Tras varios días pensando en las cosas tremendas que iba a decirle, Mart consideró que ya estaba preparado para enfrentarse a Amos. Creía que Amos se le echaría encima antes de que acabaran la disputa. Lejos del hogar, Amos era considerado un respetado y violento pendenciero. «Se me acabaron las palabras», Mart le había oído decir justificando muchas de sus peleas. «No podía hacer otra cosa con él, sólo pegarle». Pues que lo intentase con él.
Pero cuando le dio alcance, bastante al norte de Salt Fork, todas estas cavilaciones resultaron inútiles, porque Amos no se enfrentó a él.
—He hecho todo lo posible para liberar tu mente —dijo Amos—. Mathison tenía pensado ponerte en las botas de su hijo Brad. Y ahora que lo menciono, es justamente su par de botas las que llevas puestas. Y Laurie… ella te quería.
—Esa cuestión nunca surgió —respondió Mart rápidamente.
Amos se encogió de hombros.
—No puedo decirte mucho más de lo que ya te he dicho.
—No, seguro que no puedes. ¡No sin acabar sentado sobre tu culo!
Mart siempre había considerado a Amos un hombre enorme, quizás debido a que cuando lo vio por primera vez le llegaba por las rodillas. Pero ahora, mientras Amos clavaba durante unos segundos los ojos en los suyos, Mart advirtió por primera vez que los ojos de ambos se encontraban a la misma altura. La señora Mathison tenía razón cuando dijo que Mart había pegado el último estirón.
—Supongo que debí dejar la carta de Jerem tirada por ahí.
—Sí. La dejaste tirada por ahí.
Mart había pensado hacer una bola con la carta y tirársela a Amos a la cara, pero comprendió que ya no podía hacerlo. Así que se limitó a devolvérsela.
—Esto de ahora es otra cosa de la que quería dejarte fuera —dijo Amos—. Martha se dedicó a criarte durante quince años de su vida. Me sentiría bastante mal si acabaran contigo por mi culpa.
—No tengo planeado que acaben conmigo.
—«Trae la recompensa», dice aquí. Por lo que sé acerca de Jerem, no es de los que se fían de que le paguen cuando cree que se lo ha ganado. Lo más probable es que intente asegurarse.
—Bueno, ¡Jerem debería suponer que no llevas los mil dólares encima!
—Ah, ¿no los llevo?
De modo que sí que los llevaba. Amos había partido con el dinero. Eso sí que era una locura, pensó Mart. Y en voz alta dijo:
—Si tiene en mente robarte, supongo que de todas formas no te dirá la verdad.
—Creo que sí lo hará. De manera que más tarde pueda reclamar el dinero en caso de que nos escapemos de sus garras.
—¡Hablas como si estuviéramos planeando robar el cebo de una trampa para ratones!
Amos se encogió de hombros.
—Al menos debo reconocer una cosa. En un caso como este, dos revólveres tienen diez veces más oportunidades de vencer que uno.
Mart se sintió halagado. Después de eso fue incapaz de enzarzarse en una pelea con Amos. Las cosas volvieron a ser como antes de su regreso al hogar. La nieve se derritió y continuaron avanzando por el barro. Luego las temperaturas volvieron a descender y el suelo húmedo se congeló como si fuera una placa metálica. Amenazaba con caer más nieve cuando llegaron al puesto militar de Jerem Futterman, donde el arroyo de la Mula Perdida se unía a Salt Fork. El arroyo no siempre se había llamado Mula Perdida. Tiempo atrás había sido conocido como Río Asesino. No sabían por qué ni cómo cambió de nombre, pero quizás hubiera sido bueno recordarlo en esos momentos.
Jerem Futterman era de complexión delgada, pero recio, y se movía con destreza. Si hubiera sido un caballo para conducir ganado, lo habría comprado alguien a quien le gustasen las monturas de tamaño mediano, y más tarde le habría disparado en caso de que no le gustaran los caballos traicioneros. Los recibió al otro lado de un mostrador construido con tablones apoyados sobre barriles, en la oscuridad de su establecimiento con techo de vigas bajas de madera, y parecía sentirse más a gusto tras esa barrera que le separaba de los extraños. En otro tiempo se le conoció por otro nombre. Algunos pensaban que se hacía llamar Futterman porque pocos habrían sospechado que un hombre hubiera escogido tal apellido para sí a menos que fuera el verdadero.
—Sabía que vendríais —dijo—. Tomad una copa.
—Tómatela tú —Amos rechazó la jarra, pero lanzó una moneda de medio dólar sobre los tablones del mostrador.
