12

Tomaron cerdo fresco y los primeros boniatos caramelizados que Mart había visto desde el Día de Acción de Gracias de hacía un año. Tobe preguntó a Amos cuántos comanches había abatido en la Pelea de los Juncos.

—No lo sé —Amos se mostró a un mismo tiempo impasible e incómodo al responder—. Disparé a dos o tres docenas de ellos. Pero las otras alimañas se los llevaron a rastras. Más asustados que heridos, probablemente.

—¡Me apuesto lo que sea a que tienes las alforjas llenas de cabelleras! —exclamó Tobe.

—¡Ni una sola!

—Tan sólo las pisoteó en el barro —explicó Mart, y se sorprendió al ver que los ojos de Amos se ensanchaban con un destello de ira.

—Cuando se haga de día —le dijo Amos a Mart, obviando totalmente el tema—, quiero que tomes prestado el carromato y lo lleves a mi casa. Los chicos te dirán qué par de mulas puedes llevarte. Recoge todas las ropas de verano, mías o tuyas, que nos dejamos.

Ese «mi casa» no le sonó bien a Mart. Siempre había sido «la casa de Henry» o «la casa de mi hermano» cuando Amos hablaba de aquel lugar.

—Carga también todos los víveres que no hayan robado o no se hayan echado a perder. En especial todas las conservas intactas. Y todas las herramientas que veas. Tráelas aquí. Y si alguno de mis caballos ha regresado, pon grano en la compuerta de cola del carromato para que te sigan de regreso.

Ahí estaba ese «mi» de nuevo. «Mis caballos» en esta ocasión. Amos había sido dueño de un solo caballo, y ya estaba muerto.

—¿Y qué hay de…? —Mart iba a preguntar sobre lo que debía hacer con los caballos de Debbie. Debbie, y no Amos, era la heredera del ganado de los Edwards, si seguía viva—. Nada —se interrumpió.

Tras la comida, Aaron Mathison y Amos juntaron sus cabezas de nuevo en la parte más alejada del cuarto. Su larga conversación en parte trataba de hacer cuentas, pero Mart no podía oír lo que decían. Laurie llevó su cesto de costura hasta un banco junto a los fogones e indicó a Mart con un movimiento de ojos que quería que se sentara junto a ella.

—Si vas a ir a… a casa —dijo casi en un susurro—, quizás debería contarte… algo. Hay algo allí… no sé si lo entenderás —Laurie se quedó sin saber qué decir y perdió pie.

—¿Te refieres a esa historia de que el lugar está encantado? —preguntó Mart abiertamente.

Ella le miró.

Mart le habló del jinete con el que se cruzaron una noche, y que se dirigía hacia las Naciones a hacer no se sabe qué negocios. Este hombre les contó que se dirigió a lo que él llamaba «la vieja casa de los Edwards», decidido a hacer noche en la casa abandonada. Pero entonces, al acercarse, vio luces moviéndose en el interior. No parecía que en el lugar viviera alguien ni que estuviera iluminado. Era más bien una sola vela, que se movía de habitación en habitación. El tipo salió corriendo de allí como alma que lleva el diablo, concluyó Mart, y se disculpó por haber dicho diablo.

—¿Y qué dijo Amos?

—Se encerró en uno de sus negros arrebatos.

—Martie —dijo Laurie—, será mejor que sepas lo que ese hombre vio. De todas formas, encontrarás la vela derretida.

—¿Qué vela?

—Bueno… verás… se acercaba la víspera de Navidad y tuve un fuerte pálpito de que ibais a regresar a casa. ¿Nunca te ha pasado presentir algo que finalmente no es cierto?

—Y tanto que sí —dijo Mart.

—Así que… cabalgué hasta allí y encendí el fuego en el fogón, y limpié el polvo. Y… te vas a reír de mí, Martie.

—No, no me reiré.

