Con la llegada de la luz del día, Brad Mathison ya llevaba cabalgando una hora. Mart no sabía cómo se lo tomaría Amos, pero al final no montó ningún escándalo. Cabalgaron en silencio, atravesando cadenas de colinas bajas separadas por secos valles; ahora encontraban algún que otro árbol, sauces y álamos principalmente, bordeando los polvorientos lechos de los arroyos. Necesitaban urgentemente algo de agua, pronto tendrían que ponerse a excavar para obtenerla. Durante todo el día las largas zancadas del caballo de Brad Mathison fueron marcándoles el camino, superpuestas a la maraña de cascos de numerosos caballos dejada por la manada comanche, pero Brad no levantaba ningún polvo del camino y Amos y Mart sólo podían adivinar a qué distancia podría estar de ellos.
Al caer el sol Amos, probablemente preocupado por Brad, envió a Mart a dar un amplio rodeo hacia el norte, donde una línea de dunas ofrecía un punto alto de observación, para ver lo más lejos posible. Mart no envió ninguna señal de haber encontrado a Brad, pero mientras seguía en las dunas a solas, la tercera cosa extraña capaz de trastornarle volvió a aparecerse justo frente a él. Quizás es que, llegados a este punto, tenía derecho a tener los nervios destrozados; el vasto vacío de las llanuras había adquirido una apariencia fantasmagórica, malignamente encantada, desde la masacre. Y, claro está, ahora se encontraban en territorio extraño, donde todas las cosas parecían vagamente misteriosas y equivocadas, debido a que resultaban desconocidas…
Había desmontado cerca de la punta de un montículo agrietado y guió su montura bordeando esta elevación para tener una mayor visión pero evitando que se recortara su silueta contra el cielo. Bordeó el saliente irregular… y de repente se quedó petrificado al ver lo que había en el siguiente penacho. No era otra cosa que el tronco de un enebro; ni por un segundo lo confundió con otra cosa. Pero tenía la forma de troncos similares que había visto antes en dos o tres ocasiones a lo largo de su vida, y que siempre le producían el mismo efecto inexplicable. Los restos retorcidos del enebro, ennegrecido y arañado por la arena, poseían vagamente la forma de un hombre, o del cadáver marchito de un hombre; parecía levantar un brazo en un estremecedor gesto de agonía, o quizás de advertencia. Pero nada en esa visión explicaba el terrible peso que hundió su corazón, la terrible sensación de sino inexorable que lo embargaba en todas las ocasiones en las que se tropezaba con esta forma.
Un indio se habría dado la vuelta dándose por vencido; porque habría identificado aquel objeto como un árbol medicina con un poderoso espíritu en su interior, el cual o bien le advertía de una maldición o bien estaba lanzando una sobre él. Y el propio Mart creía más o menos que ese objeto era algún tipo de señal. Una profecía maligna siempre se cumple, si uno no pone un límite de tiempo para que ocurra; y se cumple con bastante rapidez si se es un niño que considera las pequeñas desgracias como terribles desastres. Así pues, Mart tenía la impresión de que a este tipo de encuentro misteriosamente desasosegante siempre le seguía algo terrible e impredecible.
Se consideraba ahora como un hombre totalmente maduro, y estaba convencido de que estar dominado por la cobardía ante la visión de un árbol muerto era algo estúpido y despreciable. Pensó que debía ir hasta allí y arrancar de raíz aquel desolado muñón retorcido de madera, o mutilarlo y así poder someterlo para siempre. Pero incluso acercarse hacia aquel tronco le parecía una hazaña imposible, hasta tal grado que no podía ni tan siquiera imaginar aproximarse a él. Regresó junto a Amos sintiéndose conmocionado y con una leve náusea, alterado tanto por dudar de su propia cordura como por la sensación de la propia profecía maligna.
El sol ya se ponía cuando vieron de nuevo a Brad. Bajaba a la carrera una alta colina a unos seis kilómetros, levantando una imprudente columna de polvo.
—¡La he visto! —gritó, y se detuvo derrapando hacia un lado—. ¡He visto a Lucy!
—¿A qué distancia?
