8

Amos les hizo esperar una hora después de la puesta de sol. Retiraron las sillas y alforjas de los caballos, les alimentaron con lo que quedaba de grano y frotaron sus cuerpos con bolas de hierba seca. Nadie cocinó. Los hombres mascaron carne fría y trozos de pan duro frito que habían quedado del desayuno. Todos examinaron el contorno de las colinas a unos ciento cincuenta kilómetros, anotando mentalmente la ubicación del campamento comanche. Esa cagada de mosca, tan alejada en la llanura, podía perderse fácilmente en la oscuridad. Cuando la ciénaga ya no se divisaba, usaron los contornos de las colinas para calcular su posición por las estrellas que conocían, conforme estas fueron apareciendo. Cuando las colinas también fueron engullidas por la noche, todos ellos llevaban el rumbo con las estrellas para poder orientarse.

Mose Harper marcó su rumbo recortando solemnemente el ala de su sombrero. Su hijo Zack sonrió mientras observaba a su padre hacer esa operación, pero a nadie más le hizo gracia que Mose estuviera haciéndose viejo. Todos los hombres se hacían viejos a menos que la violencia acabara con ellos primero; las llanuras no ofrecían otra salida cuando un hombre se encontraba en un aprieto simplemente por el hecho de existir sobre la faz de la tierra.

Amos seguía sin meter prisa mientras lideraba la marcha, dejándose caer por el talud por el que habían descendido los comanches hasta la llanura. Una vez ya en llano, Amos mantuvo un paso descansado. Quería atacar la manada de caballos comanches antes de la salida del sol, pero una vez atacasen convenía que el amanecer llegara rápido para saber hacia dónde huían y acabar rápido. No convenía una larga refriega en la oscuridad. A poco que se olieran lo que había pasado, la partida guerrera se dividiría en hombres sueltos y grupos de emboscada, haciendo casi imposible escapar por campo abierto.

Cuando la luna apareció, muy exigua y muy tardía, se veían unos a otros como figuras negras, y podían distinguir a sus animales de carga sueltos siguiéndoles y mordisqueando algunas matas de hierba. No mucho más. Una diminuta sacudida de puro movimiento, sin color ni forma, era una rata canguro. Un fulgor que desaparecía silenciosamente era un zorro kit. Hacia la medianoche, los coyotes comenzaron su griterío, sorprendentemente cerca de ellos, pero no de una forma que preocupase a Mart; y un poco más tarde, el aullido más ronco y profundo de un lobo les llegó durante unos instantes desde muy lejos. Brad Mathison dejó que su poni se aproximara al de Mart.

—¿Y eso te suena bien?

Mart no estaba seguro. Alguna nota le había sonado un tanto extraña en un momento dado, pero no volvió a oírla de nuevo. Contestó que suponía que sonaba como un lobo.

—Parece que está un poco lejos de la arboleda para ser un lobo. Al menos en esta época del año —comentó Brad preocupado—. Aunque sé que salen hasta aquí —se apostilló a sí mismo. Dejó que su caballo se retrasara para controlar a los animales sueltos.

Después de que el lobo callara, un búho enano, como los que se cobijan en las madrigueras de los perros de la pradera, comenzó a emitir una especie de gorjeo a media distancia. Medio estadio más allá otro retomó el ulular, después de que dejaran al anterior en silencio, y más tarde sonó otro mientras avanzaban en línea. Esto duró media hora, y ponía los pelos de punta porque los búhos ululaban de uno en uno y siempre cerca. Cuando Mart no pudo soportarlo más, se adelantó hasta Amos.

—¿Qué piensas? —preguntó, y entonces otro búho ululó.

Amos se encogió de hombros. Volvía a cabalgar con las manos en los bolsillos, como Mart le había visto hacerlo antes, pero ya no parecía estar encerrado en sí mismo ni inseguro. Encabezaba la marcha muy erguido, seguro de la dirección por la que cabalgaba, seguro de su paso.

—Difícil de saber —respondió.

—¿Quieres decir que no sabes si es un búho real?

—Es algo real. Un ruido no surge de la nada.

—Lo sé, pero es un ruido fácil de imitar. Tú podrías hacerlo, o…

—Bueno, yo no lo he hecho.

—… o podría hacerlo yo. Podría ser cualquier cosa.

