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Amos remontó la alta cima desde la que se dominaban los quince kilómetros que les separaban del hogar, y aquí Martin Pauley, al cual ya le quedaba muy poco caballo bajo el cuerpo, finalmente lo alcanzó. En el horizonte, al sur, comenzaba a brotar un punto de fuego. El fulgor se expandió y se hizo más brillante; los enormes montones de heno estaban ardiendo e incrementaban la luz. En la cordillera oriental aún no se veía nada. Los asaltantes habían tomado una decisión, y esta era no atacar a los Mathison.

Durante unos segundos, Martin Pauley y Amos Edwards permanecieron quietos y en silencio. Luego Amos sacó el cuchillo y agarró el látigo, llamado romal, que llevaba trenzado entre sus largas riendas. Tiró hacia arriba la pesada cabeza del animal, el látigo silbó y golpeó con fuerza, y el caballo rompió fatigosamente a correr con trote pesado.

Martin descabalgó, temblando tanto que casi cayó de rodillas. Ajustó su silla y cuando volvió a montar sobre su exhausto poni este se tambaleó, casi derrumbándose bajo el peso del jinete. Amos ya no estaba en su campo de visión. Mart azuzó a su poni hasta lograr avanzar con trote vacilante, guiando la ubicación de sus maltrechos cascos bajo la alta luz de la luna. El animal resollaba entrecortadamente, y cuando una gota de espuma cayó en los dientes de Martin, le supo a sangre. Sin embargo, el caballo logró acercarse más al hogar de lo que Martin hubiera esperado. A medio kilómetro de la casa, el animal tropezó con un charco poco profundo y se desplomó pesadamente. Estiró dos veces el cuello y la cabeza intentando levantarse, pero volvió a caer. Martin sacó su revólver y descerrajó un disparó en la cabeza del poni, luego sacó su carabina de la alforja y continuó avanzando, corriendo con todas sus fuerzas.

Los montones de heno ardiendo y el granero de madera se habían desplomado hasta convertirse en brillantes lechos de brasas, pero la casa seguía en pie. El techado de madera brillaba en una docena de puntos humeantes, donde ardían antorchas que habían sido lanzadas al tejado, pero la tierra bajo estas había resistido. Durante unos segundos, una enorme esperanza por algo imposible poseyó a Martin, intensa como un dolor físico. Luego, cuando aún se encontraba bastante alejado, divisó una luz que salía de la cocina, una lámpara encendida en su interior. Incluso a esa distancia pudo ver que la luz salía de la puerta rota, que colgaba desgajada de una sola bisagra.

Martin aminoró la marcha hasta avanzar andando, y se dirigió asustado hacia la casa. Unas cuantas llamas bailaban todavía entre los rescoldos de los montones de heno y el granero, y dejaban escapar chispas que flotaban distraídamente en el calmado aire, y la propia casa se recortaba contra el cielo nocturno envuelta en un mortecino brillo rojo. En el patio trasero yacía un poni muerto, con la cola apuntando hacia la puerta rota. Probablemente lo habían estampado contra la puerta para romper la barra metálica de seguridad. Junto a los escalones, el caballo de Amos se había derrumbado sobre el suelo, con las rodillas dobladas bajo el cuerpo. La pesada cabeza se sacudía bajando poco a poco, hasta que el hocico se hundió en el polvo; jamás volvería a levantarse.

Martin pasó por encima de las patas del poni comanche muerto y entró en la cocina, andando como si nunca hubiera aprendido a hacerlo y tuviera que tirar de cada uno de los hilos que sujetaban sus miembros. Cerca de la puerta yacía un cuerpo cubierto con una sábana. Martin apartó la tela inerte y se encontró contemplando el rostro de Martha. Tenía los labios entreabiertos, como si aún estuviera viva. Tenía la rubia cabellera suelta, y bajo la luz de la lámpara se distinguían los cabellos plateados. Martha poseía una espesa cabellera y, en un primer momento, apenas se advertía que se la habían arrancado parcialmente.

La mayoría de las contraventanas cerradas habían sido reventadas. Hunter Edwards yacía hecho un ovillo cerca de la astillada puerta del salón, tenía las manos vacías todavía crispadas, como si aún estuviera sujetando su desaparecido rifle. Ben se había derrumbado como un fardo junto a la ventana más alejada, con sus piernas larguiruchas totalmente extendidas. Parecía inmaduro y diminuto allí tirado, como un canijo niño pequeño.

