Mart se despertó en la oscuridad del amanecer invernal. Se embutió los pantalones y encendió el fogón antes de acabar de vestirse. Cuando descolgó su raída colada de detrás de la caldera se le ocurrió dejar la ropa de Amos colgada allí, pero no fue capaz de hacerlo. Hizo una bola con las prendas de Amos y las lanzó hacia su cuarto. Cuando ya hubo devorado un trozo de pan y algunas sobras de carne fría, se encontró con Tobe y Abner, que acababan de levantarse.
—Tengo que ir a recoger las cosas que Amos me ha pedido —dijo—, de allí… de su casa. ¿Queréis enseñarme qué par de mulas puedo llevarme?
—Será mejor que esperes a que calentemos el desayuno, ¿no lo has tomado?
—Ya he comido algo.
No le cuestionaron.
—Toma aquellos dos potros zainos, allí, en el corral cercano… el que tiene el cobertizo.
—Quiero que te fijes en el buen par que forman esos dos —dijo Tobe con expresión de radiante orgullo—. Les llamamos Sis y Bud. Y en cuanto al tiro, ese par es capaz de dejar atrás a parejas el doble de grandes.
—Sis es prácticamente la única potra que montamos por aquí —dijo Abner—. Pero se compenetran tan bien que no podíamos prescindir de ella. Oh, por cierto, cocea un poco…
—¿Un poco? —replicó Tobe—. Le dio a Ab una coz tan fuerte que el pobre se quedó colgado dando vueltas a la barandilla como un pelele.
—A nadie le importa alguna que otra coz de Sis en el trasero, cuando se la conoce…
—No dejaré que les pase nada —prometió Mart.
Se llevó maíz pelado para la pareja de potros y los cepilló mientras se alimentaban. Desabrochó las correas congeladas del arnés con las manos enfundadas en los guantes y consiguió enganchar el carromato y salir de allí antes de que Amos se despertase.
Incluso desde cierta distancia el rancho de los Edwards parecía extrañamente desolado. Le fue difícil saber por qué ocurría esto hasta que recordó que la casa ahora se alzaba solitaria, sin el establo, el cobertizo, ni los montones de heno. La nieve ocultaba la madera chamuscada y la ceniza de lo que se había quemado, como si nunca hubiera existido. Arriba, en la colina, donde Martha y Henry y los chicos estaban enterrados, la nieve había cubierto hasta las cruces que él mismo había fabricado.
Un poco más cerca, cuando se aproximó al porche trasero, fue empeorando el efecto de desolación. Nadie hubiera podido creer lo mucho que se había deteriorado aquel sólido edificio en tan sólo unos pocos meses, pero daba la impresión de que había permanecido deshabitado desde hacía cien años. La nieve cubría el porche y se amontonaba a bastante altura contra la propia puerta, libre de pisadas. Tras las ventanas polvorientas las guirnaldas de Laurie colgaban fantasmagóricas recortándose contra el negro vacío.
Cuando logró forzar la puerta y desatascarla del umbral congelado, lo recibió un frío silencio en el interior, más gélido en cierta forma que el viento helado de la pradera. Se escuchaba una tenue y aguda música que sonaba incesantemente en la casa vacía; era el soplido del viento en las chimeneas. Casi todo lo que recordaba había sido reparado y colocado en su sitio, pero una fina y uniforme capa de polvo lo cubría todo, a pesar de que Laurie lo había limpiado en Navidad. El plato del pastel no tenía ni una sola miga, y desde él radiaban innumerables rastros de ratones sobre el polvo de la mesa.
Recordó algo acerca de la mesa familiar. Debajo de esta, dos o tres centímetros bajo la cubierta, en uno de los soportes de la estructura había una repisa escondida. En una ocasión, cuando Laurie y él tenían aún cinco o seis años, los Mathison les habían visitado para preparar caramelos masticables. Mart le enseñó a Laurie la repisa secreta bajo la mesa y colocaron allí unos cuantos trozos de caramelo. Más tarde, un trozo de caramelo se quedó allí pegado y Mart se despellejó los dedos intentando soltarlo durante meses. Años más tarde descubrió que el tozudo trozo de caramelo pegado era en realidad la cabeza de un tornillo que no se podía ver, tan sólo sentir con los dedos.
Encontró alguna ropa de invierno que sin duda le vendría bien, incluyendo algunos calcetines gruesos que Martha y Lucy habían tejido para él. Ya no quedaba nada que hubiera pertenecido a Martha o a las chicas en los armarios. Supuso que los baúles cerrados que había por alrededor contenían las pertenencias que los comanches no se habían llevado. Se dirigió a un pequeño cofre que había sido de Debbie con la intención de llevarse algo de la pequeña, algo que le sirviera de compañía, pero se paró en seco antes de abrir el cofre. Tengo estas manos en las que ella solía apoyarse, se dijo. No necesito nada más. Sólo encontrarla.
No se dio prisa en regresar. Quería perderse la cena en casa de los Mathison por miedo a arremeter contra Amos delante de todos los demás; así pues, tomándose su tiempo en cada una de las cosas que hacía, logró despistar la mayor parte del día.