—Te diré algo. Todas las criaturas que se escuchan aquí fuera en ocasiones pueden sonar como terribles imitaciones de sí mismas. No siempre vale la pena prestar mucha atención a esas cosas.

—Lo único —apostilló Mart— es que en este caso todos suenan como un solo búho, siguiéndonos. Maldita sea, Amos. Dudo que esos pájaros se alejen más de cincuenta metros de sus nidos durante toda su vida.

—Sí, lo sé… Te diré lo que voy a hacer. Haré que paren esos seres que tanto te molestan.

Amos abrió los labios e imitó el ulular de un búho… no el ulular de cualquier búho, sino una imitación exacta del que acababan de oír.

Ningún otro búho ululó aquella noche.

Mart dejó que su poni se quedase rezagado hasta apenas avanzar, y se dio cuenta de que lo estaba frenando, reteniéndolo inconscientemente ante lo que le esperaba. No temía la pelea… al menos, no pensaba que eso le asustase. Quería más que nada en el mundo luchar a brazo partido contra los comanches, de eso estaba totalmente seguro. Lo que temía es que al final resultara ser un cobarde. Intentó convencerse de que no había ninguna razón terrenal para dudar de sí mismo, pero no lo logró. Quizás no tuviera ninguna razón terrenal, pero sí que tenía un par de razones ultraterrenales, y lo sabía. Notaba extrañas sensaciones en su interior que era incapaz de comprender.

Una de ellas se reveló en forma de horrible pesadilla que se repetía una y otra vez durante su infancia. Era un sueño de total oscuridad al principio, aunque después la oscuridad parecía tornarse rojiza, con un mortecino y desagradable fulgor, algo como el fondo rojizo que se ve a través de los párpados cuando se mira al sol con los ojos cerrados. Pero lo principal era el sonido: un lloriqueo agudo, lastimero y fiero de una gran cantidad de voces, apagándose alternativamente, y luego alzándose y aumentando de volumen de nuevo; era como si el sonido se aproximara a él buscándolo, y luego se alejara, para regresar de nuevo. El sonido le invadía de un espantoso e inexplicable terror, aunque jamás supo qué lo producía. Parecía el clamor de una extraña horda infrahumana… quizás de macabros muertos malignos que ansiaban devorarle. Esta situación duraba bastante, hasta que intentaba gritar, pero no podía; y entonces se despertaba temblando lastimeramente, pero totalmente sudado. No había tenido esta pesadilla desde hacía mucho tiempo, pero en ocasiones un temor irracional lo embargaba cuando los coyotes aullaban de cierta manera allá lejos en las dunas.

Otra disparatada debilidad tenía que ver con un olor. Esto le preocupaba especialmente esta noche, porque el olor que podía generarle un pánico irracional era el olor ligeramente almizclado a cuero viejo y pieles de los indios. Lo extraño de esta sensación es que no sentía miedo de los propios indios. Había visto muchos de ellos, y hablaba con ellos con sus escasos conocimientos del lenguaje de signos que sabía; incluso había realizado trueques con algunos de ellos… principalmente con caddos, los buhoneros errantes de las llanuras. Pero si daba con algún lugar donde hubieran acampado indios, o si le llegaba el leve olor de uno de ellos con el viento, le invadía el mismo tipo de pánico que sentía en su sueño. Si no lograba conectar esto con la masacre a la que había sobrevivido, era quizás porque no guardaba ningún recuerdo de la masacre de su propia familia. Dormía mientras fue transportado a los matorrales, donde más tarde despertó perdido y solo en la oscuridad, y eso era todo lo que sabía de primera mano. Mucho más tarde, cuando aprendió a hablar, le explicaron el desastre, pero sólo unas pinceladas generales. Los Edwards nunca se mostraron muy dispuestos a hablar sobre ello.

Y había algo más que podía volverle loco; le había pillado desprevenido sólo dos o tres veces en su vida y, sin embargo, era lo que más le preocupaba, porque parecía no tener ningún sentido. Consideraba que esta tercera cosa era pura y simple demencia, y no se permitía pensar en ello nunca, cuando no le dominaba sin previo aviso.

