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A Martin Pauley el día le había parecido extraño casi desde el comienzo. Doce jinetes se habían reunido para rastrear a unos ladrones de ganado que habían robado a los Mathison, y lo extraño de la situación es que cinco de los doce pronto estuvieron en desacuerdo unos con otros en cuanto a lo que estaban persiguiendo.

Aaron Mathison, el dueño del ganado desaparecido, era un hombre con barba y mirada reposada de extracción cuáquera. No había sido capaz de mantener la fe de su padre, la cual rechazaba el uso de armas, pero todavía rezaba y leía la Biblia todos los días. Todo en el hogar de los Mathison estaba fregado, barrido o encalado, pero el espacio era escaso y estaba escuetamente amueblado en comparación con el hogar de los Edwards. Todo el dinero que Aaron había logrado reunir lo invirtió en aumentar la calidad de su ganado. Últimamente había marcado a fuego candente su marca de Relámpago Perezoso en diez cabezas de toros de raza traídos de Kansas City. Fueron guiados por el método de estampida, con una pequeña manada en los llanos de Salt Crick. Esta era la manada que había desaparecido.

Siguieron el rastro de tierra removida que había dejado la manada robada poco después del amanecer y avanzaron con brío, al ritmo de los veloces jóvenes jinetes Mathison en sus excelentes monturas. Martin Pauley se quedó rezagado, remoloneando durante las primeras horas. Se sentía especialmente agraviado porque le habría gustado visitar a Laurie Mathison antes de partir. Laurie tenía dieciocho años, como él… noble y de buen esqueleto, pensó, una descripción que igualmente podría haber utilizado para describir a una potrilla. Últimamente la había sorprendido siguiéndole con sus desprevenidos ojos grises de vez en cuando, cada vez que él iba a visitar a los Mathison. Pero no esta mañana.

Laurie había estado corriendo de un lado a otro, sirviendo cafés y un desayuno frugal, mientras dos de los chicos Harper y Charlie MacCorry la ayudaban rodeándola por tres costados… todos ellos haciendo el tonto y el indio y fanfarroneando, de forma que no había manera de acercarse. Martin Pauley era un chico tímido, moreno como un indio a excepción de sus ojos claros; nunca pensó que estuviera a la altura de las gentes rubias y de risa fácil con las que se había criado. Así que se quedó apartado y no consiguió hablar con Laurie. Ella corrió hasta su estribo y dijo «Hola», apenas mirándole mientras le entregaba un pedazo de carne humeante entre pan, sin café, y se alejó de nuevo. Y eso fue todo.

Durante un rato Martin intentó pensar en algo bonito que podría haberle dicho. No se le ocurrió nada. Así que terminó aburrido consigo mismo y dio un giro innecesariamente amplio sacudiendo la ijada del animal. Escudriñaba incansable la pradera, sin buscar nada en concreto, cuando finalmente encontró algo que lo dejó inmóvil y desconcertado.

Perplejo, atravesó el rastro y lo vadeó espoleando la ijada contraria para echar un vistazo al terreno por aquella parte, y allí encontró a Amos haciendo lo mismo. Amos Edwards tenía cuarenta años, dos años más que su hermano Henry, y lucía una figura corpulenta y voluminosa sobre una montura fuerte pero lenta. Era un tanto distinto al resto de miembros de la familia Edwards. Su espesa cabellera era más oscura, y probablemente fuera color marrón rojizo, pero la llevaba despeinada y sin lustre. Y tendía a encerrarse en su caparazón entre alguna que otra explosión de temperamento. Justo en ese momento cabalgaba con expresión hosca, con las manos en los bolsillos, las riendas se balanceaban sueltas del cuerno de la silla, mientras guiaba al caballo azuzándole imperceptiblemente con las pantorrillas y dos onzas de cambio de peso a uno u otro lado. Martin se aclaró la garganta unas cuantas veces, esperando que Amos hablara, pero no lo hizo.

—Tío Amos —dijo Martin—, ¿te has percatado de algo realmente sospechoso en este rastro?

—¿Como qué?

