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Ya se acercaba el amanecer cuando llegaron a la casa. Amos había estado trabajando con ahínco. Había colocado a su hermano Henry y a los dos chicos en un dormitorio y les había vestido con sus mejores trajes. Dejó a Martha en otro cuarto y la señora Mathison y Laurie se hicieron cargo. Todos los hombres se pusieron a trabajar en silencio, sin tener que decirles nadie lo que debían hacer. Eran gentes solitarias y autosuficientes, que coincidían tan sólo unas cuantas veces al año y sin embargo trabajaban bien en grupo, y todos ellos sabían lo que era necesario hacer. Algunos se pusieron a trabajar con serrucho, lijadora, barrena y estacas para terminar los ataúdes que Amos había comenzado a construir, mientras otros preparaban café y un desayuno fuerte y empacaban raciones de comida para la posterior persecución. Recogieron y ordenaron los objetos que los indios habían dejado tirados por todas partes mientras saqueaban la casa, pusieron todo en su lugar, o al menos hasta donde pudieron adivinar, y fregaron y echaron tierra para eliminar las manchas, como si fuera a continuar la vida en aquella casa.

Dos cosas encontradas entre los despojos poseían un significado especial para Martin Pauley. Una era la hoja de papel en la que Debbie había intentado componer un calendario hacía unas semanas. Algo referente a ese objeto lo turbaba, aunque no sabía exactamente el qué. Le vino a la memoria entonces que había deseado en voz alta tener un calendario, y muy vagamente recordó a Debbie mostrándole sus esfuerzos. Pero él había estado pensando en otras cosas. Creía haber dicho «muy bonito» y «ya veo», sin mirar realmente lo que la pequeña le mostraba. Finalmente, no se colgó el calendario de Debbie; no recordaba haberlo visto de nuevo hasta ahora. Y ahora comprendió por qué. Debbie había cometido un error, justo al principio, de forma que todo el calendario estaba equivocado. Se giró levemente hacia Laurie Mathison, que se estaba lavando las manos en el fregadero.

—Yo… —dijo él—. Parece como…

Ella echó un vistazo al calendario hecho con lápiz.

—Recuerdo eso. Estaba de visita ese día. Pero ya está claro. Ya se lo expliqué.

—¿Qué le explicaste? ¿Qué está claro?

—Cometió un error aquí, de forma que todo…

—Sí, ya lo veo, pero…

—Bueno, cuando Debbie vio que lo había estropeado, corrió hacia ti… —sus ojos grises se clavaron en los de él—. Tú y yo nos habíamos peleado ese día. Quizás fue eso. Pero… siempre fuiste el héroe de Debbie, Martie. Ella era… todavía es sólo una niña, ya sabes. No paraba de decir que… —Laurie apretó los labios con fuerza.

—¿No paraba de decir qué?

—Martie, le hice comprender que…

Martin tomó a Laurie por los brazos con fuerza.

—Dime.

—De acuerdo, te lo diré. Ella no paraba de decir: «No me ha hecho ni caso».

Martin dejó caer las manos.

—No la estaba escuchando —dijo—. La hice llorar y nunca lo supe.

Martin dejó que Laurie cogiera la desafortunada hoja de papel de su mano y no volvió a verla nunca más. Pero esa ocasión perdida en la que debió haber cogido a Debbie en sus brazos, y haberlo hecho todo bien, iba a perdurar en su mente durante mucho tiempo, un gancho de donde colgar su pena.

El otro objeto que encontró era un retrato en miniatura de Debbie. También se habían pintado retratos en miniatura de Martha y Lucy, en una ocasión cuando Henry las llevó a las tres a Fort Worth, pero Martin nunca supo qué fue de ellos. El retrato de Debbie, con un marco de oro en una pequeña caja forrada de felpa, era el mejor de los tres. El diminuto rostro triangular y los ojos verdes eran muy fíeles al original, y sugerían una apariencia de duendecillo que iba bien con la pequeña estatura de Debbie. Martin se metió la cajita en el bolsillo.