera algún estallido que pudiera ocasionar un daño a la propia niña. Aunque tampoco había ningún peligro en reducir distancias. Podían perfectamente adelantar un día y medio y seguir a los indios durante unas cuantas horas para reducir el riesgo de perderlos entre la multitud de tribus indias ya acampadas, o de que cambiasen totalmente de planes. De todas formas, tenían que poner distancia entre ellos y aquel indio osage, cuyos últimos comentarios les habían convencido a ambos de que se trataba de un explorador de una partida de guerra, que sin duda les tenderían una emboscada si les dejaban.
Fingieron acampar, pero se pusieron de nuevo en camino con las primeras estrellas y cabalgaron toda la noche. Al amanecer descansaron cuatro horas por el bien de sus animales, luego peinaron una zona amplia; encontraron de nuevo el rastro del grupo y continuaron. El tiempo se estaba poniendo muy feo. Vientos brutales aullaban sobre la pradera, y a mediodía comenzó a elevarse una muralla negra azulada, oscureciendo el cielo del norte.
De repente, el ancho rastro que seguían viró hacia el sur en ángulo recto, como si se hubiera partido en dos por la cada vez mayor fuerza del viento.
—¿Van a por nosotros? —preguntó Mart y, a continuación, lo repitió gritando, porque el viento había acallado de tal manera sus palabras que ni siquiera él pudo oírlas.
—No creo que se trate de eso —le respondió Amos gritando—. ¿Qué podrían temer de nosotros?
—¡Bueno, algo hizo que se pararan en seco!
—¡Descubrieron alguna cosa! ¡De eso no cabe ninguna duda!
Mart consideró la posibilidad de que los osages se hubieran unido a los cheyennes y los arapahoes y hubieran entrado en guerra en gran número. Cuarenta y seis guerreros sólo podían facilitar la huida de sus gentes e intentar quitarse de en medio del camino de esa clase de alianza. Quiso preguntar a Amos qué pensaba de esto, pero hablar le resultaba tan difícil que lo dejó estar. Y además estaba comenzando a sospechar algo más. Esta vez la inquietud con la que reflexionó sobre los acontecimientos era racional, sin fantasmas de la infancia de por medio. El cielo y el viento les indicaban que podría sobrevenirles en cualquier momento un peligro mortal, de la clase de peligro contra el que no tenían medios con los que luchar.
Y a media tarde lo supieron. Balanceándose e inclinados hacia abajo para observar de cerca las huellas que seguían, concluyeron que seguían el rastro de indios que se movían hábilmente a grandes zancadas, casi corriendo. El cielo se había oscurecido y fue invadido por un profundo aullido. La fuerza del viento hacía que la pradera pareciera más extensa, de manera que los buscadores quedaron convertidos en un par de puntos reptantes sobre la faz de un mundo desolado. Amos se inclinó arrimándose a la oreja de Mart.
—¡Vieron venir esto! ¡Han huido hacia los desfiladeros de Wichita… eso es lo que han hecho!
—¡Jamás lograremos llegar antes de que oscurezca! ¡Tenemos que guarecernos antes!
Amos se ató con fuerza el sombrero sobre las orejas con su bufanda de lana. La bufanda de Mart dio un latigazo y amenazó con salir volando, como una criatura aterrada, cuando este intentó hacer lo mismo. Vio que Amos se retorcía sobre su montura para mirar en todas las direcciones, entrecerrando los ojos con fuerza contra el azote del viento. Parecía un hombre buscando desesperadamente una vía de escape, pero en realidad buscaba los mulos de carga. Los caballos se dejan conducir y viran ante una tormenta, pero los mulos tienden a dirigirse hacia ella, manteniendo el pelaje a contraviento. Durante un tiempo sus animales de carga mostraban cierta tendencia a virar hacia el viento, para luego volver a tomar el rumbo, intentando seguir a los caballos. Pero ahora se encontraban muy rezagados, se veían como pequeñas siluetas oscuras entre una negrura sobrenatural. Amos pronunciaba maldiciones que se perdían en el viento. Hizo girar a su caballo, fustigándolo con fuerza, y le forzó a avanzar por donde habían llegado.
Mart intentó seguirle, pero el semental de Fort Worth reculaba y luchaba, intentando todo menos avanzar por donde el jinete le indicaba. Mart le clavó las espuelas profundamente, y mientras el semental bajaba, lo frenó con todas sus fuerzas con las riendas altas y cortas. «Red, hijo de perra…» Tanto el hombre como el caballo podían morir fácilmente allí mismo si el semental se salía con la suya. El ancho cuello del animal se mantenía igual de recto que un tronco. Y en ese momento el semental bajó la cabeza y comenzó a corcovear el lomo con fuerza suficiente como para separarle el cráneo del cuerpo.