Futterman vaciló en un principio, pero terminó tomando un trago y se guardó el medio dólar en el bolsillo. Todo el proceso era observado por cuatro squaws en cuclillas y apoyadas contra la pared y un mestizo de rostro achatado que dormitaba en un rincón. Mart había visto a cuatro o cinco personas más al entrar, la mayoría arrieros curtidos y una cuadrilla de ganaderos que habían establecido allí un cuartel provisional.
La jarra descendió y procedieron con el convencional intercambio de insultos que se hacía pasar por buen humor en aquella región.
—No pensé que siguieras en pie —dijo Futterman—. La última vez que te vi estabas tirado de espaldas en el suelo de un bar de Painted Post.
—Pues tú no has cambiado mucho. Ya veo que no te has lavado ni te has cambiado esa camisa —respondió Amos, y decidió que ya bastaba de cortesías—. ¡Veamos ese vestido!
Un momento de total silencio invadió la estancia antes de que Futterman hablara.
—¿Tienes el dinero?
—No voy a pagar nada por el vestido. Pagaré cuando encuentre a la niña… viva, ¿me oyes?
El comerciante tenía el tic de bajar los párpados y mantenerse inmóvil con la cabeza ladeada, como si escuchase. El silencio se prolongó hasta un punto insostenible; entonces, Futterman abandonó el cuarto sin dar ninguna explicación. Mart y Amos intercambiaron miradas. Todo el mundo se preguntaba qué pasaría a continuación; del lugar manaba una sensación maligna y paralizante. Pero Futterman regresó en breve portando un trozo de tela enrollado.
Sin duda, era el vestido de Debbie. Amos lo inspeccionó, centímetro a centímetro, y Mart supo que buscaba manchas de sangre. Era algo peculiar con qué frecuencia la gente que habitaba al oeste de Cross Timbers se sorprendía buscando cosas que temía encontrar. El vestido estaba confeccionado con pequeñas puntadas de hilo obra de los dedos de Martha, como Amos debía estar recordando en ese momento. Pero ahora el bolsillo estaba medio roto, y el agujero cuadrado de donde se había sacado la muestra en la parte delantera del vestido parecía una especie de mutilación india, como si el pequeño vestido estuviera muerto.
—Habla —dijo Amos.
—Un hombre tiene derecho a esperar algún tipo de pago.
—¡Estás perdiendo el tiempo!
—Pagué veinte dólares por esto. Fuerzas a uno a que te dé y te dé, pero cuando te toca…
Amos lanzó una moneda de oro, y Mart vio que Futterman se arrepentía de no haberle pedido más.
—Además he tenido otros gastos, ya sabes, antes…
—Sandeces —respondió Amos—. ¿De dónde lo sacaste?
Transcurrió otro largo periodo de tiempo en el que Jerem Futterman adoptó aquella extraña postura de escucha. Este hombre es cauto, pensó Mart; es calculador y se esconde los ases en la manga… pero en el buche tiene gusanos donde debiera tener arena.
—Lo trajo un joven salvaje. Lo había robado, naturalmente. Dijo que pertenecía a una criatura…
—¿Está viva?
—Eso dijo el indio. Dijo que fue capturada por Jefe Cicatriz a finales del verano pasado.
—¡Ten cuidado, Jerem! ¡Jamás he oído hablar de ningún Jefe Cicatriz!
—Ni yo tampoco —respondió Futterman encogiéndose de hombros—. Se supone que es un jefe guerrero de los comanches nawyecky.
—Jefe guerrero… —repitió Amos con desprecio. Entre los comanches a cualquier guerrero con una buena temporada de asaltos se le llamaba jefe guerrero.
—Si quieres que me calle, sólo tienes que decírmelo —replicó Futterman, impaciente—. ¡No te quedes ahí de pie contradiciéndome a cada segundo!
—Sigue hablando —dijo Amos, relajándose un poco.
—Cicatriz se dirigía al norte. Se suponía que iba a cruzar el Rojo para pasar el invierno en Fort Sill. Todo esto según el salvaje que robó el vestido. Quizás estuviera mintiendo.
—Y quizás mientas tú —dijo Amos.
—En ese caso, no la encontrarás, ¿verdad? Y yo no me ganaré esos mil dólares.
—Ya puedes estar seguro de que no —convino Amos. Embutió el vestido de Debbie en el bolsillo de su morral de piel de oveja.
—Quedaos a pasar la noche, si queréis. Podéis elegir entre aquellas squaws.