—Están acampados junto a un riachuelo… han encendido hogueras… ¡mirad, podéis ver el humo!
Una fina neblina pendía inmóvil en el cielo calmado sobre la siguiente cadena de colinas.
—Debe de ser el Warrior River —dijo Amos—. ¿Hay agua allí entonces?
—¿Es que no has oído lo que he dicho? —gritó Brad—. Te digo que he visto a Lucy… la vi cruzando el campamento…
El tono de voz de Amos sonó débil.
—¿A qué distancia estabas?
—No a más de trescientos cincuenta metros. Me tumbé sobre el estómago en un risco en esta ribera del río, ¡y ellos estaban justo debajo de mí!
—¿Viste a Debbie? —preguntó Mart.
—No, pero… llevan mucho equipaje; podría estar dormida entre todos esos bultos. Conté cincuenta y un comanches… ¿Por qué desensillas el caballo?
—Este es un lugar igual de bueno que cualquier otro —dijo Amos—. No podemos arriesgarnos a levantar más polvo del que tú acabas de formar. Cuando anochezca avanzaremos hacia el sur, y nos refrescaremos unos cuantos kilómetros río abajo. Podemos tomárnoslo con calma.
—¿Calma?
—Nos lo están poniendo fácil. Probablemente piensen que nos hicieron desistir en los Juncos, y no se han dividido en grupos. Lo único que tenemos que hacer es seguirlos hasta su poblado…
—¿Poblado? ¿Has perdido la cabeza?
—Es mejor que les dejemos regresar junto a sus jefes y sus mujeres. Los viejos jefes de tribu se han vuelto muy precavidos; un poblado de familias no puede correr igual que una partida de guerreros. Por lo que ellos saben…
—Escuchad, escuchad… —Brad buscaba desesperado las palabras capaces de hacer regresar a Amos a la realidad—. ¡Lucy está allí! La he visto… ¿no me oyes? ¡Tenemos que sacarla de allí!
—Brad —dijo Amos—, me gustaría saber qué viste en el campamento y pensaste que era Lucy.
—Te estoy diciendo todo el tiempo que la vi andar…
—¡Ya te he oído! —la voz de Amos se alzó y se rompió en esta ocasión—. ¿Qué es lo que viste andando? ¿Pudiste ver su cabello rubio?
—Llevaba un pañuelo en la cabeza. Pero…
—Ella no está allí, Brad.
—Maldita sea, te lo repito, la reconocería entre un millón…
—Viste a un salvaje con ropas de mujer —dijo Amos—. Les gusta ponerse cualquier cosa. Tú ya lo sabes.
Los ojos azules de Brad, castigados por el sol, centellearon de la misma forma que lo habían hecho junto a los pozos naturales, y su voz adquirió de nuevo ese tono melifluo.
—Mentís —dijo—. Ya os lo dije antes…
—Pero hay algo que no os he contado —dijo Amos—. Encontré a Lucy ayer. La enterré envuelta en mi propia manta de la silla de montar. Con mis propias manos y una roca. Pensé que era mejor ocultároslo el mayor tiempo posible.
La sangre abandonó el rostro de Brad, y en un primer momento no pudo pronunciar palabra alguna. Luego tartamudeó.
—¿Y ellos…? ¿Le hicieron algo…?
—¡Cierra el pico! —gritó Amos—. ¡No se te ocurra preguntarme nunca más sobre lo que he visto!
Brad se quedó noqueado durante medio minuto, o más; luego se giró hacia su caballo con el cuerpo rígido, como si no se fiara demasiado de sus propias piernas, y ajustó la correa.
—¡Tranquilízate, Brad! ¡Detenlo, Mart!
Brad se montó en su caballo y la gravilla salió disparada de debajo de los cascos del animal. Retomó de nuevo el rastro comanche, azuzando a su caballo como si no fuera a necesitarlo nunca más.
—¡Ve tras él! Tú tienes más mano con él.