—Bueno, yo… hice un par de guirnaldas navideñas de acebo y las colgué alrededor de las ventanas traseras. También dejé un pastel sobre la mesa. Bueno, algo parecido a un pastel… se deshizo casi todo al transportarlo. Pero me imaginé que tú sabrías que era un pastel. Ya puestos, podrías traerte el plato a casa.

—Lo recordaré.

—Y coloqué una vela en una ventana. Era una vela enorme… supongo que estaría encendida durante tres o cuatro días. Eso es lo que vio vuestro amigo el espantabúhos. No tengo ninguna duda.

—Oh —replicó Mart. Fue lo único que se le ocurrió decir.

—Luego me sentí estúpida e intenté regresar allí y borrar mis huellas. Pero Pa había cerrado bajo llave mi silla de montar. No le gustaba que estuviera fuera tanto tiempo preocupando a Ma.

—¡Bueno, lo mismo hubiera pensado yo!

—Será mejor que quemes esas estúpidas guirnaldas. Antes de que las vea Amos y se encierre en uno de sus «negros arrebatos».

—No son estúpidas —dijo Mart.

—Quémalas. Y no te olvides del plato. Ma piensa que Tobe lo rompió y se comió el pastel.

—Me dejas pasmado —dijo Mart con sinceridad—. ¿Cómo es posible que alguien se tome tantas molestias? Jamás vi algo igual.

—Supongo que simplemente estaba jugando a las casitas. Bastante infantil. Ahora lo comprendo. Pero… es que adoro esa vieja casa. No puedo soportar pensar que está a oscuras y desierta.

Entonces se le ocurrió a Mart que a Laurie le gustaría que esa vieja casa fuera su hogar y que brillara y tuviera vida de nuevo. Este era el mejor día de toda su vida, pensó, sobre todo teniendo en cuenta la forma tan prometedora en la que estaba acabando. Así que ahora, cómo no, algo tendría que echarlo a perder.

Dos piezas se abrían al fondo de la cocina, frente al dog-trot. La más grande era un espacioso y frío almacén. La otra, en la esquina más cercana al fogón, era un cubículo con una ventana en forma de ranura y una alfombra de piel de búfalo. Le llamaban el cuarto de la abuela, porque estaba pensado para ser utilizado por alguien mayor, o enfermo, que necesitase mantenerse caliente. Últimamente había sido amueblado con un par de camastros para visitas, de modo que no hubiera que calentar el barracón donde se alojaban los temporeros.

Cuando la familia se retiró atravesando el dog-trot, Amos y Mart arrastraron al exterior una barrica de madera para darse el baño pospuesto durante tanto tiempo. Lavaron las escasas mudas que llevaban y colgaron las prendas en una cuerda detrás del fogón para que se secaran durante la noche. Sus calzones raídos y holgados y los calcetines con agujeros parecían indecentes, allí colgados en una habitación del hogar de Laurie, pero no podían hacer nada para evitarlo.

—¿Qué tipo de carta te ha llegado? —preguntó Mart. Habitualmente los vagabundos a caballo no recibían ni una sola carta en toda su vida.

Amos sacudió unos calzones mojados, con enormes agujeros en la entrepierna, y los colgó para que escurrieran sobre la leñera.

—Del tipo personal —gruñó finalmente.

—Me lo merezco. No sé por qué nunca aprendo.

—¿Eh?

—Nada.

—Estaba pensando decírtelo —comenzó Amos.

—No es necesario.

—¿Qué no es necesario?

—Sé que esa carta no es asunto mío. Porque nada es asunto mío. Yo simplemente monto los caballos de otra gente. Vigilo que no se les pierdan.

—No estaba pensando en ninguna carta. ¿Harás el favor de dejarme hablar? Te digo que he hecho un trato con el viejo Mathison.

Mart se quedó en silencio y esperó.

—Tengo que largarme —dijo Amos, pronunciando lentamente las palabras. Transmitir información parecía costarle cada día más—. No voy a estar por aquí. Así que Mathison va a hacerse cargo de mi ganado uniéndolo al suyo, ya que yo no podré hacerlo.

