Mantuvieron la columna de polvo a la vista durante todo el día, pero por la mañana, tras acampar de noche sin agua, no volvieron a verla. El rastro de la partida de guerra comanche todavía apuntaba hacia el oeste, amplio y recto, interrumpido a intervalos por cadáveres de ponis búfalo heridos en los Juncos. Continuaron avanzando, exprimiendo de sus caballos hasta la última gota de fuerza que les quedaba.
Todo aquel día, el segundo tras la lucha en los Juncos, fue el más extraño de toda la persecución, porque algo inexplicable ocurrió durante el lapso en el que se separaron.
Una línea de colinas bajas, a muchas horas de la llanura, comenzó a alzarse sobre el horizonte mientras cabalgaban. Poco después supieron que los comanches que perseguían ya habían entrado en aquel terreno accidentado, donde la persecución sería más lenta y traicionera que antes.
—En ocasiones tengo la impresión —dijo Amos— de que esos comanches vuelan con los codos y transportan a sus ponis sujetándolos entre las rodillas. Tú puedes montar un caballo hasta que reviente y muera, y luego continuar llevando tu silla en los brazos. Pero entonces llega un comanche, levanta ese mismo caballo y lo cabalga otros treinta kilómetros más. Y luego se lo come.
—¿No tenemos ninguna posibilidad?
—Sí… tenemos alguna posibilidad —Amos realizó el gesto de escupir, pero no le quedaba ninguna saliva en la boca que escupir—. Y te diré cuál es. Un indio persigue algo hasta que piensa que ya lo ha perseguido lo suficiente. Luego lo deja estar. Y lo mismo ocurre cuando huye. Después de un tiempo piensa que debe desistir, y comienza a aflojar. Por lo visto, no concibe que exista una criatura que persista en una persecución hasta el final.
Mientras miraba a Amos, sentado en su silla como un bloque de granito que, de alguna manera, formaba una sola pieza con su caballo, a Mart Pauley no le cupo ninguna duda de que tener a Amos pisándole a uno los talones debía de ser un asunto bastante mortífero e inexorable, que no culminaba hasta darle muerte.
—Si al menos se quedaran agrupados —concluyó Amos con tono suplicante—; si al menos no se dispersaran y permanecieran agrupados… podríamos alcanzarlos. Debemos alcanzarlos.
Ya tarde esa misma mañana llegaron a una ciénaga poco profunda, donde recientemente se habían excavado algunos agujeros con agua entre las cañas secas. Allí volvió a aparecer el rastro de la principal manada de caballos, y encontraron los huesos de un caballo devorado, brillantes y pulidos tras una noche de lobos. Y aún perduraba el olor a indio, lo cual le produjo a Mart un miedo irracional contra el que tuvo que luchar durante los primeros minutos en aquel lugar.
—Aquí es donde el resto de ellos estuvieron ayer —dijo Amos tras refrescarse el gaznate—; los guardianes de los caballos y los caballos robados, y quizás algún herido al que Henry disparó. Y nuestra gente… si es que aún viven.
Brad Mathison estaba agachado junto a uno de los charcos, echándose agua con su taza de latón, pero entonces dejó caer la taza y se levantó bruscamente. Cuando habló, Mart Pauley escuchó el mismo tono de voz solemne que el padre de Brad empleaba cuando se le acababan las palabras:
—Ya le he escuchado a vos decirlo demasiadas veces —dijo Brad.
—¿Qué? —preguntó Amos, perplejo.
—Quizás ella esté muerta —dijo Brad, con los ojos azules ardientes inyectados de sangre y clavados en el rostro de Amos—. Quizás estén las dos muertas. Pero si os lo escucho decir una vez más, me encontraréis… ¡y que Dios nos ayude a todos!
Amos miró a Brad con calma, y cuando volvió a hablar se dirigió a Mart Pauley.
—Nos llevan una gran ventaja. Los que lucharon con nosotros en los Juncos deben de haber llegado aquí temprano ayer noche.
—Y todos ellos se marcharon a la misma hora —concluyó Mart.
Significaba que estaban a unas nueve o diez horas de ellos… y que los comanches cabalgaban en esos momentos sobre animales descansados. En su situación, la única respuesta a eso era que debían dejar descansar a sus caballos, dispusieran o no de ese tiempo. Pasaron una hora llenando los sombreros de agua; los ponis no podían llegar a la escasa agua en el fondo de aquellos pozos naturales. Cuando agotaban el agua de todos los agujeros, tenían que esperar para que rebosara más agua de la tierra y así poder sacar otro tazón, mientras los caballos esperaban a un lado. Después ocuparon otra hora permitiendo que los animales mordisqueasen las escuálidas matas de hierba, mientras les ayudaban cortando la hierba con sus cuchillos y apilándola. Una gran parte de este trabajo tan sólo les iba a reportar una mínima ventaja, pero ninguno de ellos se quejó.
