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Acababan de cenar cuando empezó a caer la noche y Henry Edwards salió de la casa para echar un último vistazo. Llevaba su escopeta ligera con la esperanza de que el resto de la familia creyera que salía para cazar uno o dos gallos de salvia… algo, por otro lado, poco probable por los alrededores de la casa. Había dejado la cartuchera colgada junto a la puerta, pero antes había logrado deslizar el pesado revólver en la cintura por debajo de la camisa. Martha lavaba los platos en el fregadero de madera y las dos hijas —Lucy, una adolescente de diecisiete años, y Debbie, a punto de cumplir diez— los secaban y los guardaban. No quería que se alarmaran; no hasta que pudiera averiguar por sí mismo qué era lo que le había producido el acerado terror que sentía ante la noche que se avecinaba.

—Coge tu revólver, Henry —dijo Martha con voz clara. Tenía las manos ocupadas, pero los ojos clavados en la cartuchera que colgaba vacía a la vista, y se reía de él. Eso era lo maravilloso de Martha. A sus treinta y ocho años, en algunas cosas parecía mayor de lo que realmente era, especialmente en las manos. Pero en otras era mucho más joven. Su sentido del humor era la causa de su juventud. Podía reírse a carcajadas sobre cosas que la gente no consideraba tan graciosas, o en absoluto graciosas; así que Henry podía ver con frecuencia la hermosa chispa de la chica con la que se había casado hacía veinte años.

Gruñó y salió. Sus dos hijos estaban en el patio trasero cuando salió de la cocina. Hunter Edwards, llamado así por algún familiar de la rama materna, tenía diecinueve años, y era tan alto como su padre. Estaba sentado en el suelo con la cabeza echada hacia atrás apoyada contra el adobe de la casa, y la mente tan alejada que se había quedado con la boca abierta. Sólo movió los ojos al dirigirlos hacia la escopeta. Y dijo diligentemente:

—¿Te ayudo, Pa?

—No.

Ben, de catorce años, estaba lijando una pala para remover la mantequilla. Saltó y se sacudió las virutas de sus tejanos azules. Su padre le hizo una seña de los Indios de las Llanuras… un puño extendido hacia delante frente a su hombro, que significaba «siéntate-quédate». Ben volvió de nuevo a lijar.

—No te olvides de barrer todas esas virutas —dijo Henry.

—No lo olvidaré, Pa.

Observaron cómo se alejaba su padre y oyeron los largos y lentos pasos apenas audibles de sus botas de tacón bajo, hasta que lo perdieron de vista cuando giró hacia los establos.

—¿Qué está tramando? —preguntó Ben—. No hay caza ahí fuera. No a menos de setecientos metros.

Hunter vaciló. Sabía la respuesta pero, como su padre, todavía no quería decir nada.

—No sé —dijo finalmente, dejando que su voz sonara sorprendida. Dentro de la cocina oyó el rasgar de una cerilla. Con tanta claridad aún en el exterior era difícil imaginar lo sombría que ya estaba la cocina entre aquellas gruesas paredes. Pero sabía que era su madre encendiendo una lámpara. La llamó con voz suave:

—Ma… Ahora no.

Su madre se acercó a la puerta y le miró extrañada, todavía con la cerilla humeante apagada en la mano. Él sostuvo su mirada durante unos segundos, pero luego la apartó de nuevo sin dar ninguna explicación. Martha Edwards regresó a la cocina, moviéndose pensativa; y no se encendió ninguna luz. Hunter vio que su padre estaba de nuevo a la vista, bastante alejado para el poco tiempo que había pasado fuera. Avanzaba hacia la cima de un pequeño altozano al noroeste del rancho. Hunter lo observó fijamente todo el tiempo que se mantuvo en su campo visual. Henry no llegó hasta la cima. Por el contrario, se limitó a escalar lo suficientemente alto para otear desde allá arriba, luego recorrió todo el contorno para mirar en todas direcciones y evitar al mismo tiempo que su silueta se recortase contra el cielo más tiempo del necesario. Permaneció allí un largo rato.

Ben miraba a Hunter.

—Eh. Quiero saber qué…

—Cállate, ¿quieres?

Ben lo miró sobresaltado y obedeció.