A lo lejos, Amos aseguró el primer mulo que había ido a buscar, y luego el segundo. Cuando se giró a favor del viento, fue la mula guía, la que llevaba los alimentos en los fardos que transportaba, de la que Amos tiró agarrando con fuerza su brida. El semental de Fort Worth seguía inmóvil en su surco cuando Amos regresó. Tanto Mart como el semental resoplaban con fuerza y parecían exhaustos. La nariz de Mart había comenzado a sangrar y un hilillo brillante se había quedado congelado sobre su labio superior.
—¡Tenemos que correr! —le gritó Amos—. ¡Por amor de Dios, sujeta esto con una cuerda!
Con la cola hacia el viento, el semental volvió al tajo, respondiendo de mala gana a las riendas. Mart pasó una cuerda por el mulo, por el cabestro primero, luego hacia atrás con un nudo de sujeción alrededor del cuello y a través del cabestro de nuevo. En cuanto trabó la cuerda en el cuerno de su silla el mulo le siguió, en ocasiones sentándose, en ocasiones con una especie de trote a saltos, pero siguiéndole igualmente.
Todavía no eran las cuatro, pero la noche ya caía sobre ellos, o, más bien, descendía desde las alturas una oscuridad más profunda que cualquier noche natural, bajando implacable para borrar la pradera. Durante unos instantes una franja de cielo amarillo brilló al sur en el horizonte, pero esta franja se fue estrechando hasta desaparecer, empujada más abajo del borde del mundo por la oscuridad. Amos señaló hacia una línea oscura cerca del horizonte, apenas más visible que una brizna de hilo horizontal. No se podía distinguir de qué se trataba, o a qué distancia se encontraba; en aquella luz traicionera y menguante no se podía estar seguro de si se apuntaba la mirada a un kilómetro de distancia o a quince. Más les valía que aquella marca oscura sobre la tierra fuera un bosque de sauces situado a los pies del barranco de un arroyo… o, al menos, en una hondonada de un cauce seco. Si no era más que una hilera de matorrales, sus posibilidades iban a verse muy reducidas. Giraron hacia allá, poniendo sus monturas a trote ligero.
Y entonces llegaron las primeras nieves, una fina filigrana de escarcha, oída y sentida antes que vista. Las partículas heladas volaban horizontalmente, paralelas al suelo, a enorme velocidad. Producían un agudo silbido contra el cuero, se introducían por la ropa e invadían el aire con un fuerte siseo. Este fino bombardeo aumentó rápidamente, llegando en ráfagas y volutas, y luego en una fuerte corriente. Y, al mismo tiempo, el viento aumentó; no pensaron que fuera posible que el viento soplara con más intensidad, pero así fue. Tiraba de ellos de tal manera que les arrebataba el aliento de la boca y hacía que sus barrigas se oprimieran contra la columna vertebral con tanta fuerza como si les lanzaran sacos de grano. Los caballos se quedaban sentados a medio galope con las embestidas poderosas del viento, haciéndoles caer sobre sus cuartos traseros y, al mismo tiempo, les hacía guiñar y tropezar cuando corrían. Los largos cabellos de sus colas azotaban sus flancos y algunos mechones de estos cabellos salieron volando.
En los últimos instantes, antes de quedar cegados por la nieve y la oscuridad, Mart captó una fugaz visión del rostro de Amos. Era de un color gris verdoso y estaba lívido, y no parecía el rostro de Amos. Alguna clase de fuerza e ímpetu había desaparecido de él. La mayor parte del tiempo el semblante de Amos tenía un aspecto impasible, aparentemente inexpresivo, pero era un espejismo. De hecho, los músculos de su cara marcaban una expresión de feroz confianza, una certeza casi inamovible, que ahora se había esfumado. Empujaron a sus caballos para que cabalgaran más juntos, inclinándose el uno hacia el otro de manera que se golpeaban mutuamente las rodillas sin cesar. Era la única manera de permanecer juntos, sin visión y sordos en medio del aullante caos.