Así pues, en ese momento cabalgaba inquieto, aterrado por la posibilidad de derrumbarse en plena batalla y caer en la deshonra, a pesar de todo lo que era capaz de hacer. Comenzó a suplicarse a sí mismo, repitiendo inaudiblemente una y otra vez admoniciones que inconscientemente imitaban al lenguaje bíblico. «Avanzaré entre ellos. Gatearé junto a ellos de noche. Caeré sobre ellos y los destrozaré. Aunque me corten en cien pedazos, les haré frente…» No pareció ayudar mucho.

Calculaba que amanecería en menos de una hora, cuando Brad se adelantó para volver a susurrarle unas palabras.

—Creo que ya los hemos rebasado.

Mart escudriñó el este, temiendo ver claridad en el cielo demasiado pronto. Pero la noche seguía muy oscura, a pesar de la luna moribunda. Pudo sentir un cálido aliento sobre su mejilla izquierda.

—El viento ha cambiado hacia el sur —respondió—. O el poco viento que hay. Creo que Amos ha cambiado de planes. Quiere acercarse a ellos contra el viento.

—Lo sé. Ya lo he visto. Pero creo…

Amos había parado y mantenía la mano en alto. Los otros seis le rodearon, detuvieron sus caballos y esperaron sentados en sus sillas. Mart no podía oír nada a excepción de los caballos sueltos a sus espaldas, mordisqueando hierba. Amos continuó avanzando y viajaron otros quince minutos antes de parar una vez más.

En esta ocasión, cuando el traqueteo de cascos de los ponis se acalló, permaneció en la noche un tenue sonido, del cual era difícil estar totalmente seguro, e incluso más difícil de creer. Lo que escuchaban era el croar de las ranas. Bueno, ¿cómo diantre habían acabado allí? Sin duda eran las pequeñas amigas verdes capaces de vivir en cualquier terreno siempre que estuviera húmedo, pero incluso así, o bien habían caído del cielo en una de esas raras lluvias de las que hablaban los ancianos, o bien ese humedal siempre había estado allí, mientras que el desierto se expandía a su alrededor.

—Separaos un poco —dijo Amos en voz baja—. Manteneos en línea y orientaos conmigo. Daré un rodeo y me acercaré todo lo que pueda.

Se separaron hasta que apenas podían verse unos a otros, y avanzaron a paso corto y en línea con Amos. La canción de las ranas sonó más cerca, tan cerca que Mart temía que se dieran de bruces con los indios antes de que Amos virase. Y, de nuevo, aguzando el oído y forzando la vista, cabalgaron durante un buen trecho. La estrella del norte estuvo a su derecha durante un rato. Luego quedó a sus espaldas durante mucho tiempo. Luego a su izquierda, y luego al frente. Finalmente, acabó de nuevo a su derecha y Amos se detuvo. Estaban de nuevo donde habían empezado. Una tenue luz grisácea brillaba por el este; su cálculo de tiempo habría sido perfecto si lo que andaban buscando hubiera estado allí. Mose Harper arrimó su caballo.

—Cabalgué sobre las cenizas de una granja —informó a Amos—. ¿Lo sabías? Me pareció que tú pasaste muy cerca.

—Calla ahora —dijo Amos—. Estoy intentando escuchar algo.

Mose bajó la voz.

—La cuestión es que entre esas cenizas no se veía ninguna brasa. Amos, esos diablos se marcharon de aquí ayer noche.

—Reunid a los animales sueltos —dijo Amos—. Sujetadlos en corto.

—Es una pérdida de tiempo —apostilló Mose Harper—. Los chicos son inexpertos y los comanches hace mucho que se marcharon.

—Juntad a todos los animales sueltos —volvió a ordenar Amos, bruscamente en esta ocasión—. Quiero que los atéis a todos… ¡y rápido!

Mart estaba ajustando una cincha de un mulo de carga cuando Brad se agachó junto a él sobre una rodilla para trabar la otra hebilla.

—Mira a lo lejos —susurró Brad—, cuando tengas un segundo.

Mart se puso en pie, siguiendo la mirada de Brad. Una leve luz gris se había extendido uniformemente por la pradera, como si manara de la tierra, pero aún no se veía ninguna sombra. Mart ahuecó las manos sobre sus ojos durante unos instantes, luego volvió a mirar, intentando entrecerrar los ojos en lugar de mirar directamente hacia una irregularidad en la llanura que no pudo identificar. Pero entonces ya no vio nada en absoluto.