Justo desde detrás de la cresta del altozano, Henry Edwards podía ver a una distancia de unos veinte kilómetros en casi todas las direcciones. La luz del atardecer era inusualmente nítida y proporcionaba una mayor visibilidad que bajo el brillo a pleno sol. Pero el suave balanceo de la hierba de la pradera resultaba engañoso. Un escuadrón entero de caballería podría camuflarse a menos de un kilómetro en un lugar que parecía tan plano como una plaza de armas. Así pues, Henry buscaba con la mirada pequeños detalles… una capa de polvo flotando en las ramas del mezquite, una vaca salvaje o un berrendo inquieto. No vio nada que resultara significativo. No durante un largo rato.

Volvió a mirar hacia la casa. Tenía otras posesiones, los lugares en los que trabajaba… el establo, los corrales, los montones de heno silvestre, el barracón donde se alojaban los peones. Pero era la casa lo que le llenaba de orgullo. Sus paredes de adobe medían entre noventa y ciento veinte centímetros de profundidad, tan sólidas que la primera estancia que construyeron fue conocida durante mucho tiempo como el Fuerte Edwards. Desde entonces habían hecho algunas ampliaciones a la vivienda que la hicieron aún más inexpugnable. El tejado de madera daba la impresión de que podía ser quemado, pero no era así, porque las tejas de madera estaban apoyadas sobre sesenta centímetros de tierra. Las puertas exteriores eran enormes, y las ventanas tenían pesadas contraventanas de defensa que se abrían hacia dentro.

Y la casa contaba con lujos. Suelo de madera. Terrazas —algunos en aquellos tiempos las llamaban porches— tanto delante como detrás. Ocho ventanas de cristal. Había logrado hacer la vida de su familia bastante confortable allí, trabajando pacientemente con sus propias manos durante años, sin dinero, ni negocio con las vacas, ni nada que hacer más que trabajar y esperar.

Apenas podía creer que hubieran pasado ya dieciocho años en esa especie de espera. Pero esos son los años que habían pasado desde que llegaron —el mismo año que nació Hunter— atraídos por los kilómetros y kilómetros de buen pasto, gratis para cualquiera que osara exponerse a los kiowas y los comanches. No les pareció tan peligroso al principio de su llegada, porque los Rangers de Texas habían castigado a las Tribus Salvajes y las habían hecho retroceder. Pero poco después los Rangers fueron disueltos prácticamente en su totalidad, basándose en la ahorradora teoría de que el Gobierno Federal estaba a punto de hacerse cargo de la defensa. Las tropas federales nunca llegaron. Henry y Martha resistieron y rezaron. Un año más, se decían el uno al otro una y otra vez… sólo otro mes más… sólo hasta la primavera… Y así pasaron los años más peligrosos, mientras seguía sin aparecer ayuda militar. Sus vecinos más cercanos, los Pauley, fueron asesinados durante un ataque comanche, sin que quedaran supervivientes a excepción de un pequeño de menos de dos años de edad, y también supieron de muchas otras matanzas.

Seis años transcurrieron. Entonces, en 1857, Texas dejó de esperar y los Rangers volvieron a florecer. Se erigió una resistente línea de fuertes… McKavitt, Phantom Hill, Bell’s Stockade. Los pequeños bastiones se desplegaban bastante alejados unos de otros, desde Salt Fork hasta Río Grande, pero aun así proporcionaban cierta tranquilidad. Los oscuros años de peligro pasaron; habían logrado resistir, habían ganado años de paz y abundancia en los que envejecer… o eso pensaron durante un tiempo. Entonces, la Guerra de Secesión alejó a los hombres armados, y los kiowas y comanches se alzaron en cánticos una vez más para arrebatarles sus cosechas.

Condados enteros fueron arrasados convirtiéndose de nuevo en desiertos en aquellos años de guerra. Pero los Edwards se quedaron, y los Mathison, y unas cuantas familias un poco más alejadas, familias atrincheradas que guardaban la puerta trasera de Texas, conduciendo grandes manadas de longhorns texanas a Matagordas para proveer a las tropas confederadas. Y volvieron a esperar, resistiendo sólo un año más, luego otro, y aún otro más.

Henry se habría dado por vencido. No tenía ninguna esperanza de volver a establecerse allí si se marchaba, pero no habría dudado ni un segundo en sacrificar sus esperanzas de construir un imperio ganadero con tal de llevar a Martha y a sus hijos a un lugar más seguro. Fue Martha la que se negó a rendirse, y poseía una voluntad que podía saltar y arder como la yesca. ¿Cómo lograr que una mujer regrese a la pobreza de las plantaciones de algodón contra su voluntad? En consecuencia, se quedaron.

