En medio de una vasta y plana llanura, a un día a caballo de cualquier lugar, había una pequeña ciénaga maloliente sin nombre. Cubría unos diez acres y en ella crecían juncos. Los mexicanos llamaban tules a estos juncos, pero por aquel entonces algunos texanos seguían intentando evitar las expresiones mexicanas. Alrededor no había ningún río, ni un cerro, ni ningún tipo de accidente geográfico en ningún sitio a excepción de aquel pantano sin nombre. Y así fue como el «Pelea en los Juncos» fue bautizado con tan ridículo nombre.
Quedaban todavía siete hombres en la partida de búsqueda cuando se aproximaron a Pelea en los Juncos al caer el sol del quinto día. Lije Powers abandonó al grupo cuando tuvo lugar su trigésimo noveno o cuadragésimo razonamiento sobre la interpretación de las pistas. Había encontrado un tocado indio, un hermoso sombrero con cuernos de vaquilla pulidos sobre una cinta de cuentas de vidrio negras y blancas. Se alegraron de encontrarlo, porque les informó de que algún indio todavía a caballo estaba herido y en baja forma, o jamás se lo hubiera dejado olvidado. Pero Lije decidió reafirmar su convicción de que el tocado era kiowa, y no comanche… lo cual daba exactamente igual, ya que ambas tribus eran aliadas. Cuando se cansaron de oír hablar a Lije sobre el tema, se lo dijeron, y Lije se separó del resto resoplando con la intención de ir a una hacienda mexicana que conocía y que estaba situada al sur.
Encontraron muchas otras pistas acerca del castigo que los comanches habían recibido antes de que lograran destruir completamente a la familia Edwards. Más importante que ninguna otra pertenencia abandonada —una petaca adornada con cuentas de vidrio, una lanza de palo fierro pulido con marchitas cabelleras colgando— eran las tumbas superficiales indias recubiertas de montones de piedras. En cada una de ellas yacía el cadáver de un caballo con la marca de los Edwards, sacrificado siguiendo la creencia de que el espíritu del animal transportaría al fantasma del comanche. Encontraron siete enterramientos. Cuatro de ellos en un mismo lugar, escondidos tras una colina, eran probablemente las tumbas de indios muertos en el mismo rancho; tres más, separados unos de otros a intervalos de medio día de camino, les dieron pistas sobre el número de heridos que murieron durante la retirada. Cuando estaban en pie de guerra, ninguna banda de indios aminoraba el paso para esperar a los moribundos. Se sabía que algunas indias parían a sus hijos sobre la grupa de ponis en movimiento, sin nadie que las atendiera o les prestara ayuda. Los vaqueros no podían contar con que los guerreros heridos retrasaran lo más mínimo la huida de los asesinos.
Amos se guardó la petaca con cuentas y el tocado de cuernos de novillo en sus alforjas; podrían servir para identificar algún día a los comanches asesinos. Y durante varios días llevó consigo la lanza de palo fierro, pero sin sus trofeos. La usaba para comprobar la profundidad de las tumbas indias y ver si alguna era lo suficientemente superficial para abrirla sin perder demasiado tiempo. Probablemente esperaba encontrar algo que pudiera relacionar a algún guerrero muerto con un nombre, de forma que algún día pudieran ser guiados hasta los vivos gracias a los reticentes muertos. O eso es lo que pensó en un principio Martin.
Pero no podía evitar ver cómo Amos iba cambiando. O quizás es que ese cambio, que se iba revelando poco a poco y muy levemente en cada ocasión, había dominado a Amos repentinamente desde la noche de la tragedia. Al principio, Amos los guió a una velocidad capaz de reventar a cualquier caballo, veinticuatro horas sin parar durante las primeras veinticuatro horas. La razón de ello era Lucy, por supuesto. Con frecuencia los comanches cuidaban y criaban a los niños blancos cautivos y se casaban con las chicas cuando estas crecían, mientras que aceptaban a los chicos en sus familias como hermanos. Pero las mujeres blancas ya crecidas eran violadas incansablemente por cada uno de los captores por turnos hasta que morían o eran «desechadas» por los hombres saciados y las dejaban morir. Así que los perseguidores, infatigables, dieron todo de sí y de sus monturas en esta primera carrera; sin embargo, tras fallar las fuerzas de sus animales, no encontraron ningún indicio de que hubieran logrado ganar terreno a los comanches en su veloz huida. Tras ese primer esfuerzo, Amos avanzó con cautela a un ritmo de paseo hasta que los caballos se recuperaron de ese primer gran esfuerzo, luego a ritmo de trote, hora tras hora, ahorrando en montura a costa de los hombres. Amos cabalgaba relajado en esos momentos, sin malgastar movimientos ni pasos. Tenía el aspecto de un hombre resignado a seguir el rastro durante años, todos los que le quedaban de vida.