Las squaws estaban sentadas impasibles con los párpados bajados. Mart se fijó en que un par de ellas, con la piel clara de los mestizos, eran las mujeres más bonitas que jamás hubiera visto. Sin embargo, Amos rechazó la oferta. Compró un escuálido mulo cargado de maíz por otros veinte dólares, tras una breve discusión por el escandaloso precio.
—Te espero de vuelta cuando la encuentres —le recordó Futterman—, para poner el dinero aquí en esta mano —y mientras lo decía mostró la sucia palma a la que se refería.
—Regresaré si la encuentro —dijo Amos—. Y también si no lo hago.
Quedaba ya poca luz cuando partieron hacia el norte vadeando el arroyo de Mula Perdida. Las nubes se rasgaron y surgió la luna llena, enorme y roja al principio, pero fue haciéndose más pequeña y palideciendo a medida que se elevaba. Y en dos horas supieron que la solitaria pradera no estaba lo suficientemente solitaria, en lo tocante a su propia seguridad física durante la noche. El semental de Mart fue el primero en avisarles. Comenzó a levantar las orejas y a mostrar interés por algo invisible que no emitía sonido alguno, situado a cierta distancia de ellos por la misma ribera del Mula Perdida en la que se encontraban. Cuando rompió a relinchar supieron que allá había caballos. Mart le pegó un firme tirón hacia arriba, y agarró con fuerza la embocadura de manera que el alboroto que el caballo estaba a punto de causar jamás se produjo. Pero el caballo continuó inquieto y alborotado desde ese momento.
Aunque pudieron evitar que el semental comenzara a relinchar, no lo lograron con el mulo de carga. Un poco más adelante, el animal levantó la cola, irguió la cabeza y rasgó la noche con un rebuzno capaz de estremecer al mundo entero.
—Ese cabeza de chorlito va a despertar a todos los habitantes de Kansas —dijo Mart—. ¿Quieres que le ate la cola hacia abajo? He oído que no pueden rebuznar si no estiran la cola hacia arriba.
Amos jamás había visto que nadie probara ese truco, pero se imaginaba que podía apostar en contra aunque sólo fuera por el porcentaje de probabilidades.
—Eso es lo que me gusta de ti —dijo—. Cualquiera puede contarte cualquier cosa absurda que se le pase por la cabeza y tú te lo tomas a pecho desde ese momento como un hecho totalmente probado.
—Bueno, entonces… ¿por qué no nos repartimos su carga, le metemos un higo chumbo debajo de la cola y lo soltamos para que no dé la lata?
—De todas formas, nos seguiría.
—Podemos dejarlo atado. Meterle un tiro, incluso. Tal cual vamos es lo mismo que ir viajando con una banda de música.
Amos lo miró con expresión incrédula.
—¿Y perder un mulo de quince dólares por culpa de los hombres de Jerem? Creo que no me conoces muy bien. Deja que la bestia siga cantando.
El caso es que no les llegaba ninguna respuesta al rebuzno del mulo desde el otro lado del arroyo. El semental quizás hubiera olido a una manada de mustangs, pero los mustangs responderían a un mulo al igual que a un caballo. Sus animales llamaban a caballos montados por jinetes, probablemente de raza española.
—No veo ninguna razón —dijo Mart— por la que no puedan galopar poniéndose por delante y tendernos una emboscada en cuanto quieran intentarlo.
—¿Y cómo sabes que no lo han intentado?
—Porque no nos han disparado. Podrían elegir cualquier momento o el lugar que quisieran.
—Yo no te he conducido a cualquier lugar que ellos quieran. ¿Por qué crees que di un rodeo tan amplio unos cuantos kilómetros atrás? Esa es nuestra gran ventaja… ellos tendrán que adaptarse al lugar que yo elija.
Continuaron cabalgando sin pausa, mientras la luna se encogía hasta parecer una pálida moneda de diez centavos cruzando el cenit. El mulo perdió interés, pero el semental seguía inquieto e intentó relinchar. Los acosadores invisibles y silenciosos que les pisaban los talones seguían allí.
—Esto no puede durar eternamente —dijo Mart.
—Ah, ¿no?
—Tenemos que despistarles o atacarles. O…
—¿Para qué? ¿Para que puedan venir a atacarnos en algún lugar más alejado, cuando menos lo esperemos?
—No me da la impresión de que vayan a desistir —replicó Mart—. Si este tipo de persecución tiene que continuar durante días y semanas…
—Tengo intención de acabar con ello esta misma noche —dijo Amos.