—¿Y qué saca él? ¿El incremento de cabezas?

—¿Por qué?

—Por nada. Me pareció la pregunta más lógica, eso es todo. No me importa un rábano lo que hagas con tu ganado.

—Mathison sale ganando —dijo Amos.

—¿Cuándo partimos?

—Tú no vas a venir.

Mart reflexionó sobre ello.

—Me parece… —comenzó a decir, con una voz débil que le sonaba distante de sí mismo. Después comenzó de nuevo con un tono demasiado alto—: Me parece que…

—¿Por qué gritas?

—… Nos habíamos propuesto encontrar a Debbie —terminó Mart.

—Yo todavía la estoy buscando.

—Me parece bien, porque yo también la estoy buscando.

—Te lo acabo de decir… por Dios, ¿por qué nunca escuchas? —ahora era la voz de Amos la que se había elevado—. ¡Te voy a dejar aquí!

—No, no vas a hacerlo.

—¿Qué? —Amos le miró incrédulo.

—¡Tú no me vas a decir dónde tengo que quedarme!

—Tienes que vivir, ¿no es cierto? Mathison va a dejar que te quedes con ellos. Ayúdales con el trabajo que puedas hacer y sabrás de dónde sale tu comida.

—Yo he estado cazando nuestra comida —insistió Mart tozudamente—. Si puedo cazar para dos, puedo cazar para uno.

—Aun así necesitas cartuchos. Y un caballo.

Mart sintió que se le revolvían las entrañas bajo su corazón. Toda su vida había estado prácticamente rodeado de caballos; para cabalgar uno tan sólo era necesario atraparlo. Las únicas veces que pensaba si era o no propietario de un caballo era cuando algún animal rápido, como alguno de los de Brad, le hacía desear que fuera suyo. Pero Amos tenía razón. No hay nada en la pradera más indefenso que un hombre de la pradera a pie.

—Tomé la decisión de buscar a Debbie —dijo Mart—. Tengo intención de continuar.

—¿Por qué?

Mart le miró atónito.

—Porque ella es mi… ella es…

Había comenzado a decir que Debbie era su propia hermana pequeña. Pero en ese momento vaciló, Amos lo interrumpió.

—Debbie es la hija pequeña de mi hermano —dijo Amos—. Ella es de mi carne y de mi sangre… no de la tuya. Será mejor que dejes estas cosas para las personas a las que les concierne, chico. Debbie no es parte de tu familia.

—Yo… yo siempre sentí que era de mi familia.

—Bueno, pues no lo es.

—Nuestros… quiero decir, sus… sus familiares me acogieron. Estaría muerto si no fuera por ellos. Ellos incluso…

—Eso no los convierte en tu familia.

—De acuerdo. No tengo familia. Nunca dije que la tuviera. Voy a seguir buscando, eso es todo.

—¿Cómo?

Mart no le respondió a eso. No podía responderle. Tenía su silla de montar y su revólver, porque Henry se los había dado; pero la munición del revólver era de Amos, o eso pensaba. Mart se dio cuenta en ese momento de que un hombre puede ser tan libre como un lobo y, sin embargo, ser incapaz de hacer lo que quiere hacer.

Se acostaron en silencio. Amos habló en la oscuridad.

—No dejas que nadie te diga nada —se quejó—. Quiero que sepas algo, Mart…

—Sí… quieres que sepa que no tengo familia. Ya me lo has dicho. ¡Ahora cierra el pico de una maldita vez!

Algo que ocurre cuando uno está sobre una silla de montar todo el día, día tras día, es que no se puede permitir el lujo de dar tantas vueltas a sus preocupaciones como otros hombres cuando se acuesta por la noche. Te vuelves y te revuelves e intentas pensar en cómo salir del paso… durante aproximadamente un minuto y medio. Y luego te quedas dormido.