Martin encontró el cuerpo de Henry Edwards doblado hacia atrás sobre el amplio alféizar de una ventana del dormitorio. Los cuchillos comanches habían realizado un truculento trabajo sobre su cuerpo. Como a Martha, a Henry y a los dos chicos también les habían rebanado el cuero cabelludo. Martin, con cuidado, colocó rectos en el suelo los cuerpos de Henry, Hunter y Ben, y luego buscó unas sábanas para cubrirlos, como Amos había hecho antes con Martha. Las manos de Martin temblaban, pero todavía tenía los ojos secos cuando Amos regresó al interior de la casa.

Cuando Martin echó un buen vistazo a su tío adoptivo, se asustó. El rostro de Amos estaba petrificado, pero se filtraba un brillo tan terrible desde detrás de sus ojos que Martin creyó que Amos se había vuelto loco. Amos portaba algo delgado e inerte en los brazos, aferrado contra su pecho. Mientras Amos le pasaba la lámpara, Martin vio que del bulto que llevaba Amos pendía una mano, y que era la mano de Martha. No había cubierto con la sábana lo suficiente del cuerpo de Martha para ocultar que le faltaba un brazo. Los comanches hacían ese tipo de cosas. Probablemente se pasaron el brazo unos a otros, brincando y gritando, hasta que lo perdieron en la oscuridad.

—No hay señal de Lucy. Ni de Deborah —dijo Amos—. Por lo que he podido ver a oscuras.

Las palabras sonaron graves y temblorosas, pero no parecían las de un loco.

—Solíamos practicar enviando a Debbie a lo alto de la colina junto a la tumba de la abuela… —dijo Martin.

—Ya he estado allí. La debieron de enviar allá. Encontré su manta de búfalo. Pero Debbie no está allí arriba. Ya no.

—¿Piensas que Lucy…?

Martin dejó la pregunta sin acabar, pero llevaban tanto tiempo trabajando juntos que Amos ya sabía qué contestar.

—No sabría decirte si Lucy fue allá arriba a la tumba con Debbie. No hasta que se haga de día.

Amos sacó otra sábana y comenzó a rasgarla en bandas. Martin sabía que Amos estaba haciendo vendajes para recomponer a su gente lo más decentemente posible. Movía las manos metódicamente, siguiendo los distintos pasos y anticipando los siguientes movimientos que debía hacer, por muy nimios que fueran. Pero al mismo tiempo Amos pensaba en otra cosa.

—Quiero que vayas a la casa de los Mathison. Diles que enganchen su carreta y traigan a sus mujeres… Deberían vestir a Martha con algo de ropa limpia.

Probablemente Amos podría haber desnudado y lavado el cuerpo de la esposa de su hermano, y haberla vestido apropiadamente, si no hubiera habido nadie más para hacerlo. Pero jamás lo haría si un paseo de veinte kilómetros hacía posible que todo se realizara de la forma más conveniente. Martin se volvió hacia la puerta sin hacer una sola pregunta.

—Espera. Quítate esas botas y ponte los mocasines. Vas a tener que andar un buen trecho —Martin le obedeció—. ¿Dónde están esas planchas que estuviste lijando? Tengo intención de hacer unos ataúdes con las estanterías.

—Detrás de la leñera, junto al fogón —y partió en plena noche.

Martin Pauley estaba a unos doce kilómetros de la hacienda de los Mathison cuando se cruzó con los primeros jinetes. Los diez que habían cabalgado desde el día anterior estaban ya de camino, cabalgando monturas frescas de los Mathison y guiando unas cuantas más de repuesto. Una carreta, todavía a cierta distancia, transportaba a la señora Mathison y a Laurie, que no podían quedarse a solas con una partida de guerreros en pie de guerra.

Los jinetes más adelantados avanzaban a todo galope, con la esperanza de que, contra todo pronóstico, aún quedara alguien vivo allí. Cuando supieron lo ocurrido por boca de Martin, se detuvieron y esperaron a la carreta junto a él. Nadie le apremió para que diera más detalles. Laurie le hizo un sitio junto a ella en el asiento de la carreta y toda la partida cabalgó en silencio a un buen trote.

Tras dos o tres kilómetros Laurie sollozó.

—Oh, Martie… Oh, Martie… —volvió el rostro hacia él, apoyó la frente sobre el hombro de su chaqueta vaquera, y así lloró en silencio durante un rato. Martin permaneció sentado, relajado pero inmóvil, ya nada quedaba en su interior que le acercara o le apartara de ella. Acto seguido, la joven se enderezó y continuó todo el camino en silencio, sin tocarlo ni una sola vez más.