Y entonces Amos encontró el cadáver de un indio que no había sido enterrado, tan sólo protegido con piedras en una grieta de un saliente de arenisca. Se arrimó al muerto… pero tan sólo se llevó la cabellera. Martin no tenía ni idea de las creencias de Amos sobre la vida y la muerte, pero los comanches creían que el espíritu de un guerrero sin cabellera vagaba eternamente entre los vientos y se le negaba la entrada a la tierra de los espíritus más allá del sol poniente. Amos no se quedó con la cabellera, pero la lanzó lejos en la pradera para que la encontraran los lobos.
Otro que mostraba algún cambio era Brad Mathison. Siempre era el que cabalgaba más adelantado que los demás, el primero en partir por la mañana, el más reacio a parar al final del día cuando el sol se ponía. Sus caballos, bien adiestrados —llevaba cuatro monturas de recambio y dos mulas de carga—, parecían menos cansados que el propio Brad, que tenía los ojos hundidos y había perdido peso. Durante el año anterior Brad había estado visitando a los Edwards para tratar con Lucy… pero sólo una vez cada uno o dos meses. Martin no creía que existiera entre ellos una fuerte atracción. Pero ahora que Lucy había desaparecido, Brad se iba implicando más y más a medida que decrecían las esperanzas.
Al tercer día algunos de ellos ya debían creer que Lucy estaba muerta, pero Brad no podía permitirse pensar de esa manera. «Está viva», le dijo a Martin Pauley. Martin no le respondió nada entonces. «Tiene que estar viva, Mart». Y el cuarto día, tras esperar a Mart para cabalgar a su lado: «La compensaré por ello», se prometió a sí mismo. «No importa lo que le haya podido pasar, no importa lo que haya podido sufrir. Haré que lo olvide». Espoleó su montura para adelantarse de nuevo, retomando la cabeza de la marcha a lo lejos e ignorando las maldiciones de Amos.
Y así fue como Brad, de nuevo, fue el primero en encontrar a los comanches. Muy a lo lejos, por delante del resto, se acercó con su caballo hasta el borde de un risco, luego se bajó de su montura y apartó al caballo del precipicio. Y entonces, una vez más, sostuvo el rifle por encima de la cabeza con ambas manos, indicando «encontrados».
Los otros llegaron a pleno galope. Mart sujetó los caballos y desmontaron a bastante distancia del borde, pero Mose Harper arrebató las riendas de las manos de Mart.
—Yo soy un anciano —dijo Mose—. Sea lo que sea que haya allá abajo, ya lo he visto antes… y con probabilidad muchas veces. Sube tú.
El precipicio era una pared de más de noventa metros de piedra caliza que caía en vertical como si fuera la orilla de un mar desaparecido. El rastro del gran número de ponis comanches descendía con cautela por un talud pedregoso. A unos treinta kilómetros, en medio de la llanura, flotaba una mancha brumosa que resplandecía rojiza en la luz horizontal de la puesta de sol. Algunos de ellos recordaron en esos momentos la ciénaga de juncos estancada que había allí y que se usaba de abrevadero. Una línea negra que vibraba sobre el calor del terreno se extendía por delante de la bruma de la laguna. Eso es todo lo que se veía.
—Caballos —dijo Brad—. ¡Hay caballos, allí junto al agua!
—Allí es donde deberían estar —dijo Mart. Una leve precaución, como de incredulidad por su suerte, hizo que sus palabras salieran lentamente.
—Podrían ser búfalos —dijo Zack Harper. Era un joven de cabello largo, el hijo mayor de Mose Harper—. No se notaría la diferencia.
—Si hubiera búfalos allí, veríamos a los comanches corriendo tras ellos —Amos desechó la idea.
—Si son caballos, sin duda hay un montón de ellos.
—Hemos estado rastreando un montón de ellos.
Permanecieron en silencio durante un rato, estudiando la distante línea sobre el horizonte que debía de ser una manada de ganado. La luz caía ahora mientras la puesta de sol se apagaba.
—Será mejor que paremos para alimentarnos —dijo Brad finalmente. Era uno de los más jóvenes del grupo, y los veteranos de las llanuras con frecuencia se mostraban gruñones al oír el consejo de algún joven, pero últimamente todos parecían prestarle más atención—. Oscurecerá en una hora y media. Nada nos impide lanzarnos sobre ellos bastante antes de que llegue la luz del día, sea cual sea la ventaja que nos sacan.