—Por un segundo pensé… —dijo—, pero supongo que no.

—Juro que se veía algo. Luego desapareció otra vez.

—¿Un lobo, quizás?

—No lo sé. Hay algo raro en todo esto, Mart. Los comanches no han estado viajando de noche ni han acampado de día. No durante los primeros ciento cincuenta kilómetros.

A continuación se produjo un extraño periodo sin rumbo fijo, mientras esperaban, y la luz aumentaba imperceptiblemente.

—Están ahí fuera —dijo finalmente Amos—. Van a lanzarse sobre nosotros. Ya no hay ninguna duda.

Nadie lo negó ni hizo ningún comentario. Mart se preparó para el combate comprobando su rifle una y otra vez. «Tengo que resistir», se decía. «Tengo que hacer mi parte del trabajo. Pase lo que pase». Estaban empezando a pitarle los oídos. Los otros permanecieron en relajadas y anodinas posturas, ni acurrucados, ni inquietos, ni inmóviles, pero muy vigilantes. Al hablar mantenían las voces muy bajas.

Entonces el rifle de Amos rasgó el silencio en dos, de forma que a sus espaldas siguió la noche silenciosa, y frente a ellos se alzó la hora de la violencia. Vieron contra qué había disparado Amos. Una fila de diez comanches sobre nervudos ponis búfalo había aparecido a unos novecientos metros, brotando del terreno aparentemente plano. Siguieron avanzando a trote ligero, ignorando el disparo de Amos. Zack Harper y Brad Mathison dispararon, pero no lograban apuntar bien desde esa distancia.

—¡Tumbad los caballos! —gritó Amos—. ¡Poneos de espaldas al pantano y tumbaos!

Amos tiró del hocico de su caballo hacia atrás acercándolo al cuerno de la silla, le levantó el espolón contrario y tiró de él con fuerza. Agarró una de las patas traseras con la que intentaba cocearle, luego la otra, y las ató pasando la cuerda por los corvejones delanteros. Algunos de los otros hacían lo mismo, pero Brad seguía peleando con su animal de sangre caliente. Se encabritó alzándose unos tres metros sobre los cuartos traseros y coceando con los delanteros, en un intento por liberarse.

—¡Matad a ese caballo! —gritó Amos.

Obedientemente, Brad sacó su revólver, descerrajó un tiro en la cabeza del animal por debajo de la oreja y se apartó cuando este se derrumbó.

Ed Newby seguía erguido, con el rifle en reposo pero presto a disparar por encima de la silla de su caballo, que también seguía en pie. Mart perdió los nervios lo suficiente para gritar:

—¿No sabes tumbarlo? ¿Quieres que le dispare, Ed?

—¡Déjalo! Que los comanches lo tumben.

Mart acudió en ayuda de Charlie MacCorry, que ya había atado su propio caballo sin problemas y ahora luchaba con uno de los mulos. No intentaron tumbar todos los animales, pero Mart se sentía mucho mejor con algo en que ocupar las manos. Podían verse ya tres hileras más de comanches, bastante separadas unas de otras, y trotando a buen ritmo. Al principio tenían cierto aire espectral, y parecían del mismo color que la pradera bajo la luz grisácea. Luego pudieron distinguirlos con más detalle, y entonces Mart vio los arcos, las lanzas con cabelleras colgando como pendones, algún que otro escudo de guerra usado tanto por el poder chamánico de sus símbolos pintados como por la capacidad de repeler las balas gracias al cuero del que estaban hechos, tan resistente como el hierro. Casi la mitad de los comanches llevaban rifles. Algún comerciante, defendiendo su derecho de buscarse la vida, debía de haber sacado un suculento beneficio poniendo esas armas en manos comanches.

El rifle de Amos disparó de nuevo. Uno de los ponis que iba en cabeza viró y huyó corriendo mientras el jinete rodaba sobre la hierba. Inmediatamente, sin ninguna otra señal discernible, los comanches se agacharon pegando sus cuerpos sobre sus monturas y avanzaron hacia ellos al galope. Otros dos o tres vaqueros dispararon, pero sin lograr efecto alguno.