—Bueno, al principio conté pisadas de doce o quince ponis guiando esta manada. Ahora tan sólo cuento cuatro o cinco. Al principio pensé que el resto iba delante y el ganado había borrado el rastro…

—Muy perspicaz —le espetó Amos—, jamás se me hubiera ocurrido.

—… pero justo ahora acabo de encontrar un rastro de dos ponis separándose… y sin duda no iban delante del ganado. Se dieron media vuelta.

—¿Por qué?

—¿Por qué? Caray, tío Amos… ¿cómo diablos quieres que lo sepa? Eso es lo que me preocupa.

—Hazme un favor —dijo Amos—. Ya vale de la tontería esa de «tío».

—¿Señor?

—Tampoco me tienes que llamar «señor». Ni «viejo» tampoco. Ni «Matusalén». O te hago picadillo.

—¿Y cómo debería llamarte? —le contestó Martin estupefacto.

—Mi nombre es Amos.

—De acuerdo, Amos. ¿Quieres que me pasee un poco y tantee qué piensa el resto?

—Te dirán lo mismo —se volvió a encerrar en su caparazón, dispuesto a esperar su momento.

Fue a pleno mediodía; se habían parado para refrescarse en un charco de una quebrada seca, y entonces Amos dio a conocer su opinión.

—Aaron —dijo con un tono de voz que casi todos pudieron oír—, me aliviaría saber que todos los chicos aquí saben lo que estamos persiguiendo. Porque no son ladrones de vacas. No de la clase que pensamos.

—¿A qué te refieres?

—Lo que tenemos aquí es una escisión de una partida de guerreros indios, que corren desenfrenados y sin control para realizar un ataque —se calló unos segundos, luego terminó en voz baja—: Quizás ya lo habías averiguado. En caso de que no lo hubieras hecho, ahora ya lo sabes. Porque te lo acabo de decir.

Aaron Mathison se mesó la barba y pareció reflexionar, y algunos otros intervinieron mientras lo hacía. El viejo Mose Harper señaló que ninguno de los ladrones había cabalgado uno junto a otro, ni una sola vez durante todo el rastro, como mostraban claramente las huellas. Los indios y los novatos cabalgan en fila —los indios para ocultar su número, y los novatos porque así les gusta ir a los caballos—, pero los jinetes blancos cabalgaban codo con codo para parlotear todo el tiempo. Así que los ladrones o bien eran indios o no hablaban. Una cosa u otra. Esta intervención provocó medias sonrisas entre los hijos de Mose Harper.

El joven Charlie MacCorry, un buen jinete de doma a quien Martin tenía ojeriza por sus vivas atenciones hacia Laurie Mathison, dijo que había observado que todos los ladrones cabalgaban pequeñas monturas sin herrajes, muy parecidas a los ponis que empleaban los indios para cazar búfalos. Y Lije Powers también aportó su granito de arena. Lije era un experimentado cazador de búfalos, que en esos momentos vivía vagando «de visita» de rancho en rancho. Dijo que él lo había «sabido desde el principio» y estuvo de acuerdo en que se enfrentaban a un «montón de indios de las llanuras».

Estos fueron todos los que se apuntaron a esa teoría.

Aaron Mathison razonó con tono sosegado que no tenían ningún motivo real para pensar de forma distinta a cuando partieron. La dirección noreste del rastro indicaba claramente que los ladrones se dirigían a entregar la manada a algún comerciante de ganado para alguna de las agencias indias… quizás en el viejo Fuerte Towson. Ninguna otra explicación tenía sentido. Los ladrones les llevaban muy poca ventaja; si cabalgaban a ritmo regular podrían alcanzarlos antes de la puesta de sol del día siguiente. Tan sólo debían continuar avanzando y todas las dudas quedarían pronto aclaradas.

—Al principio ya avisé que debíamos estar al tanto de encontrar algún rastro en la dirección opuesta —apostilló Amos—. ¿Dónde está el grupo principal de guerreros de los que se han separado estos? Puede que estén más adelante, pero ¿y si regresaron hacia nuestras casas?…

Aaron bajó la cabeza durante unos segundos, como si estuviera rezando, pero cuando la levantó de nuevo miró a Amos Edwards con los ojos entrecerrados. Le habló con suavidad, recobrando la forma de expresión cuáquera[1], y Martin Pauley, que ya había oído antes ese mismo tono melifluo, supo que la discusión había acabado.