El fulgor rojizo que despedían las brasas del fogón era la única luz que había en la casa de los Mathison cuando llevó los potros al establo, pero una lámpara se encendió en la cocina antes de que Mart entrara. Laurie le esperaba despierta y estaba molesta con él.
—¿Quién te ha dado permiso para quedarte por ahí hasta cualquier hora, espantando a todo el ganado?
—Amos y yo siempre pasamos la noche en la pradera —le recordó a la joven—. Es donde vivimos.
—No cuando yo te estoy esperando.
Se había envuelto en una capa doble de mantón tejido a mano y ceñido con un cinturón de piel. Sólo asomaba la punta del cuello alto de su camisón de franela, y un poco de su empeine desnudo con venillas azuladas entre los mocasines y el dobladillo. De hecho, no llevaba ni más ni menos ropas que las que le había visto llevar durante toda la vida; no había ningún motivo para que el atuendo le pareciera tan íntimo como de alguna manera le parecía ahora.
—No fui allí para causar problemas —y se marchó para lanzar la ropa que había recogido al cuarto de la abuela.
Amos no estaba en su camastro; su silla de montar y todo lo demás había desaparecido.
—Amos se ha marchado —informó Laurie innecesariamente.
—¿Y no ha dejado ningún recado para mí?
—No ha dejado ninguno —le respondió. Dio unos golpes a la rejilla de la estufa y puso más madera en el fogón—. Sólo dijo que te informáramos que se había tenido que ir —Laurie lo empujó suavemente hacia atrás contra el banco para que se sentara—. Te he remendado la ropa, bueno, lo que he podido remendar.
Mart pensó en los agujeros causados por la silla en los muslos de sus otros calzones.
—Oh, Dios mío —susurró Mart.
—No sé qué es lo que te preocupa —le dijo ella— y te hace sonrojar tanto. Tengo hermanos, ¿o no?
—Lo sé, pero…
—Soy una mujer, Martie —Mart había supuesto que ese era justamente el quid de la cuestión—. Nosotras lavamos y remendamos vuestra ropa sucia durante toda la vida. Cuando sois pequeños, incluso os bañamos. Nunca entenderé por qué un hombre puede mostrarse tan tímido delante de una mujer.
Mart no entendía nada en absoluto.
—Hablas como si un tipo pudiera ir por ahí totalmente desnudo.
—No me importaría. Aunque, si fuera tú, no lo intentaría delante de Pa, al menos mientras te quedes con nosotros.
Laurie se dirigió al fogón para prepararle la cena.
—No me voy a quedar, Laurie. Tengo que alcanzar a Amos.
La joven se giró para ver si hablaba realmente en serio.
—Pa cuenta contigo. Va a ocuparse de vuestro ganado ahora, ya sabes, junto al suyo…
—El ganado de Amos.
—Ha despedido a los dos vaqueros para el invierno, pensando que tú y Amos ibais a regresar. Por supuesto, no es difícil volver a contratar a otros vaqueros. Charlie MacCorry se ofreció para hacer el trabajo.
—MacCorry es un jinete rápido y eficiente —fue todo lo que dijo.
—No sé qué crees que puedes hacer tú para encontrar a Debbie que Amos no pueda hacer —Laurie se volvió para mirarle directamente con expresión solemne y los ojos oscurecidos bajo la tenue luz—. Él la va a encontrar, Mart. Por favor, créeme. Lo sé.
Mart esperó, pero ella volvió a girarse hacia la sartén sin dar mayores explicaciones. Así que en ese momento el joven aprovechó la ocasión y le confesó la verdad.
—Eso es lo que me asusta, Laurie.
—Si estás pensando en las propiedades —dijo ella—, en las tierras y el ganado…
—No es eso —le dijo él—. No, no. No es eso.
—Sé que Debbie es la heredera. Y Amos nunca ha tenido nada en toda su vida. Pero si crees que él dejaría que tocasen ni un solo cabello de la cabeza de esa niña por todas esas cosas materiales, entonces es que te has vuelto loco.
Mart sacudió la cabeza.
—Se trata de sus oscuros arrebatos —le dijo él, y se quedó sorprendido de que pudiera hacer que un peligro mortal sonase tan idiota.
—¿Qué?
—Laurie, te lo juro, he visto todos los fuegos de los infiernos arder en sus ojos en cuanto piensa en tener en la mirilla de su rifle a un comanche. Tú no lo has visto como yo lo he visto. Le he visto coger su cuchillo… —no acabó la frase. No quería contarle a Laurie las cosas que había visto hacer a Amos—. Sabe Dios que odio a los comanches. Los odio como jamás pensé que un hombre podía odiar. Pero si atacas uno de sus grupos, y matas a algunos… ¿sabes lo que les pasa entonces a los pequeños cautivos blancos que han capturado? Les revientan los sesos. Siempre ocurre lo mismo, siempre.