El final de la guerra provocó el cambio de fortuna en el que habían depositado su fe. Contratando vaqueros de palabra, tomando prestado para su aprovisionamiento, Henry logró reunir unos cientos de cabezas de ganado en su primera expedición hasta la terminal de ferrocarril de Abilene. Ahora, cuatro años después de la guerra, dos expediciones más saldaron la deuda. Y este año Aaron Mathison y él, aunando fuerzas, habían logrado enviar al norte más de tres mil cabezas. Pero ¿dónde estaban las tropas que los tiempos de paz hubieran debido traer para su defensa? Más temerarios, más salvajes, más fuertes cada año, los comanches y sus aliados los kiowas azotaron el territorio. Los condados que sobrevivieron a la guerra ahora se encontraban asolados; los comanches habían atacado incluso en las mismas puertas de San Antonio.

En otro tiempo podrían haberse rendido y buscado seguridad en una tierra más acogedora. Ahora no podían rendirse, teniendo tan increíble fortuna al alcance de la mano. Eran prácticamente ricos… y vivían soportando el peligro más mortal que hasta el momento hubieran experimentado. Al echar la mirada atrás, Henry apenas entendía cómo habían podido sobrevivir durante tanto tiempo; su sólida casa y la constante vigilancia no eran suficiente explicación. Henry estaba seguro de que habían sido necesarios milagros de la fortuna, y también algunas misteriosas peculiaridades de la medicina india, para preservarles allí. Si pudiera haber imaginado, en cualquier momento a lo largo de los años de vida en aquellas tierras, los innumerables peligros que le esperaban en un futuro, se habría rendido en ese mismo instante y habría sacado a Martha de allí aunque para ello hubiera tenido que atarla.

Pero uno se acostumbra a la inquietante vigilancia, y el peligro perpetuo entra a formar parte del día a día alrededor de uno. Tras un largo periodo probablemente ya no sabríamos cómo digerir correctamente que todo desapareciera de repente. Todo eso que quedaba atrás no podía explicar exactamente por qué Henry se sentía así esa noche. No creía en corazonadas, ni en ningún tipo de premoniciones espirituales. Estaba seguro de que había oído, o visto, o quizás incluso olido alguna señal tan minúscula que ni siquiera podía recordarla. Algunas veces los sentidos de un hombre detectaban pequeñas advertencias que ni tan siquiera reconocía. Por ejemplo, en algunas ocasiones había sabido que andaba un indio cerca, sin saber qué era lo que le permitía saberlo, hasta que un poco más tarde la brisa le traía un olor más intenso del indio, una especie de olor a piel de búfalo curtida, lo cual, por supuesto, había sido la advertencia original antes de que fuera consciente de que olía algo. O, en ocasiones, sabía que se aproximaban caballos antes de oír sus cascos; suponía que procedía de un temblor en la tierra tan leve que uno ni siquiera era consciente de sentirlo, simplemente sabía lo que significaba.

Se percató entonces de que se estaba mordisqueando el bigote. Era un fino y rubio bigote que se perfilaba hacia abajo por las comisuras de la boca, de forma que otorgaba a su rostro una apariencia adusta que no poseía sin él. Empero, no era un bigote demasiado frondoso y no tenía el hábito de mordisqueárselo. Estudió pausadamente la larga extensión de la pradera, mirando fijamente cada cuadrante durante algunos minutos. Ahora se arrepentía de haber dejado marchar a Amos la pasada noche para ayudar a los Mathison a perseguir a unos ladrones de ganado. Amos era el hermano de Henry, fuerte como una roca. Debería haber bastado dejar marchar sólo a Martin Pauley. Mart era el pequeño que encontraron entre la maleza, tras la masacre de los Pauley, y que criaron como si fuera de su propia sangre. Ya tenía dieciocho años y se le consideraba el mejor tirador de la familia. Sin embargo, los Mathison no se habrían conformado. Habrían querido que enviara también a Hunter o quizás que fuese él mismo. Nunca se puede complacer a todo el mundo.

A medio kilómetro una alondra de pradera saltó al aire, dibujó un círculo vacilante y luego se alejó. Henry se quedó inmóvil, a excepción de sus ojos que se movían continuamente ojeando la llanura. A medio kilómetro a la derecha del lugar donde había saltado la alondra, un grupo de perdices levantó el vuelo.

Henry se volvió y corrió hacia la casa.