—Si vos deseáis, regresad —dijo Aaron—. Si vos teméis lo que os espera delante o lo que os espera detrás, ya no os necesito.

Giró su caballo y siguió cabalgando. Dos o tres vacilaron, pero terminaron siguiéndole.

Amos cabalgaba de nuevo con las manos en los bolsillos, dejando que su montura mantuviera el ritmo que quisiera, y Martin comprendió que Amos había vuelto a caer en uno de sus puntos muertos. Esto era algo que le ocurría a Amos con frecuencia, y parecía estar estrechamente relacionado con los avatares de su vida. Había pertenecido durante dos años a los Rangers, y cuatro a las órdenes de Hood, y había estado en dos ocasiones en la Ruta Chisholm. Antes hizo otras cosas —trabajó de capataz de un convoy de toros, transportó correo, capitaneó una estación de diligencias—, y todas las hizo bien. Nadie entendía exactamente por qué siempre volvía, más pronto o más tarde, a trabajar para su hermano pequeño, sin que nadie supiera nada de que recibiera paga alguna.

Lo que quería en esos momentos era abandonar la persecución y regresar. Si regresaba, difícilmente podría ser atribuido a la cobardía. Pero quedaría marcado como alguien de poco fiar y egoísta hasta un grado imperdonable a los ojos de otros vaqueros. Algo así podía afectar a toda su familia y provocar que les volvieran la espalda en la región. Así pues, Amos se apoltronó en su silla como un saco de trigo, en movimiento simplemente porque estaba sentado sobre un caballo, y el caballo seguía a los otros.

El dilema que le ocupaba se vio interrumpido de forma inesperada.

Brad Mathison, el hijo mayor de Aaron, avanzaba delante de ellos a lo lejos. Lo vieron desaparecer al remontar un collado en la cima de una colina a más de tres kilómetros. Reapareció inmediatamente, se paró recortándose contra el cielo y sostuvo el rifle sobre la cabeza con ambas manos. Era una señal que significaba «encontrado». Luego bajó por el otro lado del risco perdiéndose de vista.

Lejos, a sus espaldas, los otros espolearon a sus caballos y salieron volando a todo galope. Llegaron al cerro y bajaron las miradas hacia la ancha cuenca. Vieron unos grupos de puntos rojos esparcidos allá abajo, que no eran sino ganado paciendo en libertad y sin ninguna vigilancia. Aaron Mathison, con ojos de vaquero, reconoció cada mancha como un animal de su propiedad. Allí estaba la manada robada, inexplicablemente sin vigilancia y abandonada.

Brad estaba a tan sólo medio kilómetro por la llanura, pero recorría en esos momentos al galope toda la extensión que le separaba de las colinas al otro lado del llano.

—Dile a ese maldito idiota que regrese —dijo Amos, y disparó el revólver al aire para que Brad volviera la vista.

Aaron azuzó su montura para que esta girara en círculos pequeños y hacer volver a su hijo. Brad se volvió reticente, como si tuviera intención de discutir la decisión de su padre, pero regresó al trote. Entonces Aaron divisó algo a unos cincuenta metros en un lateral y cabalgó hasta allí para echar un vistazo más de cerca. Descabalgó y los otros se le acercaron rodeándole. Uno de los jóvenes toros de pura sangre yacía allí, la espina dorsal había sido cercenada de un hachazo. Le habían extraído el hígado, pero no se habían llevado el resto de la carne. Cuando vieron la escena, la mayoría de los jinetes se quedaron inmóviles mirándose unos a otros. Apenas distinguían las huellas de mocasines que se marcaban débilmente en la capa de polvo sobre el suelo reseco. Sin embargo, Amos no sólo descabalgó, sino que se hincó de rodillas, y Martin Pauley se agachó junto a él, no para hacerse el experto, sino para averiguar qué era lo que buscaba Amos. Amos hundió el pulgar en el cadáver.

—Ha muerto hace tan sólo nueve o diez horas —dijo. Luego, dirigiéndose a Lije Powers—: ¿Podrías decirme qué clase de mocasines son?

