Cuando Laurie cerró la puerta se quedó con la frente apoyada en esta durante unos segundos, escuchando el golpeteo de los cascos, a veces amortiguados por la nieve, a veces repiqueteando sobre el suelo helado, del semental de Fort Worth mientras intentaba tirar a Mart de su grupa. Cuando el semental se calmó, Laurie escuchó cómo Mart daba media vuelta para recoger las riendas de Sweet-face y las del mulo negro malhumorado en el que había cargado sus cosas. Después le oyó partir, pero permaneció allí de pie apoyada en la puerta, escuchando los cascos que se alejaban. Más que golpes, los cascos sonaban como crujidos sobre la nieve, pero la joven pudo oírlos durante bastante tiempo. Finalmente incluso ese sonido se apagó y tan sólo pudo escuchar el tictac del reloj y el crujido de la madera retorciéndose bajo la escarcha de la noche invernal.
Apagó la lámpara, cruzó el frío dog-trot y se metió en la cama. Tembló durante unos minutos entre el frío de las sábanas de tela de saco de harina, pero dormía sobre dos gruesos colchones de plumas y pronto se calentaron. Durante varios años los Mathison habían criado un gran número de gansos, especialmente para hacer colchones de plumas. Tuvieron que dejar sueltos a los gansos y los coyotes acabaron con los últimos que quedaban, pero los colchones les durarían casi toda la vida.
En cuanto recobró cierto calor, Laurie se echó a llorar. No era dada a este tipo de reacciones. Los hombres Mathison no tenían paciencia con las mujeres lloronas, y no sentían ninguna simpatía hacia ellas, así que las mujeres Mathison aprendieron a evitar exabruptos nerviosos de este tipo. Pero en cuanto dejó que salieran las primeras lágrimas, la joven lloró más y más fuerte. Tal vez había estado almacenando todos los lloros posibles durante mucho tiempo. Tenía ya su propia habitación, con una sola ventana de ranura para rifles, demasiado estrecha para que pudieran herirla desde el exterior, pero el separador de tablones que servía de puerta era demasiado fino para detener el sonido. Laurie hundió el rostro profundamente en las plumas e hizo todo lo posible para evitar que se escapara algún sonido. Pero no fue suficiente. En una noche normal todo el mundo habría estado profundamente dormido hacía rato, pero su madre la oyó y entró y se sentó en el borde de la cama.
—Métete bajo el edredón, Ma —logró balbucear Laurie—. O te vas a enfriar.
La señora Mathison se metió parcialmente en la cama, pero permaneció sentada. Sus dedos artríticos de tanto trabajar se movían con dificultad intentando acariciar el cabello de su hija.
—Ya, Laurie… Ya pasó, Laurie…
Laurie enterró el rostro aún más profundamente en el colchón de plumas.
—¡Me voy a convertir en una solterona! —exclamó con expresión rebelde y palabras medio ahogadas.
—¿Por qué, Laurie?
—No hay ningún chico… ningún hombre… en esta parte del mundo. Creo que este viento eterno se los lleva volando. Deja toda la comarca totalmente pelada.
—Pues a mí me parece que cuando llegan las cuadrillas hay por aquí suficientes vaqueros a ras de suelo. Al menos desde la paz. Estas tierras están llenas de ellos. Peor que las hormigas en un fregadero con platos sucios.
—¡Oh! —gimió Laurie con amarga desesperación—. ¡Esos son búhos espant…! —su mente no estaba totalmente clara. Por supuesto, había querido decir espantabúhos… un término aplicado a los forajidos a los que les gusta viajar de noche. Era cierto que los peones que vagaban por los ranchos para ser contratados como vaqueros temporeros eran con frecuencia forajidos buscados por la justicia. Si a un Ranger se le ocurría tan siquiera detenerse junto a algún carromato de comidas, salían corriendo del lugar tantos peones que los ganaderos habían solicitado airados a los Rangers que se abstuvieran de acercarse a las cuadrillas. Pero no eran malos profesionales… no eran bandidos ni asesinos; la mayoría eran tan sólo jóvenes que se habían metido en algún tipo de lío al que no se veían capaces de hacer frente. Muchos de los ganaderos preferían este tipo de ayudantes, porque se marchaban por voluntad propia, ahorrándole a uno la incómoda tarea de tener que despedir a los mejores jinetes leales que realmente quisieran quedarse y trabajar. Y no suponían ningún riesgo para las chicas de los ranchos. Ni siquiera entraban en la casa para comer, una vez que se habían reunido los necesarios para contratar a un cocinero para la cuadrilla. La mayoría de ellos había bromeado con Laurie, y la habían jaleado, mientras era pequeña, pero dejaron de hacerlo cuando cumplió quince años. Por aquel entonces se mantenían alejados de ella, pensando quizás que ya estaban metidos en bastantes problemas. Habitualmente, pasaban junto a ella cabizbajos y murmuraban un «Buenas, señora» con un tímido tirón al ala ladeada de su sombrero. Enseguida se alejaban con el carro, se les pagaban los servicios y se marchaban hasta más ver.