Le dio la impresión de que ella no parecía dar mucho crédito a lo que le estaba diciendo. Lo intentó de nuevo, hablándole con vehemencia a sus espaldas.
—Amos es un hombre que puede enloquecer. Podría ocurrirle en el peor momento. Yo daba por hecho, esperaba, poder estar allí para detenerle en caso de que llegara la ocasión.
—Tendrías que matarle —dijo ella con un hilo de voz.
No respondió a eso.
—Dímelo ahora. ¿Adónde ha ido? ¿Cuál es ese lugar donde tú estás tan segura que la encontrará?
Laurie se quedó totalmente inmóvil durante unos segundos. Cuando recuperó el movimiento, sacudió la sartén con una mano mientras con la otra sacó un sobre abierto del escote de la bata y se lo ofreció. Mart reconoció la carta que había recogido Aaron Mathison para Amos. Clavó los ojos en el rostro de la joven con mirada inquisitiva mientras cogía la carta.
—Esperábamos que quisieras quedarte —dijo ella; toda la vitalidad se había esfumado de su voz—. Pero supongo que en cierta forma me lo esperaba. Parece que ya sólo te preocupa una cosa en este mundo. Así que robé la carta para ti.
Mart desplegó la única hoja de papel pautado que contenía el sobre abierto. Llevaba unas pocas líneas escritas con lápiz de mina blanda, bastante difuminadas.
—¿Crees en las corazonadas? —preguntó Laurie—. No, por supuesto que no. Hay algo que me aterra en todo esto, Martie.
El mensaje era de un comerciante que Mart conocía y que vivía en Salt Fork del río Brazos. Se hacía llamar Jerem (de Jeremiah) Futterman[2]… un nombre bastante improbable, cuanto menos, para ser el suyo propio. Se sabía que ya había dejado de comerciar con indios, pero lo había hecho en el pasado y se excusaba afirmando que su verdadero centro de negocios era el lejano oeste, en Arroyo Blanco, fuera de Texas. La nota decía:
Compré un vestido de talla pequeña a un indio. Si lo que te adjunto aquí es un trozo del vestido de tu niña, trae la recompensa, sé dónde han ido.
Clavado en la parte baja de la hoja con una tachuela de herradura había un pedazo de percal de unos seis centímetros. La suciedad que lo ennegrecía se extendía por toda la superficie de la tela, como si no lo hubieran lavado durante mucho tiempo. Las pequeñas flores no se destacaban mucho del fondo, pero allí estaban. Laurie estaba apoyada sobre el hombro de Mart mientras este sostenía la muestra de tela bajo la luz. Un mechón del pelo de la joven le hacía cosquillas en el cuello y notaba su respiración en la mejilla, pero Mart ni siquiera le prestó atención.
—¿Es suyo?
Mart asintió.
—Pobre vestidito sucio… —Mart no se atrevía a mirarle a los ojos a Laurie—. Tengo que conseguir un caballo. Sólo necesito un caballo.
—¿Es eso lo único que te detiene?
—No me detiene. Alcanzaré a Amos. Tengo que hacerlo.
—Tienes caballos, Martie.
—Yo… ¿qué?
—Tienes los caballos de Brad. Pa lo dijo. Y lo dijo en serio, Martie. Amos nos contó lo que pasó en el Warrior. Muchas de las cosas que tú callaste.
Mart no pudo hablar durante un minuto, y cuando recobró el habla tampoco supo qué decir. La sartén comenzó a humear y Laurie fue a apartarla del fogón.
—La mayoría de los ponis de Brad ya no están. Pero el semental de Fort Worth sigue en pie. Va a cumplir doce años, pero aún es capaz de superar a cualquier otro animal. Y el castrado leal y ligero… el rápido, con la mancha blanca en la cara.
—Pero ese es Sweet-face —dijo Mart; recordó que fue la propia Laurie con trece años de edad la que bautizó a aquel potro—. Laurie, ese es tu mejor caballo.
—No tenemos mucho más donde elegir, chaval. Esos dos son los que hay. Amos los quería para intercambiarlos por los suyos y llevárselos, pero Pa los guardó para ti.
—Soltaré a Sweet-face para que regrese a casa —prometió Mart—, a este lado de Fiddler’s Crick. Debería de cruzar el río poco después de la puesta de sol.
—¿Poco después… partiendo cuándo?
—Ahora —le respondió él.
Mart estaba ya montado en la silla cuando Laurie salió de la casa, corrió por la nieve y elevó el rostro para que la besara. De pronto, salió corriendo hacia la casa y cerró la puerta tras ella. Mart espoleó al semental de Fort Worth con cierta violencia. Bruscamente, y de un solo tirón, Mart recobró todos sus sentidos y a punto estuvo de caer de su montura. El semental había dado un tirón más fuerte e irrefrenable que el de ningún otro caballo que Mart hubiera cabalgado antes, como si estuviera hecho de roca y barras de hierro. Diez segundos de relinchos contenidos le aclararon la cabeza, aunque tenía la sensación de que los dientes se le habían aflojado un poco, y así se puso en marcha.