Descabalgaron al fin en el agreste terreno a partir del cual subía el cauce del Mula Perdida. Amos buscó una zanja seca e hicieron una fogata pequeña sobre un montón de arena seca. Mart había hecho todo lo que Amos le había ordenado hasta ese momento.
—Supongo que tengo derecho a saber qué te propones hacer —dijo finalmente.
—Bueno, podríamos hacer un par de muñecos con…
Mart se rebeló entonces.
—¡Si no he oído un millón de veces la historia del tipo que rellenó su manta con hierba y se alejó reptando bajo unos matorrales, no la he oído nunca! A la mañana siguiente la manta siempre está llena de flechas. Docenas de ellas. Nunca una sola flecha, como haría un indio ahorrador. ¡Bueno, ya sabes lo difícil que es hacer una flecha!
—No estoy pensando en indios.
—No, supongo que no. Supongo que deben de ser unos dementes.
—Tanto en el póquer como en la guerra —afirmó Amos— lo mejor es un plan simple y estúpido. La razón por la que oyes hablar tanto acerca de los viejos trucos es porque siempre funcionan. Nunca lo intentes con un plan profundo y complicado. El otro tipo no podrá seguirlo; le hará confiar de nuevo en su sentido común… y eso es la última cosa que quieres que pase.
—¡Pero todo esto es infantil!
Amos afirmó entonces que lo que uno planifica de antemano no sirve de mucho; es más probable que le perjudique que otra cosa. Lo que uno debía imaginar era lo que el otro tipo tenía en mente. Era la forma de usar el plan del otro lo que decidía quién de los dos pasaba a formar parte de la lista de los difuntos llorados. Pero no volvió a mencionar los muñecos de hierba.
—¿Tienes hambre? Creo que se mantendrán alejados y esperarán a que acampemos. Tenemos tiempo para comer, si te apetece cocinar algo.
—Me da igual si no vuelvo a comer nunca más. No con eso que está ahí escondido en la oscuridad.
La única precaución que tomaron fue retirarse de la zanja iluminada por las brasas y refugiarse bajo un falso abeto de ramas bajas en la ribera del río. El primer lugar en el que miraría un asesino, pensó Mart, en cuanto diese con el campamento. Mart se enrolló en sus mantas, dejando a Amos sentado y apoyado en el tronco del abeto, con el rifle entre las manos.
—La cuestión, Martie —Amos retomó la conversación—, es que un hombre tiene muchas probabilidades de ver lo que espera ver. Casi siempre se lo imagina todo mentalmente por adelantado. Así que sólo es necesaria una pequeña ayuda para que se engañe a sí mismo. Como en una ocasión con los Rangers, cuando el capitán Harker ofreció una recompensa de quinientos dólares por un tipo…
—Tonterías, ¿cuándo han dado los Rangers quinientos dólares a alguien? No al menos en el gobierno de Texas, eso te lo aseguro.
—… por capturar vivo a un tipo llamado Morton C. Pettigrew. El capitán hizo que imprimieran su descripción en octavillas. De estatura mediana, peso medio, color del cabello, color de los ojos…
—¡Eh, espera un segundo!
—Cierra el pico. De temperamento sociable y distante; tranquilo, pacífico y siempre causando problemas.
—Jamás he conocido a un tipo así.
—Bueno, ¿sabes que esa descripción nos trajo a más de cuarenta fugitivos? Casi en todos los asentamientos de Texas encerraron a algún extraño en el calabozo y apuntalaron la puerta. Los teníamos de todos los tamaños y formas, sin pagar ni un solo centavo. Un irlandés pelirrojo bajito, y un esqueleto andante que me sacaba una cabeza, y un chino, y un número indeterminado de renegados mexicanos. Casi todos ellos merecían ser ahorcados por una cosa u otra, excepto el chino; tuvimos que dejarlo marchar. El capitán Harker se paseaba pavoneándose de un lado a otro de Texas cantando “Bringing home the sheaves” y hablando de presentarse a gobernador. Pero eso acabó con él.
—¿Cómo?
—El marshal en Caderock atrapó a un tipo que decía que él era Morton C. Pettigrew. Enviamos a un hombre de regreso a Rhode Island, intentando comprobar su historia. Pero era su nombre correcto, sin duda alguna. Finalmente tuvimos que reunir la recompensa rascando de nuestros propios calzones.
—¿Piensas que usarán revólveres, o cuchillos? —preguntó Mart, nervioso.