A unos trescientos metros las cuatro columnas de comanches viraron súbitamente a la izquierda, formando una sola hilera que se extendía en el horizonte frente a la defensa. Los vaqueros estaban todo lo preparados que podían estar; se habían colocado en un semicírculo irregular parapetados tras los caballos atados y con el agua a sus espaldas. Dos o tres estaban sentados descuidadamente sobre sus caballos tumbados, calculando las fuerzas del enemigo.

—Podemos resistir —dijo Mose Harper. Su tono de voz sonó tan anodino como un comentario en la tienda de la esquina—. Se aproximarán bastante, antes de caer todos.

—Cuento unos treinta y siete —informó Ed Newby. Seguía de pie detrás de su caballo erecto.

—Ya he elegido una cabellera para mí, cuando tenga tiempo de cogerla.

—Siempre que no dejen tu cadáver hundido en el barro —respondió Mose Harper, intentando sonar chistoso.

—He venido hasta aquí para hundir cadáveres indios en el barro. Y no he cambiado de planes.

Pudieron ver las pinturas de guerra comanches en el momento en que los guerreros cabalgaron a plena vista frente a ellos. Los rostros y cuerpos desnudos habían sido pintados con distintas combinaciones de franjas y manchas de color blanco, rojo y amarillo, y fuera cual fuese la combinación, destacaba fuertemente el negro, el color comanche para la guerra, para la batalla y para la muerte. Cada guerrero se pintaba igual siempre, pero de poco servía memorizar las combinaciones de pintura, porque tan sólo se veía a un indio con pinturas de guerra cuando no era posible atraparlo. Tampoco servía de nada recordar los símbolos chamánicos de los escudos, ya que estos, que eran tratados como objetos sagrados, jamás se sacaban de sus fundas de piel de ciervo hasta el momento de la batalla. Además de pinturas, los comanches llevaban taparrabos y mocasines; unos cuantos llevaban tocados con cuernos o zarpas de oso. Pero estos eran los guerreros jóvenes, que carecían de las grandes coronas de plumas de águila, orgullo de los viejos jefes indios, que tenían en su haber decenas de batallas. Los ponis llevaban las colas atadas, los cabalgaban sin silla de montar y los guiaban con una sola rienda por la quijada.

—¿No es ese grande de allí Joroba de Búfalo? —preguntó Zack Harper.

—No-ese-no-es-Joroba-de-Búfalo —le espetó su padre—. No seas tan bocazas.

El jefe comanche volvió a girar, cercándoles. Guió a sus guerreros rebasando unos cincuenta metros a los defensores; los ponis avanzaban separados unos de otros y a toda carrera. De repente, en todas las gargantas comanches explotó el atronador grito de guerra y Mart quedó paralizado por el impacto de ese sonido, aturdido y con ganas de vomitar, como si hubiera recibido una pedrada en el estómago. Los gritos de guerra aumentaron hasta convertirse en un estridente y sobrenatural quejido, un gimiente gruñido que le atravesó la espalda y cercenó todos y cada uno de los nervios de su cuerpo. No era exactamente el mismo sonido horripilante de su pesadilla, pero poseía la naturaleza de ese sonido, la esencia de su significado. Los músculos de sus hombros estaban agarrotados como si fueran de piedra, y tenía las manos tan crispadas sobre el rifle que este traqueteaba inútilmente contra la silla de montar en la que lo apoyaba. Y al mismo tiempo, el resto de músculos de su cuerpo se había quedado inerte e indefenso.

Amos le habló al oído, el suave susurro le llegó cargado de autoridad pero calmado.

—Suelta un poco los hombros. Relaja los hombros y tus manos harán el resto. ¡Ahora ayúdame a cargarme a un par!

Funcionó. Todos los rifles sonaban ahora por encima de los caballos atados. Mart respiró profundamente otra vez, eligió un objetivo y apuntó. Un comanche tras otro desaparecía de su campo de visión, escondiéndose tras sus ponis mientras se acercaban por el lado contrario a los rifles que los recibían; fueron cayendo en orden, como patos en una caseta de tiro al blanco, fingiendo una masacre que no estaba teniendo lugar. Cada comanche se agarraba a un mechón de crin de su poni y, colgándose de uno de los talones hacia el lado contrario, disparaba por debajo del cuello del animal, dejando al descubierto tan sólo un brazo y una parte de su rostro pintado. Cuando Mart disparó, el poni dio una vuelta de campana y su jinete saltó ileso.

