11

El mañana llegó y se marchó y les demostró que estaban equivocados. Ahora finalmente la partida de guerreros comanches se había dividido, y pequeños grupos de dos o tres caballos por hombre se separaron en diez direcciones distintas. Amos y Mart eligieron un rastro al azar y siguieron con suma tenacidad las vueltas y revueltas que les llevaban lejos por caminos inútiles. Lo perdieron sobre los salientes de piedra, en la corriente de agua, y en arena removida por el viento, pero siempre lo volvían a encontrar, y continuaban.

Pasó otro mes antes de que todos los rastros se convirtieran en uno solo, y las marcas en paralelo de múltiples travois probaban que al fin estaban aproximándose al poblado principal. Siguieron el camino hacia el noreste, ganando terreno rápidamente cuando la ruta reverdeció.

—Mañana —dijo Amos una vez más—. Ni todas las fuerzas del infierno podrán conseguir que se nos escapen mañana.

Esa noche nevó.

Por la mañana la pradera era un enorme vacío blanco, y cayó más nieve cada día durante toda una semana. Hacían algunas cábalas y conjeturas, pero las llanuras estaban vacías. Un día lanzaron a sus debilitados caballos a una escalada de dos horas, debatiéndose entre los ventisqueros hasta la cima de un cerro alto. En la escarpada cresta silenciaron a sus demacrados caballos, mientras con la mirada barrían la llanura durante largo tiempo. El cielo estaba oscuro ese día, pero cerca de la tierra el aire era diáfano; alcanzaban a ver hasta donde un hombre podría cabalgar a través de aquella espesa nieve en una semana. A ninguno se le ocurrió nada que decir, porque sabían que habían sido derrotados. Mart no había llorado desde la noche de la masacre. Luego sufrió una conmoción que lo dejó ciego y una pena dolorosa e inconsolable tan grande que creyó que jamás volvería a llorar. Pero ahora, mientras encaraba el vacío de un mundo que sin duda contenía a Debbie y sin embargo se mostraba desierto hasta sus horizontes más lejanos, comenzó a formársele un doloroso nudo en la garganta. Volvió el rostro para ocultar a Amos las lágrimas que ya no podía retener por más tiempo, y poco después espoleó su montura para retroceder y bajar aquella larga, larga pendiente, no fuera Amos a escuchar el hipido convulso de su aliento y el resoplido a consecuencia de las lágrimas que corrían y se le metían por la nariz.

Acamparon pronto rodeados de nieve, sin nada ya que les obligase a apresurarse o a alargar los cortos días.

—Esto no cambia nada —dijo Amos obstinadamente—. No a la larga. Si ella aún vive, está segura por ahora, y se la habrán quedado para criarla. Lo hacen de vez en cuando con niños lo suficientemente pequeños para ser criados a su manera. Así que… al final los encontraremos, eso te lo prometo. ¡Por Dios Todopoderoso, te lo prometo! ¡Es tan cierto que les vamos a dar caza como que la tierra gira!

Pero ahora debían comenzar todo de nuevo de otra manera.

Lo que Mart había notado era que Amos siempre hablaba de dar con «ellos»… nunca de encontrarla a «ella». Y los gélidos y reprimidos fuegos tras los ojos de Amos eran manifiestamente el fulgor del odio, no la preocupación por una niña perdida. Se preguntó inquieto si no habría algún tipo de peligro en esto. Y entonces le vino a la cabeza la idea de que Amos, bajo cierto estado de ánimo, podría pasar de largo junto a la niña y dejar que la sacrificasen siempre que viera la ocasión de matar comanches.

Sufrían ateridos de frío con las ropas ligeras con las que habían partido. Sus caballos eran cascarones con las costillas marcadas y se les había acabado la harina, la grasa, las cerillas, el café y la sal. Incluso se les estaba agotando peligrosamente la munición. Tenían que andar constantemente disparando a animales para comer… un venado canijo, una liebre toda huesos y pellejo; nada de lo que cazaban les duraba todo el día. Y tenían que usar dos cartuchos para encender un fuego… uno para prender una pizca de pólvora y otro para prender la yesca con un fogonazo. Debían regresar a casa y comenzar de nuevo, pero no podían; había muchas cosas que les quedaban por hacer, y que debían hacer, antes de tomarse un tiempo para regresar.