—¿Qué? ¿Quién? Oh, supongo que cuchillos. Pero déjales que elijan. Nos ocuparemos igualmente de ellos, vengan con lo que vengan. Ve a dormir. Ya me ocupo yo de todo.
Lo único que sabían era que el ataque llegaría. No había ninguna duda de ello ahora. El semental volvía a relinchar y golpeaba el suelo con las patas. A Mart no le hacía nada feliz la perspectiva de los cuchillos. La mayoría de los norteamericanos preferirían ser reventados de un tiro que enfrentarse a la punzada y corte del acero desgarrador… nadie parecía saber por qué. Mart no era distinto. Duérmete, me dice el tipo. Menudo momento para dormir, sabiendo que tu siguiente movimiento será matar a un hombre o llevarte una puñalada en el gaznate. Y sabía que Amos estaba bastante más inquieto de lo que quería hacer creer. Amos no había hablado tanto desde hacía muchísimo tiempo.
Mart se tumbó tan cómodamente como pudo para la insomne espera que tenía por delante, y se quedó dormido un segundo más tarde.
Lo despertó la detonación de un rifle y de pronto se encontró sumido en los diez minutos más confusos de toda su vida. Aquel sonido no era el pitido que deja la detonación de un rifle junto a tu oreja, sino más bien un aullido explosivo, como un gruñido, que se escucha cuando le disparan a uno desde poca distancia. Se echó a rodar para cambiar la posición en la que había sido detectado, y entonces se oyó un segundo disparo. Cuando la bala impactó, se escuchó una tos apagada, seguida de un leve sonido de ahogo, y después el silencio. Amos no estaba bajo el abeto; lo primero que pensó Mart es que acababa de escuchar el disparo que lo había matado.
Abajo en el barranco las brasas de la fogata brillaban todavía. No pasaba nada allí; la acción había tenido lugar detrás del abeto, sobre la ladera. Se arrastró sobre la barriga hasta el lugar donde había escuchado el impacto de la bala sobre un hombre. Pero allí había dos cuerpos en lugar de uno; el más cercano a él estaba a sólo seis metros del lugar donde había estado durmiendo. Ninguno de aquellos hombres muertos era Amos. Y ahora Mart pudo escuchar el repique de cascos de un caballo a la carrera.
Desde un pequeño risco a unos treinta metros habló ahora dos veces un rifle. El segundo fogonazo le indicó el lugar donde un hombre estaba erguido, apuntando y disparando en su dirección. Mart apuntó con el rifle, pero en el segundo que tardó en fijar el objetivo en la mirilla bajo la escasa luz, la figura desapareció. El sonido del caballo al galope se apagó y la noche quedó en total silencio.
Mart se refugió y esperó; esperó durante largo rato hasta que escuchó unos suaves pasos cerca de él. Al voltear el rifle, la voz de Amos dijo:
—Quieto Mart. Los disparos han acabado.
—¿Qué diablos está pasando aquí?
—Futterman se quedó rezagado. Envió a estos dos para que reptaran hasta aquí. Resultaron un blanco sencillo desde donde me encontraba. Sin embargo, Futterman… me hizo falta bastante más cantidad de plomo para cazar a ese. Huía como una cabra escaldada.
—¿Y qué demonios hacías tú por ahí?
—Fui a ver si llevaba mis cuarenta dólares encima —no era la explicación que Mart esperaba, y Amos lo sabía—. Recobré las monedas de oro. Las llevaba todavía en los pantalones. Lo que no sé es dónde están mis monedas de medio dólar.
—Pero ¿cómo… cómo lograste localizarles y atraparles?
¿Qué se le puede decir a alguien tan seguro de sí mismo, a alguien que muestra tanto desprecio por el azar como para usarte de cebo? Mart podía haberle dicho algo. Hubo unos segundos en el que había tenido a Amos nítidamente en su punto de mira, sin reconocerle. Un poco más de presión en el gatillo pegado a su cabello y Amos habría acabado con la cabeza reventada por pasarse de listo. Pero lo dejó estar.
—De todas formas, hemos salido de esta —dijo Amos.
—No estoy tan seguro de que hayamos salido totalmente de esta. Algo así puede crearnos problemas durante mucho, mucho tiempo.
Amos no le respondió.
A medida que avanzaban, un denso banco de nubes se posó encima de la luna poniente. Una hora más tarde, la nieve comenzó a caer en copos tan grandes que probablemente apagaron las últimas brasas de la fogata que habían dejado atrás. Los rayos de sol sólo encontraron tres tenues montículos allá en el barranco; eran los cuerpos apenas reconocibles bajo la alfombra de nieve.