—¿Estás totalmente seguro de querer lanzarte sobre todos ellos? —preguntó entonces Ed Newby.
—Pero ¿para qué demonios crees que hemos venido hasta aquí? —le espetó Charlie MacCorry mientras se volvía para mirar a Ed.
—Los pillaremos desprevenidos —dijo Amos—. Siempre se les pilla desprevenidos. No existe ni un solo indio en el mundo que sea capaz de mantener las guardias cuando la noche se vuelve fría.
—No es por eso —respondió Ed—. Podemos darles una buena paliza. Supongo. Lo único es que… con bastante probabilidad los comanches maten a todos los prisioneros que tengan, si se les ataca con mucha violencia. Lo hacen siempre.
Mart Pauley mordisqueaba una brizna de hierba mientras observaba a Amos. Finalmente dijo:
—Hay una alternativa…
Amos asintió.
—Como dice Mart, hay una alternativa —a Mart Pauley le sorprendió sobremanera ver que Amos parecía feliz—. Me refiero a sus caballos. Quizás podríamos dejar a los comanches sin monturas.
De nuevo, el silencio. Nadie mostró intención alguna de decir mucho a estas alturas sin reflexionar largamente antes de hablar.
—Podríamos hacer que sus ponis salieran en estampida y perseguirlos —continuó Amos—, no creo que eso les hiciera matar a nadie… que siga aún con vida.
—No tiene pinta de ser nada fácil —dijo Ed Newby.
—No —asintió Amos—. No es fácil. Y no es seguro. Si lo logramos, los comanches estarían dispuestos a negociar. Pero tampoco puedo asegurar que lo vayan a hacer. En toda mi vida, tan sólo he aprendido una cosa sobre un indio: sea lo que sea lo que uno pensaría que haría en su lugar… él no va a hacerlo. Quizás tengamos que dar caza a los comanches en grupos, de dos en dos, o uno a uno.
Algo parecido a un amargo regocijo en el tono de Amos dejó a Mart helado. Amos ya no creía que pudieran recuperar a Lucy con vida… y no pensaba en Debbie en absoluto.
—Por supuesto —dijo Charlie MacCorry, con los ojos puestos en la brizna de hierba que estaba desmenuzando—, ya sabes, también podría pasar que todos esos malditos salvajes tengan a sus mejores ponis atados en corto, justo al lado de donde descansan.
—Eso es cierto —dijo Amos—. Ese podría ser perfectamente el caso. ¿Y sabes lo que pasaría entonces?
—Que perderemos nuestras cabelleras. Y no se habrá conseguido salvar a nadie.
—Cierto.
Entonces, Brad Mathison explotó:
—En nombre de Dios, ¿lo intentará al menos, señor Edwards?
—De acuerdo.
Acto seguido, Brad se retiró para alimentar a sus caballos y los otros le siguieron más lentamente. Mart Pauley permaneció unos instantes en el borde del risco después de que los otros se retirasen. Pensaba en el cambio que había detectado en Amos. Ya no estaba encerrado en sí mismo, ni vacilaba al enfrentarse a la peor de todas las respuestas. Tampoco quedaba ni un resquicio de esperanza en la mente de Amos de que pudieran encontrar con vida a sus seres queridos. Sólo aquel siniestro regocijo que detectó en su voz cuando habló de matar a los comanches.
Y al pensar en el rostro de Amos esa noche, le vino a la mente ese mismo rostro durante la noche más terrible del mundo, cuando Amos salió de la oscuridad y penetró en la confusión de la cocina de los Edwards, llevando el brazo de Martha pegado a su pecho. La mutilación no era visible cuando Martha yacía en el ataúd que le habían fabricado. Su rostro parecía joven y sereno, y sus manos cruzadas descansaban sobre su regazo, una ligeramente más pálida que la otra. Eran manos curtidas, que desvelaban la edad que no desvelaba su rostro, surcadas con pequeñas cicatrices. Martha siempre se hacía daño en las manos. Mart pensó: «las desgastó, se las hirió, trabajando para nosotros».
Al pensar en eso, la clave de la vida de Amos súbitamente quedó aclarada. Todas sus inseguridades, su encierro en sí mismo, su trabajo sin recibir paga, su perpetuo orbitar alrededor del rancho de su hermano… todo cuadraba. Al ver lo que había configurado y retorcido la vida de Amos, Mart se sintió impactado; había vivido con Amos casi toda su vida sin tan siquiera sospechar la verdad. Pero tampoco lo había sospechado Henry… y menos aún Martha.
Amos estaba, siempre había estado, enamorado de la esposa de su hermano.