El Presidente Grant había delegado en la Sociedad de Amigos el trato con las Agencias Indias de las Tribus Salvajes, que en las Llanuras del suroeste incluían a indios que hablaban veinte idiomas distintos. Importantes en cuanto a fuerza o actividad eran los cheyennes, los arapahoes y los wichitas; los osages, una escisión de los sioux, y, especialmente, la alianza más mortífera e irreconciliable de todas, la de los comanches y los kiowas. Cuando llegaba el invierno, la afable y poco exigente administración de cuáqueros atraía muy rápidamente a un número considerable de indios hacia las Agencias. Además de las concesiones del gobierno, esto les otorgaba una amnistía estacional por los delitos cometidos durante sus escaramuzas de verano. Todos los años, comerciantes, agentes indios y soldados rescataban a niños blancos cautivos de estos amantes de la paz invernal. Y si fallaba esta opción, siempre era una buena oportunidad para observar, escuchar y aprender.

Mart y Amos se descolgaron por el sur hacia Fort Concho, donde volvieron a equiparse y negociaron un canje por unos caballos de recambio, perdiendo bastante dinero en la transacción por el mal estado en el que se encontraban sus propias monturas. Amos parecía haberse llevado suficiente dinero. Mart nunca había sabido cuánto dinero tenía Henry guardado en distintos escondrijos esparcidos por la propiedad de los Edwards, pero durante los últimos dos o tres años probablemente fuera una gran cantidad y, naturalmente, Amos no había dejado nada en la casa desierta. Los dos jinetes se dirigieron a la bifurcación norte de la Ruta de Butterfield, construida para proporcionar al menos un camino hacia El Paso, pero esta quedó abandonada incluso antes de la guerra. Fort Phantom Hill, Fort Griffin y Fort Belknap, todos ellos erigidos para vigilar a los tonkawas, se encontraban en ruinas, aunque aún eran defendidos por pequeños y nerviosos destacamentos de soldados. En estos lugares, y por donde quiera que pasaban, contaban su historia, pesimistas y convencidos de que la mejor información les llegaría de forma inesperada, y que raras veces la obtendrían donde uno esperaría encontrarla. Amos ofreció una recompensa de mil dólares por cualquier pista que ayudara a rescatar a Debbie viva. Mart supuso que esa suma de dinero podía ser pagada con la venta del ganado familiar, o algo así, si es que llegaba el gran día en el que pudieran abonarla.

Laboriosamente y con abundante sudor en la frente, noche tras noche, Mart redactaba una carta para la familia Mathison informándoles sobre la muerte de Brad y la forma en la que murió. En un primer momento intentó contar los hechos de manera que su propia intervención no pareciera demasiado inútil. Pero él mismo pensaba que había fallado, quizás imperdonablemente, en Warrior River, y que si lo hubiera hecho bien entonces Brad todavía seguiría vivo. Así que al final abandonó su empeño de intentar arreglar algunas partes de lo ocurrido y simplemente lo contó tal cual sucedió. Más tarde consiguió enviarla por «correo» en Fort Richardson… lo que quiere decir que la dejó allí para que algún jinete de paso se la llevara, si es que alguno partía en la dirección correcta.

En Fort Richardson viraron hacia el noroeste, abandonando el Estado de Texas. Bien entrados en Territorio Indio llegaron a Camp Wichita y se sorprendieron al descubrir que había sido rebautizado Fort Sill… aunque seguía siendo un puñado de chozas fuertemente defendidas. Permanecieron dos semanas; luego volvieron a dirigirse hacia el norte, bastante más allá de Sill hasta la Agencia Anadarko y el Viejo Fort Cobb. Haciendo miles de preguntas, atreviéndose a visitar los campamentos más alejados habitados por mil salvajes, atando cabos y haciendo conjeturas, intentaban averiguar a qué banda pertenecían los que los habían asaltado. Pero nadie parecía saber mucho sobre los comanches… ni siquiera cuántos eran o en qué grupos estaban divididos. Los militares de Fort Sill pensaban que quizás hubiera unos ocho mil comanches; los agentes cuáqueros creían que no debía de haber más de seis mil; algunos viejos comerciantes creían que, al menos, eran unos doce mil. Y luego estaban las bandas: existían siete bandas comanches, o quizás dieciséis, o tal vez once. Tras contar los nombres de todas las bandas y poblados de los que habían oído hablar, en total había más de treinta.

Pero nada de esto les servía como prueba. Una costumbre comanche prohibía pronunciar el nombre de una persona muerta; si un jefe había bautizado a su banda con su propio nombre, al morir este toda la banda pasaba a tener un nombre nuevo. De forma que un mismo poblado podía llegar a tener un nombre nuevo cada año, mientras todos los antiguos nombres seguían siendo usados por los comanches u otros que no conociesen el nuevo nombre. Tenían razones para pensar que los comanches de River Pony eran los mismos que los parka-nowm, o Pueblo del Pozo, y los widyews, kitsa-kahnas, titcha-kennas y yapa-eenas eran probablemente los Devoradores de Raíces o yamparikas. Durante un tiempo oyeron hablar de la banda de los way-ah-nay (La Colina se Derrumba) rebautizados como penneteckas (Devoradores de Miel), los cuales, según algunos, eran por sí solos unos seis mil comanches. Y más tarde descubrieron que la banda de way-ah-nays estaba formada tan sólo por seis o siete familias que vivían bajo una cascada.