Mart Pauley ya había desensillado su caballo, montó de un salto y a pelo sobre la sudada grupa del animal y en diez zancadas alcanzó toda la velocidad que aún le quedaba a su exhausto animal. No logró acortar distancias con Brad, a pesar de que agotó las fuerzas de su animal intentándolo. Perseguía al caballo ganador… y también al jinete ganador, pensó Mart. Ambos pesaban más o menos lo mismo, y ambos habían aprendido a cabalgar antes que a andar. Algún tipo de magia sutil que no podía ser enseñada ni aprendida, pero que había florecido en los músculos de Brad, era lo que marcaba la diferencia. Mart estaba a tres estadios por detrás de Brad cuando este se deslizó hacia las bajas colinas.
Mart le siguió por la cima de las colinas, rodeó un risco y bajó por la ladera, espoleando a cada paso al caballo que resollaba. Desde allí podía ver la última pequeña cresta, abajo y un poco más allá, como les había descrito Brad, con el humo de las hogueras comanches a plena vista. El caballo de Mart cayó de rodillas al bajar por la empinada quebrada, pero Mart fue capaz de levantarlo.
Cerca de la boca de la quebrada encontró el caballo de Brad atado a un roble; pasó a su lado y continuó avanzando por campo abierto en línea recta. A lo lejos y subiendo al último risco vio a Brad escalando con ímpetu. Echó la mirada hacia atrás sobre su hombro y miró a Mart sin aminorar el paso. Mart cargó a través de un afluente seco del Warrior y escaló el risco mientras su caballo subía esforzadamente luchando contra la pendiente. Brad paró justo antes de culminar la cresta de la colina, y Mart le vio levantar la cantimplora hacia el cielo; la vació sin prisa y la tiró. Ya estaba echado sobre su barriga en la cima cuando Mart bajó del caballo y escaló apoyándose con pies y manos hacia su posición.
—Maldita sea, Brad, ¿qué haces?
—Vete al infierno. Aquí no se te necesita.
Allá abajo, a unos trescientos cincuenta metros, medio centenar de comanches haraganeaban cada cual ocupado en sus cosas. Tenían algunos fardos de mula apilados, muchas pequeñas fogatas en hendiduras poco profundas, y trozos de al menos una docena de búfalos asándose allí. La enorme manada de caballos pastaba sin vigilancia un poco más allá. La mayoría de los salvajes lanzaban trozos de carne a las hogueras, para sacarlos y engullirlos en cuanto la carne ennegrecía por el exterior.
Ni rastro de un cercado. Los comanches confiaban su seguridad a su maestría en la monta de caballos y las enormes y vacías distancias de las praderas. No parecían saber qué era un cercado.
Mart no veía ningún rastro de Debbie. Y en ese momento escuchó a Brad cargando un cartucho.
—¡Harás que maten a Debbie, hijo de perra!
—¡Te he dicho que te vayas! —Brad tenía apoyada la mejilla en la culata; estaba apuntando hacia el campamento comanche. Respiró profundamente, dejó escapar todo el aire, y se quedó inmóvil, a la espera de que su cabeza se estabilizase antes de apretar el gatillo. Mart agarró el rifle y lo desvió bajando el cañón.
Lucharon por hacerse con el arma y rodaron y resbalaron por la ladera. Brad propinó un rodillazo en el estómago a Mart, le arrebató el rifle de las manos y se liberó. Mart se puso en pie antes que Brad y saltó para derribarle. Brad se apoyó sobre una mano y con la otra lanzó el rifle hacia atrás sujetándolo por la culata. La sangre brotó en la sien de Mart al golpearle el cañón. Cayó hacia atrás, dando varias volteretas; después, se quedó inerte, rodó desmadejado ladera abajo y acabó tumbado e inmóvil en el lugar donde paró.
Brad maldijo en voz baja mientras se volvía a colocar en posición de disparo. Luego cambió de idea y corrió hacia el norte, justo detrás de la cresta de la cumbre.