Más tarde, a unas cuantas horas de los pozos, llegaron a una vasta plataforma de piedra, plana y desnuda, tal como quedó apoyada cuando se creó el mundo. Allí se perdía el rastro, porque los cascos sin herraduras no dejaban marca en la árida roca. Amos recordaba este risco en la llanura. Creía que debía ser de unos seis kilómetros de ancho por, tal vez, unos doce o catorce de largo, por lo poco que podía recordar. Lo único que podían hacer era dividirse y rodear el saliente para averiguar por dónde se alejaba el rastro de la roca.
Mart Pauley, cuyo caballo parecía estar en peores condiciones, cruzó directamente la roca por encima. Debía esperar al resto en el otro extremo, a la vista del saliente, hasta que alguno de los otros acabara de dar el rodeo y llegara a su posición; entonces ambos rodearían la plataforma para encontrarse con el tercero.
Y con esta intención se separaron. Y fue entonces, mientras estaban separados y cada jinete cabalgaba a solas sobre su exhausto caballo, cuando algo extraño le ocurrió a Amos, de forma que adoptó una actitud enigmática durante las siguientes veinticuatro horas que estuvieron juntos.
Brad Mathison fue el primero en rodear la plataforma de piedra donde Mart Pauley había puesto a pastar a su caballo. Mart ya había esperado allí muchas horas y, sin embargo, los dos jinetes aún avanzaron hacia el sur un largo trecho antes de avistar a Amos, que los esperaba a lo lejos en la llanura.
—No es que haya recorrido mucha distancia, ¿verdad? —comentó Brad.
—Quizás el contorno de la roca se aleje un buen trecho por ese lado.
—No me lo parece.
Mart no respondió nada más. Él mismo podía ver que el risco acababa a unos tres kilómetros más allá.
Amos señaló un lejano accidente geográfico cuando se acercaron.
—El rastro se corta al doblar aquel montículo —dijo, y los guió hasta el lugar. El rastro estaba donde Amos había dicho que estaría, una gran confusión de huellas de caballo ya emborronadas por el viento. Pero ningún otro caballo había estado en aquel lugar desde que los comanches pasaron muchas horas antes.
—Esperaba encontrar tus huellas aquí también —dijo Brad.
—No llegué hasta aquí.
Entonces, ¿dónde diablos había estado todo ese tiempo? Si se hubiera tratado de Lije Powers, Mart habría pensado que había aprovechado para echarse una cabezadita.
—Has perdido una de las mantas —advirtió Mart.
—Debe de haberse soltado de las cuerdas en algún lugar. No pienso regresar a buscarla ahora.
Amos hablaba con demasiada cautela. Su actitud le hizo pensar a Mart en un hombre que se había parado en mitad de una pelea a puñetazos, intentando fingir no estar herido de manera que su oponente no lo supiera y acabara con él.
—¿Te encuentras bien? —le preguntó.
—Claro. Me encuentro estupendamente.
Amos forzó una sonrisa, y fue un error, porque no parecía estar sonriendo. Más bien parecía como si le hubieran pateado la cara. Mart intentó buscar una excusa para tocarle y ver si tenía fiebre, pero antes de que se le ocurriera algo, Amos se quitó el sombrero y se limpió el sudor de la frente con la manga de la camisa. Eso dejó todo claro. Un hombre con fiebre no suda.
—Parece como si te hubieras tragado algo —dijo Mart.
—No sé qué puede haber sido. Oh, bueno, me topé con tres o cuatro serpientes de cascabel.
Al parecer, a Amos le entró hambre al pensar en ello. Sacó un trozo de tasajo y desgarró algunos hilos con los dientes.
—¿Estás seguro de que te sientes…?
Amos explotó y le gritó:
—¡Te estoy diciendo que estoy bien! —espoleó su montura y se alejó trotando encabezando la marcha.
Desensillaron sus monturas a los pies del montículo. Un viento del norte comenzó a soplar cuando el sol se puso; su mordisco les recordó que habían estado cabalgando hasta bien entrado el otoño. Se acurrucaron contra sus sillas de montar y masticaron unas tortitas de maíz. Brad se levantó y se acercó a Amos. Habló con calma.
—Da la impresión de que debería contarnos algo, señor Edwards —esperó, pero Amos no le contestó—. Algo pasó hoy mientras estuvimos separados. ¿Le tendieron una emboscada? No oímos ningún disparo, pero… ¿nos estuvo ahorrando alguna que otra flecha por algún casual?