Los comanches galopaban en círculos disparando continuamente y cargaban sus armas escondidos tras sus monturas mientras se alejaban, para volver a pasar y disparar de nuevo. Era la famosa rueda comanche, que iba cercando al enemigo con cada nuevo giro y aplastaba la defensa como una rueda de molino a la carrera, pero sin comprometer sus fuerzas y manteniendo abierta la posibilidad de una rápida retirada. Las balas silbaban por encima de sus cabezas, zumbando o aullando antes de impactar con un chorro de polvo cerca de los defensores. Muchos de los silbidos eran flechas que pasaban por encima de sus cabezas. El caballo de Zack Harper relinchó y luego comenzó a emitir un profundo e incesante gruñido.

Otro poni indio cayó de cabeza; era un tiro de Amos. El jinete se refugió tras el poni muerto antes de que acabaran con él. Aquí y allá los ponis se agitaban, se tambaleaban, y luego continuaban corriendo. Para que una sola bala tumbase limpiamente un caballo se precisaba muy buena puntería.

—¡Los caballos, idiotas! —gritó Amos entre dientes—. ¡Disparad a los caballos!

Otro poni comanche se derrumbó sobre sus rodillas y permaneció en el suelo, pero su jinete logró colocarse tras él ileso.

Ed Newby disparaba con cuidado y sin apresurarse por detrás de su caballo erguido. Los zumbidos hacían que el caballo agitase la cola, pero se mantuvo firme en su sitio.

—Hay que apuntar al hombro —dijo Ed—. No sirve de nada dispararles en la tripa. Eh, amigos, no apuntáis bien.

Volvió a disparar y un comanche cayó de detrás de su caballo al galope con los sesos reventados. No era el tiro que Ed intentaba hacer, pero aun así dijo:

—¿Veis qué fácil es?

A unos cincuenta metros frente a él, Mart Pauley vio un rifle asomando por los cuartos traseros de un poni abatido. Un tocado con cuernos se alzó con precaución y el rifle viró para apuntar a Mart directamente a los ojos. Mart disparó rápidamente, apuntando entre los cuernos, que desaparecieron, y el rifle enemigo se deslizó sobre la hierba sin haber sido disparado.

Tras ese ataque hubo una tregua, mientras los comanches rompían el cerco y se retiraban. Frente a los vaqueros yacían tres ponis abatidos, dos comanches muertos, y dos vivos, a salvo y peligrosos tras sus caballos. Amos maldecía en voz baja y sin parar. Charlie MacCorry mencionó que le había hecho un poco de pupa a uno de ellos, tal vez, pero no parecía estar totalmente convencido.

—¡Por Dios Todopoderoso! —explotó Brad Mathison—. ¡Debe haber alguna forma de salir de esta!

Mose Harper se rascó la barba y comentó que pensaba que no lo habían hecho nada mal en esa primera embestida.

—En una ocasión, cuando aún era un mocoso de viaje con la caravana de ganado de mi padre, unos doscientos indios nos asediaron durante todo un día. No les causamos muchas bajas. Finalmente, se largaron… ¿Es que te has quedado pegado al suelo, Zack? ¡Haz algo con ese caballo!

Zack se levantó y echó un vistazo a su caballo herido, pero no parecía saber qué hacer. Se quedó inmóvil mirándolo fijamente, hasta que su padre se acercó y disparó al animal.

—Dime una cosa —dijo Mart a Amos—, ¿aullaban de esa forma cuando mataron a mi gente?

Amos pareció pensarlo detenidamente.

—Yo no estaba allí —dijo por fin—. Supongo que sí. Es difícil acostumbrarse a ese ruido, ¿verdad?

—No sé si alguna vez podré acostumbrarme a él —dijo Mart, nervioso.

Amos le observó con extrañeza durante unos segundos.

—No permitas que eso te detenga —le dijo.

—No me detendrá.

Los comanches volvieron al ataque y en esta ocasión pasaban por delante de ellos a no más de diez metros. Unos cuantos ponis heridos marchaban rezagados en la cola de la fila, sus jinetes los reservaban para la batida final, pero seguían en acción. Los comanches corrían apiñados en grupos; el ataque se transformó en una avalancha de confusión. Tanto plomo como flechas llovían sobre la posición de defensa.