Los propios comanches no podían, o quizás no querían, explicarse con mayor exactitud. Varios grupos tenían diferentes nombres para el mismo poblado o banda. Nunca usaban el término «comanche» entre ellos. Era un nombre como la palabra «squaw»… este término reproducía el sonido que algún hombre blanco creyó escucharle hacer a un indio en una ocasión en Massachussets; los únicos indios que lo entendían eran los que hablaban inglés. Los comanches se autodenominaban «nemmenna», que significaba «El Pueblo». Muchas tribus, como las de los navajos y cheyennes, poseían nombres que significaban la misma cosa. De forma que los comanches se consideraban la población total por definición. No existía nada más aparte de enemigos de distintos tipos a los que El Pueblo debía exterminar. Y a eso se dedicaban en estos tiempos.

Mart y Amos aprendieron unas cuantas cosas sobre los comanches, la mayor parte relacionadas con trucos de supervivencia. Evitaron el congelamiento de pies copiando las botas comanches para la nieve, que llegaban hasta las rodillas y estaban hechas de piel de búfalo con el pelaje hacia dentro. Y ahora siempre llevaban pequeños morrales de ante llenos de yesca, hecha de astillas de madera podrida y gotas de grasa… o hebras de algodón y queroseno, cuando lo tenían, que funcionaba incluso mejor. Este material podía encenderse simplemente frotando un palito sobre astillas de madera seca. Pero lo que no aprendieron, de lo que no fueron conscientes hasta mucho después, fue el peligro mortal que había pendido sobre sus cabezas al atravesar aquellos campamentos comanches… un peligro tal que los dejó petrificados, más tarde, cuando supieron lo suficiente para entenderlo.

Las Navidades llegaron y se fueron inadvertidamente para ellos, porque las pasaron sobre sus sillas de montar; ya estaban en un nuevo año. En este periodo, Mart ya no se sobresaltaba por tocones de troncos retorcidos, y la pesadilla no regresó. El dolor de la pena ya no era constante; empezaba a aceptar que las personas de las que más cerca se había sentido ya no habitaban este mundo, a excepción, quizás, de la pequeña niña perdida, que era la razón de que estuvieran en aquellas tierras. Harapientos y demacrados por el invierno, dirigieron sus caballos hacia el hogar, a casi cuatrocientos cincuenta kilómetros de distancia, totalmente confundidos, aunque no desanimados.

Caía la noche cuando avistaron las luces del rancho de los Mathison a dos horas de camino. La puesta de sol murió y una oscura niebla emparedó el horizonte, haciendo que la tierra cubierta de nieve brillara más que el cielo. A esas horas, las luces lejanas del rancho ofrecían las más cálidas promesas, mientras aún se veía el infinito vacío de la pradera en la oscuridad. Martin Pauley pensaba que, de todas las criaturas que habitan la faz de la tierra, los hombres a caballo eran los que llevaban las vidas más solitarias y castigadas por la escarcha. Habría cambiado su puesto con el granjero vivo de más baja condición con tal de tener cuatro paredes, una estufa y gente a su alrededor.

Pero a medida que se acercaban, Mart comenzó a preocuparse. Los Mathison debían de haber recibido su carta hacía dos meses, con suerte. Pero tal vez nunca la recibieron y ni siquiera sabían que Brad estaba muerto. O si lo sabían, había una gran probabilidad de que le culpasen por la muerte de Brad. Mart se sintió tímido y precavido, y comenzó a temer entrar en aquella casa. Los dos presentaban, en el mejor de los casos, un aspecto lamentable. Se habían visto forzados a cambiar caballos agotados en cuatro ocasiones, y con cada cambio salieron perdiendo, así que ahora cabalgaban unos ponis que parecían perros apaleados. Amos no tenía tan mal aspecto, pensó Mart; aunque estaba demacrado, conservaba cierto vigor y dignidad. Con una barba espesa que le llegaba hasta los ojos, y el cabello convertido en una melena enmarañada, se parecía ligeramente a un asilvestrado profeta del Señor. Pero a Mart tan sólo le había crecido una fina y casi imperceptible mata. Cuando se afeitaba con su navaja se le quedaba el rostro tan erizado e irritado que sólo necesitaba una nariz moqueante para ir a juego. Su cuello se había curtido a base de ventiscas hasta enrojecer y tenía las manos tan ásperas y agrietadas que parecían las garras de un buitre. No habían tocado una pastilla de jabón desde hacía muchas semanas.