—No —dijo Amos—. No ha habido nada de eso.
Brad regresó a su silla y se sentó. Mart extendió su saco de dormir, sosteniéndolo contra el viento, y se enrolló en él, sacó la cabeza y la apoyó en la silla.
—Un hombre debe aprender a perdonarse —dijo Amos con una voz extrañamente suave. Parecía estar dirigiéndose a Brad Mathison—. O no podrá seguir viviendo. Da la casualidad de que somos texanos. Echamos raíces en un lugar lejano, demasiado lejano, mucho más allá de donde un hombre tendría derecho o sentido común para echar raíces. Y si nosotros no lo hicimos, nuestros antepasados lo hicieron, así que no podemos rendirnos sin antes reconocer que fueron unos locos que malgastaron sus vidas, y que de poco sirvieron sus muertes.
La fría corriente que azotaba y se colaba por las mantas de Mart le hizo añorar la cocina de los Edwards durante las noches de invierno, cálida e iluminada, y llena de buenos olores, como a pan recién horneado. Y su gente… Mart no los había valorado lo suficiente; sólo eran una familia, gente sola viviendo junta, sobre la que no pensaba mucho, a menos que se enfadase con ellos. Nunca fue consciente del afecto que sentía por ellos hasta que todo se echó a perder para siempre. Ojalá Amos cerrase la boca.
—Esta es una tierra peligrosa —siguió Amos—. Es una tierra que sabe cómo borrar de su faz a un ser humano. Un texano no es más que un ser humano metido en un atolladero. Este año, y el próximo año, y quizás durante otros cien años más. Pero no creo que esto vaya a ser así siempre. Algún día esta tierra será un buen lugar para vivir. Quizás necesite nuestros huesos para abonar el suelo y así poder alcanzar esa paz.
Mart pensaba en esos momentos en Laurie. La veía en una brillante y cálida cocina como la de los Edwards, e imaginó lo maravilloso que sería vivir en la misma casa que Laurie, dormir en la misma cama. Pero ahora se encontraba en la pradera vacía y sin fuego con el que calentarse… y se había tumbado sobre una roca puntiaguda, como notó justo en ese preciso instante.
—Hemos pasado un año en el que las cosas han sido duras —continuó Amos—. Nos hemos embarcado en esta difícil búsqueda porque somos texanos. Pero la sensación que tenemos de fracaso, y de que nos equivocamos en nuestros juicios, y ese debatirnos entre la culpa y la vergüenza… eso es porque somos seres humanos. Así que intenta recordar sólo una cosa. No fue culpa tuya, da igual lo que parezca. Te metiste en todo este lío sólo por el hecho de nacer. Quizás no haya manera de escapar una vez se nace humano, excepto huyendo directamente a través de las brasas del infierno.
Mart rodó a un lado para mover su cama. No le hacía ninguna gracia tener clavada esa roca en las costillas toda la noche. Brad Mathison se levantó, se alejó del radio de visión de Amos e hizo una seña a Mart con la cabeza. Mart colocó su silla de montar sobre la manta, para que no se volase, y anduvo un trecho con Brad en la oscuridad de la pradera.
—Mart —dijo Brad cuando Amos ya no podía escucharles—, el vejestorio está más loco que una chinche en un vaso de ron.
—Eso parece. ¿Qué diablos crees que ha pasado?
—Quién sabe. Quizás nada en absoluto. Quizás tan sólo haya perdido totalmente la chaveta. Estaba vagando sin rumbo ni orientación cuando nos lo encontramos hoy.
—Lo sé.
—Esto hace que todo dependa ahora de ti y de mí —dijo Brad—. Estás de acuerdo, ¿verdad? Podríamos estar más cerca del fin de lo que piensas.
—¿Qué quieres hacer?
—Mi caballo es el que está en mejores condiciones. Mañana partiré antes del amanecer y exploraré el terreno avanzando la mayor distancia posible. Tú sígueme cuando puedas.
—Mi caballo descansó hoy —respondió Mart.
—Sigue reservándolo. Tendrás que tomar la delantera cuando el mío decaiga.
—De acuerdo —Mart pensó que el día siguiente iba a ser un día duro, cabalgando retrasado sobre un poni débil. Al igual que Brad, intuía que estaban bastante más cerca de los comanches de lo que el sentido común les dictaba.
Volvieron a acostarse. Y aunque no lo supieron hasta que se lo contaron mucho más tarde, esa fue la noche en la que Ed Newby se despertó de su delirio, se incorporó y observó durante un largo rato su pierna destrozada, y acto seguido se disparó una bala en el cerebro.