De hecho, Laurie casi siempre elegía a algunos de ellos para idolatrarlos, de los que imaginaba estar enamorada a una buena distancia de seguridad. Después de que el elegido se marchase cabalgando, totalmente ignorante de sus sentimientos, ella se acordaba de él en ocasiones y tejía sueños a su alrededor durante meses y meses. Pero no estaba de humor para recordar todo eso ahora.
La señora Mathison suspiró. Honestamente, no podía decir mucho a favor de los temporeros como candidatos aceptables.
—Hay muchos otros. Como… como Zack Harper. Es un chico tan simpático y limpio…
—¡Ese vago!
—Y está Charlie MacCorry.
—¡Él! —exclamó la joven con mueca desdeñosa.
Su madre no insistió. Charlie MacCorry perdía más tiempo por el rancho del que le gustaría a la señora Mathison, y no quería que se hiciera ilusiones. Charlie rebosaba de buen ánimo y confianza, y se le podía considerar ostentosamente atractivo, al menos desde cierta distancia. De cerca, sus atractivas facciones parecían de alguna manera exageradas, casi caricaturescas. Lo que la señora Mathison veía en él, o pensaba que veía en él, no era más que ruidosa estupidez recubierta de vanidad. Al mencionarlo, realmente había tenido que rebuscar en lo más hondo del tonel.
Reconocía que lo que estaba padeciendo ahora Laurie era un proceso inevitable que toda chica tenía que sufrir en algún punto entre la adolescencia y su boda. La señora Mathison era una mujer con poca imaginación, pero muy observadora y con una poderosa memoria, de forma que podía recordar haber pasado por esa misma fase ella misma. La sensación era de una gran inquietud, como la agitación de una joven oca salvaje en la estación de migración; como si alguien le estuviera diciendo: «¡Ahora, ahora o nunca! Ahora o la vida pasará por tu lado…». Nadie que conociera a la señora Mathison hubiera podido adivinar que a los dieciséis años se escapó con un tahúr fanfarrón, tras haberle visto secretamente tan sólo un par de veces en su vida. Podía acordarse de los vergonzosos resultados con dolorosa claridad, pero no de las emociones que la llevaron a hacerlo. Se acordaba del episodio con vergüenza, como una inexplicable locura de la que fue salvada cuando su padre los alcanzó y se la llevó de vuelta a rastras.
Probablemente se sintió de la misma forma cuando escapó una segunda vez… en esta ocasión con mayor éxito, con Aaron Mathison. Su padre, un tendero conservador y pilar de la Iglesia Baptista, pensaba que los ascendientes cuáqueros de los Mathison eran gentes ignorantes y confundidas, y dignas de lástima en el mejor de los casos. Pero consideraba al joven y greñudo Aaron un hombre asilvestrado peligrosamente irresponsable, que no merecía ni un ápice más de confianza que el tahúr del que había rescatado a su hija… el cual, al menos, mostró el buen juicio de escapar del peligro en lugar de correr hacia él. Jamás volvió a dirigir la palabra a su hija. La señora Mathison siempre consideró que esta segunda escapada había sido un acto sensato y necesario, sobre el cual sus padres se mostraron extrañamente ciegos y equivocados. En verdad, Aaron Mathison era un hombre que se asemejaba a un enorme árbol de profundas raíces, al que ella estaba fuertemente unida, como el liquen; no podía concebir ninguna clase de vida sin él.
—Mi cielo, querida niña mía —dijo ella en ese momento con compasión—, Martin regresará. No te quepa duda que regresará.
En realidad no sabía si volverían a ver a Martin Pauley otra vez, pero la señora Mathison temía los escándalos —las escapadas, las bodas baratas— de los que eran capaces las jóvenes en esa fase de sus vidas y que su propia vida ilustraba. Quería dar a Laurie alguna esperanza que la reconfortase para ayudarla a superar aquella peligrosa etapa.
—Me da igual lo que haga —dijo Laurie con voz lastimera—. No es nada de eso.
—Jamás me lo hubiera imaginado —dijo su madre, reflexionando, al tiempo que ignoraba la obvia mentira de su hija—. Pero si siempre os comportabais… como dos niños traviesos. ¿Cuánto tiempo llevas…? ¿Cuándo empezaste a pensar en Mart de esa manera?
Ni la propia Laurie lo sabía. De hecho, por lo que podía recordar, había empezado hacía una hora. Mart había sido prácticamente su mejor amigo de fuera de la familia durante toda su niñez. Pero su amistad, en efecto, había sido como la de dos niños. Últimamente, recordó Laurie con repugnancia, había pensado estúpidamente que Charlie MacCorry era más divertido, y mucho más interesante. Pero Laurie había recibido con una cálida e inocente satisfacción la idea de que Mart viviera con ellos bajo el mismo techo. Ahora que él se había marchado tan de repente… irremediablemente, sentía que había dejado un inesperado y ruinoso vacío en su mundo que nada parecía poder llenar. Laurie no podía explicar todas estas cosas a su madre. No sabría cómo empezar.
Cuando Laurie no contestó, su madre le dio unas palmaditas en el hombro.
—Todo te parecerá distinto cuando pase un poco de tiempo —dijo echando mano de los inútiles clichés típicos de los padres—. Estas cosas siempre pasan. Sé que no lo crees ahora, pero es así. El tiempo todo lo cura…
Y así concluyó ambiguamente. Besó el cogote de Laurie y se marchó.