—Indios —respondió solemnemente Lije rascándose la fina barba. Había intentado hacer una broma, pero nadie se rió. Siguieron a Mathison mientras se alejaba al trote para encontrarse con su hijo.

—He pasado junto a cinco animales muertos más —dijo Brad cuando se reunieron; habló con expresión seria y con los ojos alerta posados en el rostro de su padre—. Todos estos de aquí abajo son terneros. Y todos han sido sacrificados con una lanza. Parecen heridas de lanza clavada profundamente por debajo de las costillas y directamente hacia el corazón. Nunca lo había visto antes.

—Yo sí —dijo Lije Powers; quería redimirse por su desafortunada broma—. Los comanches cazadores de búfalos lo han hecho. Ninguno de los otros maneja ya lanzas.

Algunos, especialmente los mayores, mostraban semblantes tristes y sombríos. Durante los últimos cinco minutos viajaron en el pasado diez años atrás, cuando todas las noches del mundo eran inciertas. Los años de vigilancia y lucha les proporcionaron al final una cierta sensación de confianza y seguridad, pero ahora todo eso se esfumaba de un plumazo y sentían que tenían que rehacer de nuevo sus vidas. Sin embargo, en lugar de quitarles diez años de edad, este retorno al pasado les había añadido otros diez.

—Esto es una partida asesina —dijo Amos, lanzando las palabras hacia Aaron como piedras—. Y todo apunta a que pretendían asaltar o bien tu hogar o el de Henry. ¿Estás convencido ahora?

La barba de Aaron estaba hundida sobre su pecho. Lentamente, dijo:

—No veo ninguna otra explicación.

—Se llevaron tu ganado para apartarnos de allí —Amos comenzó a espolear al caballo en dirección a casa—. ¡Les hemos dado dieciséis horas de ventaja!

—Me pregunto si atacarán antes de que salga la luna. Los comanches no suelen hacerlo —afirmó Lije con el extraño distanciamiento de alguien que ha visto demasiadas cosas durante mucho tiempo.

—¡Antes de que salga la luna! ¡Ni uno solo de nuestros caballos puede llegar allí antes de medianoche! —siseó Brad entre dientes—. ¡Intentaré llegar justo a tiempo! —volteó su poni y espoleó al animal hasta que alcanzó el trote ligero.

Entonces Aaron gritó:

—¡Detén ese caballo! —y Brad frenó hasta avanzar con un trote pesado.

La mayoría de los otros ya se habían dado la vuelta para seguir a Brad, maldiciendo a sus caballos y a ellos mismos. Charlie MacCorry tuvo la entereza de gritar:

—¿A qué lugar vamos primero? ¡Puede que nos separemos unos de otros hasta treinta kilómetros!

—¡La casa de los Mathison está de camino! —gritó Mose Harper. Luego, dirigiéndose a Amos por encima del hombro—: ¡Si no encontramos jaleo allí, nos reuniremos con vosotros inmediatamente!

Martin Pauley se sentía aterrado por lo que pudieran encontrar al regresar a casa, y también tenía en mente a Laurie, de forma que las personas que realmente le importaban se hallaban en dos lugares distintos. Estaba loco por partir, como si las prisas fueran a permitirle estar en ambos sitios a la vez. Pero optó por imitar a Amos, que sin prisa retiró la silla y las bridas de su montura. Alimentaron con grano a sus animales de nuevo, estudiando cuidadosamente con qué cantidad rendirían mejor sus caballos, y tirando el resto del grano. Al final, el tiempo empleado dejando descansar y alimentando a sus monturas les permitiría llegar más rápido.

Para cuando volvieron a ensillar sus caballos, la distancia entre jinetes había ido en aumento, dependiendo del juicio de cada uno sobre cómo sacar mayor rendimiento a su montura. Amos se apartó de la dirección que los otros habían tomado. Ahora los kilómetros importaban y podían ahorrar unos cuantos si vadeaban hacia el oeste la casa de los Mathison. Amos ya había decidido que debía reventar a su caballo en ese trayecto; debían recorrer más de ciento veinte kilómetros para poder saber qué había ocurrido, quizás lo que estaba ocurriendo en ese preciso instante, a los que habían quedado en el hogar.