Cabalgaron durante mucho tiempo empujados por el viento como hojas secas. No prestaban ninguna atención a la dirección que tomaban; la propia tormenta se ocupaba de guiarles. No fue hasta que los resollantes caballos comenzaron a tambalearse cuando Mart creyó que ya debían de haber sobrepasado la línea oscura que habían divisado. Su silla se resbalaba hacia atrás, arrastrada hacia los riñones del semental por la resistencia del mulo. Rebuscó el lazo del látigo para recoger cuerda, pero notó que tenía las manos tan rígidas por el frío que le dio miedo sacarlo por si se le escapaba de entre los dedos, perdiendo así el mulo, la silla, el caballo, y a él mismo, todo a un mismo tiempo. Esto acabará pronto, pensaba. La carga no va a resistir mucho más atada, y aunque resista los caballos no van a aguantar. Ni nosotros, tampoco… Tenía la garganta en carne viva; se le estaban formando costras de hielo sobre la nariz. Y los pies se le estaban durmiendo. Se habían deshecho de sus viejas botas de búfalo la primavera pasada y no se habían hecho más, porque esperaban pasar el invierno al abrigo de Fort Sill.
No tenía sentido asustarse, se dijo a sí mismo, al tiempo que le resultaba más difícil respirar. No hay nada más que podamos hacer. Nos desplomaremos directamente en algún sitio. O tal vez no. Lo que no puedan hacer los caballos por nosotros, no se hará…
Y caer es justamente lo que hicieron. Se despeñaron a media zancada, sin previo aviso, por un vacío de desconocidas profundidades. Aparentemente, cayeron al llegar a una curva pronunciada del barranco, porque Amos perdió el equilibrio en primer lugar. Su caballo cayó hasta la altura del hombro del jinete al desprenderse la tierra bajo sus cascos, y a continuación desapareció totalmente. Incluso en medio del estruendo de la tormenta, Mart pudo escuchar el crujido del cuello roto del poni. Tiró con fuerza, y en el mismo instante intentó primero virar y luego girar la cabeza del semental hacia la caída… y ninguna de las dos acciones sirvió de nada, porque el borde se deshizo y se desplomaron.
Por fortuna no se trataba de una gran altura. El barranco no tenía más de tres metros y medio de profundidad, un escalón al que apenas hubieran prestado atención si hubieran podido ver algo. El semental se retorció como un gato, dobló las patas bajo el cuerpo y cayó con fuerza sobre sus rodillas. El mulo cayó arrastrado encima de todo esto, impactando con su enorme peso y gran revuelo de patas, y luego se incorporó tambaleante e ileso. Mart nunca supo cómo ocurrió todo aquello sin que se produjera ningún daño importante.
Logró controlar a los otros dos animales y lanzó los brazos en busca de Amos. Permanecieron pegados, ciegos bajo la oscuridad y la nieve, guiando al semental y al mulo por el barranco en busca de un mejor refugio. Unos metros más allá se toparon con un bosquecillo de tamaño suficiente, recién abatido por el viento, y en ese preciso instante supieron que iban a salir de esta. Lo supieron, pero les costó demasiado recordarlo durante el fatigoso tiempo que iban a tardar en salir de allí. Permanecieron retenidos en aquel barranco durante más de sesenta horas.
En cierto sentido, la primera noche fue la peor. El aire estaba denso con nieve seca, pero el viento, que soplaba con fuerza huracanada por los miles de kilómetros de pradera, no permitía que la nieve se asentase, o que flotase, ni siquiera en la grieta en la que habían logrado refugiarse. No era posible encender ningún fuego. El viento soplaba con tal fuerza entre las paredes del desfiladero que la madera que lograban encender al cobijo de sus abrigos se desvanecía inmediatamente con una explosión de chispas blancas. Mart cavó un agujero en forma de bañera en uno de los laterales, pero el fuego tampoco duraba mucho allí. Sus cantimploras estaban totalmente congeladas y no podían tragar la polenta seca ni el tasajo duro como el hierro sin algo de agua. Improvisaron unas capas y abrigo para los pies con unas cuantas pieles que habían empacado en los fardos del mulo guía y pasaron toda la noche estampando los pies contra el suelo.
En algún momento durante esa noche, el semental de Fort Worth se soltó y se marchó con la tormenta. Con el aullido de la ventisca ni siquiera le oyeron marchar.
Al día siguiente la nieve comenzó a rodar en volutas por la pradera y el barranco se llenó. Ya se encontraban mejor para entonces. Habían hecho unos protectores de piel para el mulo, evitando así que se le helaran los cascos mientras esperaba de pie, y lo habían alimentado con manojos de ramas de sauce. Con la lona de los fardos y algunas ramas cruzadas mejoraron su refugio bajo el sauce caído, de manera que mientras la nieve los cubría lograban crear un pequeño habitáculo en el que el fuego por fin podía arder. Derritieron nieve y estofaron carne de caballo, y se turnaron para permanecer despiertos y evitar que el otro se durmiera durante demasiado tiempo. Los periodos interminables en los que permanecieron enterrados en vida eran interrumpidos por cortas salidas en busca de madera, o de ramitas de sauce, o para frotar las patas del mulo.