Mart se despertó lentamente, sin ningún recuerdo ni idea de dónde se encontraba. No recobró la visión de inmediato. Sus manos buscaron en la oscuridad y encontraron el terreno pedregoso en el que yacía, y después reconoció el persistente repiqueteo de los disparos y el fuerte gruñido de los gritos de guerra comanches, aparentemente a cierta distancia. Se llevó las manos a la cabeza, y estaba ciego, y el pánico se apoderó de él. Se levantó con dificultad, se tambaleó unos cuantos metros sin ningún equilibrio y cayó sobre un cauce seco. Al caer, el golpe le dejó sin aliento, y cuando lo recuperó su mente se aclaró lo suficiente para permanecer echado e inmóvil.
Estaba recuperando parte de la visión cuando escuchó unos pasos suaves sobre la arena. Pudo ver una forma oscura sobre él, flotando entre una bruma general. Se hizo el muerto, con la mirada perdida hacia delante y sin pestañear, esperando a perder la cabellera.
—¿Puedes oírme, Mart? —preguntó Amos.
Mart notó que Amos se arrodilló junto a él.
—Tengo una bala en el cerebro —contestó Mart—. Estoy ciego.
Amos encendió una cerilla y la pasó por delante de un ojo y luego del otro. Mart pestañeó y giró la cabeza hacia un lado.
—Estás bien —afirmó Amos—. Te golpeaste la cabeza, eso es todo. ¡Quédate ahí quieto hasta que regrese!
Y se alejó corriendo.
Amos había partido hacía ya bastante tiempo. El tronar de rifles y los gritos de guerra cesaron y la pradera quedó sumida en un mortal silencio. Durante un rato le pareció sentir el temblor en la tierra que podría producir el movimiento de muchos caballos; luego esta vibración se apagó y el frío nocturno comenzó a manar desde la tierra. Mart podía ver el fulgor de las primeras estrellas cuando oyó que Amos regresaba.
—Yo te veo bastante bien —dijo Amos.
—¿Dónde está Brad?
Amos tardó en responder.
—Brad se buscó una guerra de un solo hombre —dijo finalmente—. Les atacó desde el bosque de allá abajo. Me pregunto por qué lo intentó desde allí. ¿Intentaba quizás alejarlos de ti?
—No lo sé.
—¿Y qué te pasó? ¿Perdiste el equilibrio?
—Supongo.
—Por lo visto, los comanches pensaron que se trataba de una compañía de Rangers. Ya hace rato que se han marchado. Sólo se demoraron para acabar primero con él.
—¿Le quitaron la cabellera?
—Bueno, ¿tú qué crees?
Después de haber encontrado a Mart, Amos había retrocedido por detrás de una colina y había encendido una fogata para hacer señales. Echó arbusto de creosota en el fuego y formó una buena humareda, y permaneció un tiempo enviando mensajes de humo con la manta.
—¿Mensajes a quién?
—A nadie, maldita sea. Ni tampoco un mensaje, propiamente dicho… sólo eran un montón de distintas bocanadas de humo. Los comanches no podrían interpretarlas, porque no decían nada. Así que levantaron el campamento y se marcharon. Eso es lo que nos ha salvado la cabellera, después de que se pusieran en pie de guerra.
—Será mejor que vayamos a enterrar a Brad —dijo Mart.
—Ya lo he hecho —y, a continuación, Amos añadió algo triste y siniestro—: Todo lo que pude encontrar de él.
El caballo de Mart se había escapado con los ponis comanches, pero todavía les quedaba el caballo de Brad y el de Amos. Y los comanches les habían dejado una gran cantidad de carne de búfalo. Amos excavó un agujero para encender fuego, estrecho pero tan profundo como pudo, a la manera de los wichitas. Desde el fondo de este agujero, el fuego de su hoguera sólo podía avivarse sobre su propio humo, y no añadió nada que provocara ninguno. Tras saciarse de carne de búfalo, Mart lo vomitó todo, pero una hora más tarde volvió a intentarlo y en esa ocasión permaneció en su estómago.
—¿Te encuentras con fuerzas para cabalgar cuando se haga de día?
—Y tanto que cabalgaré.
—No creo que tengamos que alejarnos mucho —dijo Amos—. Los comanches han estado actuando como si estuvieran cerca de casa. Pronto llegaremos a su poblado. Mañana, quizás.
Mart se sentía mucho mejor ahora.
—Mañana —repitió.