Enterraron a los suyos a bastante profundidad bajo el suelo de la pradera, junto a la abuela Edwards. Aaron Mathison leyó la Biblia y rezó una oración, mientras Martin, Amos y los otros seis elegidos para la persecución se mantuvieron un poco apartados de las tumbas abiertas, sujetando sus caballos ensillados.
No fue un servicio muy largo. La luz del día les indicó que Lucy debía de haber sido sacada en volandas de la casa, porque no encontraron ninguna huella de la joven en el suelo. Debbie, por el rastro dejado, probablemente hubiera sido capturada por un jinete al galope tras una penosa y corta persecución por la pradera. Quedaba esperanza, pues, de que estuvieran todavía vivas, y que una de ellas, o incluso ambas, pudieran ser recuperadas con vida. Casi toda la vitalidad de Aaron parecía haberle abandonado, pero compartía la endemoniada presión que iba a recaer sobre ellos hasta que se agotara la más mínima posibilidad de encontrarlas. Llevó a cabo el ritual de forma tan simple y breve como buenamente pudo.
—El hombre nacido de mujer…
Los que esperaban para partir temían que Aaron se alargase demasiado en la última plegaria, pero no lo hizo. La mente de Martin ya estaba muy lejos tras la pista, de forma que tan sólo escuchó las últimas palabras de la plegaria, y aun así estas lograron erizarle el cabello.
—Que ahora la luz de Tu semblante se aparte de los testarudos y los ciegos. Que caiga la oscuridad sobre aquellos que no ven, que toda Tu gloria ilumine el camino de aquellos que buscan… y que toda Tu sabiduría guíe los caballos de los valientes… Amén.
A Martin Pauley le pareció que el viejo Aaron, con su humilde plegaria, había suplicado una condena eterna para sí mismo si la búsqueda de Lucy y Debbie se completaba con éxito. La oferta de sacrificio a su Dios fue la única palabra que pronunció de acusación o culpa por el juicio erróneo que apartó de su hogar a los que hubieran podido ayudar en la lucha.
Amos debió de colocar su pie en el estribo antes de que acabara la plegaria; se sentó sobre la silla con el último «Amén» y se alejó cabalgando sin pronunciar una sola palabra. Con Martin y Amos partieron Brad Mathison, Ed Newby, Charlie MacCorry, Mose Harper y su hijo Zack y Lije Powers, que pensaba que su antigua sabiduría de la pradera había llegado a su punto máximo, y tanto le daba lo que los demás pensaran al respecto. Los que se quedaban se encargarían de cubrir las tumbas con piedras para evitar que los desenterrasen las alimañas, y colocarían las cruces de madera que Martin Pauley había fabricado con tablones de la casa durante las últimas horas de la noche.
En el último segundo Laurie Mathison corrió hacia donde Martin aguardaba sentado sobre su montura. La joven se elevó apoyándose ligeramente en el estribo sobre la punta de su bota y le besó en la boca rápidamente y con fuerza. Un atrevimiento como ese en cualquier otro momento hubiera causado una explosión de ira, pero sus padres no parecían capaces de ver lo que sucedía a su alrededor. Aaron seguía en pie con la cabeza inclinada junto a las tumbas abiertas, y los ojos de la señora Mathison estaban clavados frente a ella contemplando una terrible soledad. Los Edwards, los Mathison y los Pauley habían llegado hasta esas tierras juntos. Las tres familias se habían apoyado mientras los Pauley vivían y, después de la masacre de los Pauley, las dos familias restantes se habían ayudado mutuamente en todo momento. Ahora sólo quedaban los Mathison. El rostro habitualmente amable y relajado de la señora Mathison se mostraba sombrío y rígido por un miedo insoportable. Martin Pauley no la hubiera reconocido aunque se hubiera encontrado en un estado que le hubiera permitido reconocer algo.
Pareció sorprendido cuando Laurie le besó, pero sólo durante un segundo. Ya parecía haberla olvidado, por el momento, cuando viró sobre su caballo.