—Dios mío —gimoteó Zack—, ¡hay un millón de indios! —y se agachó bajo su caballo muerto.

—¡Levanta la maldita cabeza! —gritó Mose a su hijo—. ¡Dispárales!

Zack se incorporó y continuó luchando.

En cierto momento del ataque el caballo de Ed Newby se desplomó, aprisionando a Ed, pero el resto de vaqueros no tenía tiempo de ir a liberarlo mientras continuara la embestida. Un comanche sin caballo corrió gritando hacia Amos mientras blandía su rifle como una porra, y así halló su final. Otro recibió al menos cinco balas mientras su compadre intentaba rescatarlo recogiéndolo al galope. Tendría que haber otro más, pues un tercer poni había caído delante de ellos, pero nadie sabía adónde había ido a parar el jinete. En esta ocasión, al acabar la embestida los comanches se replegaron de nuevo para departir sobre la estrategia.

De momento todo parecía favorecer a los comanches. Los vaqueros doblaron las espaldas para retirar los cuatrocientos kilos de caballo que aprisionaban a Ed Newby.

—¿Cómo es que te quedaste ahí abajo, Ed? —preguntó Mose Harper.

Ed Newby le respondió entre dientes apretados.

—Me dieron en la pierna… justo cuando el caballo cayó…

La pierna de Ed no sólo había sido atravesada por una bala, también se había partido al caer bajo su propio peso, y de nuevo volvió a romperse con el peso del caballo muerto. Amos colocó el asta de una flecha entre los dientes de Ed, y la madera de la flecha se hizo astillas cuando dos hombres descargaron el peso de sus cuerpos sobre la pierna para enderezarla.

Una partida de doce comanches, montados en los ponis indios más rápidos, se alejó del grupo principal y les cercaron para una nueva batida.

—No disparéis —ordenó Amos—. ¿Me oís? Buscad refugio… ¡pero no les ataquéis!

Zack Harper, que no había destacado hasta el momento en la pelea, escogió justamente ese momento para hacerse el duro.

—¡Al diablo con que no disparemos! ¡Tengo intención de cargarme a otro!

—Como se te ocurra disparar, te mato —le amenazó Amos, y Zack bajó el cañón de su rifle.

La mayoría se echó al suelo cuando los comanches pasaron una vez más, pero Amos se quedó de pie, observándoles por debajo de sus espesas cejas, como un buey atento. Los indios no atacaron. Recogieron a los que habían perdido sus monturas y a sus muertos; luego se marcharon.

—¡Incorporad a los caballos!

Amos aflojó la soga e hizo incorporarse a su caballo.

—Ahora se dispersarán —advirtió Mose Harper.

—¡No, hasta que no reúnan sus monturas no lo harán!

—Alguien tiene que quedarse con Ed —les recordó Mose—. Supongo que yo soy el más apropiado para hacerlo… siendo un viejo lisiado. Pero algunos de esos comanches podrían volver a cercarnos. Tendrá que quedarse Zack conmigo.

—De acuerdo.

—Y necesito un hombre que se mueva rápido en un buen caballo para ayudarme. No puedo mover a Ed. No con lo que tenemos aquí.

—Todos tenemos intención de regresar —apostilló Amos— en un par de días.

—Los que persiguen comanches no necesariamente regresan. Me tengo que quedar con Brad Mathison o con Charlie MacCorry.

—Entonces que se quede Mathison —dijo Charlie—. Yo continúo.

Brad se giró hacia él con una inesperada explosión de temperamento.

—Hay una forma rápida para decidirlo —dijo, y permaneció con las piernas separadas y una mano abierta y presta sobre la cartuchera.

Charlie MacCorry miró a Brad a los ojos y escupió sobre las botas de Brad, aunque falló. Después de eso, se dio la vuelta y se alejó.

Así pues, tres continuaron cabalgando, siguiendo una columna de polvo que ya se veía distante por la pradera.

—Pronto tendremos la respuesta —prometió Amos—. Pronto. No les dejaremos que nos pierdan con el polvo.

Mart Pauley permaneció en silencio. Se contuvo de preguntarle qué podían hacer tres jinetes cuando llegaran hasta los comanches. Temía que Amos no lo supiera.