Pero la tercera noche fue en algunos aspectos la peor de todas. Se habían hecho unas botas de nieve con aros de madera de sauce y cuero de caballo helado, atado con correas calentadas al fuego; pero Mart ya no creía que fueran a usarlas jamás. Llevaba derrumbado contra el helado suelo por aquel estruendo asesino demasiado tiempo y no oyó el cambio imperceptible en el rugido del cielo revuelto cuando la ventisca comenzó a amainar. Esta pesadilla había durado siglos, y se había resignado a que duraría eternamente, hasta que la muerte les trajera la única paz posible.
Yació rígido e inerte en su agujero bajo la nieve, girándose lentamente una vez cada hora, por hábito, para prevenir que Amos se quedase dormido hasta morir. Intentaba imaginar cómo sería estar muerto. Estaban tan cerca de ello, en este refugio tan parecido a una tumba, que ya había dejado de considerar la muerte como un inconveniente. Sus cuerpos jamás serían encontrados, por supuesto, ni enterrados de forma apropiada. Con el deshielo, los cuervos les picotearían hasta dejar sus huesos limpios. Finalmente, las corrientes del deshielo barrerían sus esqueletos arrastrándolos por el desfiladero, rompiéndolos, esparciéndolos en pedacitos hasta que quedaran flotando en la corriente, un fémur aquí, una costilla allá, un cráneo lleno de gravilla medio enterrado en el cauce seco.
La gente que los conocía probablemente se imaginaría que habían muerto en la tormenta de nieve, aunque nadie sabría dónde exactamente. ¿Mart Pauley? Se perdió el año pasado en la ventisca… Mart Pauley murió hace cuatro años… diez años… cuarenta años. No, ni siquiera su nombre existiría en la mente de nadie, en ningún lugar, durante tanto tiempo.
Amos le sacó de allí de una forma un tanto extraña. Mart estaba sumido en un sueño peligrosamente cercano a un coma, cuando se dio cuenta de que Amos estaba cantando… si es que se le podía llamar cantar. Era más un gruñido, de larga duración, con tonos roncos que procedían de lo más profundo de su garganta irritada. Mart levantó la cabeza y escuchó, preguntándose con un desconsuelo cercano a la indiferencia si Amos se había vuelto loco, o si había sufrido un delirio. A medida que iba despertándose reconoció las palabras comanches. El misterioso sonido era un cántico.
El sol derramará vida en la tierra para siempre…
(Cabalgué en mi caballo hasta que murió).
La tierra hará brotar hierba nueva siempre…
(Blandí mi lanza mientras sangraba).
Las estrellas pasearán por los cielos eternamente…
(Dejad los huesos de mi poni sobre mi tumba).
Era una canción fúnebre comanche. Los miembros de alguna sociedad de guerreros… ¿La Hermandad de los Lobos de Nieve?… Se suponía que estos cantaban mientras morían.
—¡Maldita sea, para de hacer eso! —gritó Mart, y golpeó a Amos con las manos entumecidas.
Amos no estaba delirando. Se incorporó malhumorado y comenzó a comprobar sus agarrotadas articulaciones. Entonces gruñó.
—No tienes mucho oído musical, ¿eh?
De repente Mart fue consciente de que el mundo más allá de su prisión estaba en total silencio. Avanzó torpemente hasta atravesar la espesa capa de nieve. El cielo estaba gris, pero la superficie nevada casi lo dejó ciego con su brillo. Y de un lado al otro del horizonte no se divisaba nada moviéndose por la superficie blanca. El mulo permanecía en una especie de pozo que había horadado él mismo para guarecerse de más de un metro y medio de nieve. Había mordisqueado la corteza de todas las ramas que tenía a su alcance, pero sus pezuñas estaban bien. Mart arrastró a Amos fuera y se echaron una mirada el uno al otro.
Sus labios estaban amoratados y cortados, y tenían los ojos inyectados de sangre. La barba de Amos tenía hielo pegado que iba a permanecer allí lo que le quedase de vida. Pero no estaban impedidos, y se habían liberado, y tenían un mulo entre ellos.
Todo lo que tenían que hacer ahora era atravesar unos ciento cincuenta kilómetros de nieve hasta Fort Sill, y entonces estarían seguros de que habían logrado dejar la ventisca a sus espaldas.