—Tendremos suerte si no nos disparan en cuanto nos vean —dijo—. No vamos arreglados para poner el pie en ningún lugar decente.

Amos debía de estar de acuerdo, porque lanzó un largo saludo a viva voz desde un estadio de distancia y se aproximó gritando sus nombres.

La casa de los Mathison estaba hecha de troncos de madera y construida en dos secciones, a la manera de las construcciones de la frontera sureña. Un techado unido sobre lo que realmente eran dos casas con un pasaje cubierto y barrido por el viento, llamado dog-trot, unía ambas secciones. El edificio a la izquierda del pasaje era la cocina. La familia dormía en el otro, y Mart no sabía qué había allí; nunca había estado allá dentro.

Los dos hermanos de Brad Mathison —Abner, de dieciséis años de edad, y Tobe, de quince— salieron corriendo de la cocina para sujetar los caballos de los dos jinetes. Mientras Abner levantaba el farol para asegurarse de que eran ellos, Mart se quedó conmocionado. Ab tenía los mismos ojos azules que Brad, y el mismo cutis claro como recién lavado, al que no parecía pegársele nunca ninguna suciedad; así que, durante unos segundos, Mart tuvo la impresión de ver a Brad andando hacia él en medio de la oscuridad. Los chicos no les preguntaron sobre su hermano, pero tampoco mencionaron la carta de Mart. Entrad, dijeron, al infierno con las sillas de montar, Pa está sujetando la puerta.

Nada en la cocina había cambiado. Mart recordaba cada objeto de esta estancia, como si nada hubiera sido movido desde que él se marchó. Recorrió el lugar con la mirada, temeroso de mirar a los ojos de la gente. Una hilera de tazas y ollas de cobre brillante colgaban sobre los grandes fogones, los cuales podían dar de comer a muchos vaqueros cuando era necesario; eran prácticamente los más grandes de la región. Todo lo demás allí era de fabricación casera, lijado o tallado y ensamblado con clavos. Pero la casa estaba enlucida por dentro, y toda la estancia se veía tan limpia y brillante que Mart se quedó parado pestañeando ante la luz de las lámparas de queroseno, sintiéndose sucio. En realidad, él olía principalmente a humo de enebro, a madera y a viento de la pradera, pero no lo sabía. Sentía que debía estar fuera y quedarse en pie a favor del viento.

Entonces Aaron Mathison estrechó la mano de Mart. Parecía más viejo de lo que recordaba, y la vista parecía fallarle mientras sus afables ojos escudriñaban el rostro de Mart.

—Gracias por la carta que escribiste —dijo Mathison.

La señora Mathison se acercó y le rodeó entre sus brazos y durante unos segundos se aferró a él como si fuera su hijo. No lo había abrazado desde que Mart podía andar bajo una mesa sin golpearse la cabeza, cuando para darle un abrazo ella debía arrodillarse en el suelo. Mart recordaba vagamente qué bella y amable le había parecido esa mujer en aquellos tiempos. Pero desde entonces se había ido volviendo más regordeta, y más reservada, y más descuidada, hasta que al final adoptó la forma y el color de un saco de trigo. Sin embargo, seguía conservando una sonrisa inusualmente dulce cuando asomaba en sus labios, y esa noche había tanta melancolía en su sonrisa que Mart estuvo a punto de besarle la mejilla. Pero hacía demasiado tiempo que no estaba con gente para tomarse esas confianzas.

Y Laurie… fue la primera a la que buscó con la mirada, y de la que era más consciente y a la que más temía. Y fue ella la única que no se acercó a él. Se quedó junto a los fogones, fingiendo hacer preparativos para calentarles algo de comida; le lanzó una rápida sonrisa, pero se quedó donde estaba.

—Tengo una carta para ti —informó Aaron a Amos—. Joab Wilkes, de los Rangers, la trajo y nos la entregó cuando cabalgaba por aquí.

—¿Una qué?

—Joab me informó sobre las noticias que contiene esta carta —dijo Aaron con semblante serio—. Son buenas noticias, espero y creo.

Amos siguió a Aaron cuando este se retiró al otro extremo de la cocina, donde rebuscó en un cajón.

Laurie estaba todavía junto a los fogones, de espaldas a la estancia, pero sus manos permanecían inmóviles. Martin pensó que, al igual que él, Laurie no sabía qué decir o hacer. Se acercó a ella sin ningún objetivo en mente. Y entonces Laurie se giró, corrió hacia él y le dio un rápido beso en la comisura de la boca.

—Pero bueno, Mart, parece que has vuelto a pegar un estirón —exclamó la señora Mathison—. Y encima con el estómago vacío. ¡Laurie, me sorprende que aún no te haya dado una azotaina!

Después de esas palabras todo volvió a estar bien.