PRÓLOGO

Babilonia, mayo de 323 a. J. C.

Alejandro de Macedonia había decidido el día anterior matar a aquel hombre él mismo. Por regla general delegaba dichos cometidos en otros, pero aquel día no aconteció así. Su padre le había enseñado muchas cosas de provecho, pero había algo en particular que no había olvidado: las ejecuciones eran para los vivos.

Seiscientos de sus mejores hombres se hallaban reunidos, hombres audaces que, batalla tras batalla, habían atacado de frente las filas enemigas o protegido con diligencia su flanco vulnerable. Gracias a ellos, la indestructible falange macedonia había conquistado Asia. Sin embargo, ese día no habría lucha. Ninguno de ellos llevaba armas ni armadura. Aunque estaban fatigados, habían acudido vestidos con ropa ligera, la cabeza cubierta, la mirada atenta.

Alejandro también escrutaba la escena con unos ojos inusitadamente cansados.

Era soberano de Macedonia y Grecia, señor de Asia, conquistador de Persia. Unos lo llamaban rey del mundo; otros, dios. Uno de sus generales dijo una vez que era el único filósofo de la historia que había empuñado las armas.

Pero también era humano.

Y su amado Hefestión yacía muerto.

Ese hombre lo había sido todo para él: confidente, comandante supremo de la caballería, gran visir, amante. De pequeño, Aristóteles le había enseñado que un amigo era como un segundo yo, y eso había sido Hefestión. Recordó con regocijo que en una ocasión confundieron a su amigo con él. El error fue muy embarazoso, pero Alejandro se limitó a sonreír y apuntó que la confusión carecía de importancia, ya que Hefestión «también era Alejandro».

Desmontó del caballo. El día era soleado y cálido, las lluvias primaverales de la jornada anterior habían cesado. ¿Un augurio? Tal vez.

Durante doce años había recorrido el este, conquistando Asia Menor, Persia, Egipto y partes de la India. Ahora su objetivo era avanzar hacia el sur y reclamar Arabia; luego, al oeste, hasta el norte de África, Sicilia e Iberia. Ya estaba reuniendo naves y tropas. La marcha comenzaría pronto, pero primero tenía que ocuparse del asunto de la muerte prematura de Hefestión.

Echó a andar por la mullida tierra, el barro reciente pegándose a sus sandalias.

Menudo de estatura, enérgico de verbo y caminar, su fornido cuerpo de piel blanca presentaba las huellas de innumerables heridas. De su madre, albanesa, había heredado una nariz recta, un mentón breve y una boca que no podía evitar reflejar emoción. Al igual que sus tropas, iba bien rasurado, el rubio cabello revuelto, los ojos —uno gris azulado, el otro marrón— siempre alertas. Se preciaba de ser paciente, pero de un tiempo a esa parte cada vez le costaba más refrenar su ira. Disfrutaba inspirando temor.

—Médico —dijo en voz baja mientras se aproximaba—. Dicen que los mejores profetas son los que más atinan.

El aludido no contestó. Al menos sabía cuál era su lugar.

—De Eurípides. Una obra con la que gozo mucho. Pero de un profeta se espera más que eso, ¿no crees?

Dudaba de que Glaucias fuese a replicar. El hombre tenía los ojos desorbitados de terror.

Y no era para menos. El día anterior, mientras llovía, los caballos habían vencido el tronco de dos altas palmeras casi hasta el suelo. Allí las habían atado, las dos cuerdas entrelazadas formando una, afianzadas después a otra recia palmera. Ahora el médico ocupaba el centro de la V que dibujaban los árboles, cada brazo sujeto a una cuerda, y Alejandro sostenía una espada.

—Tu deber era atinar —musitó con los dientes apretados, los ojos llorosos—. ¿Por qué no pudiste salvarlo?

La mandíbula del hombre temblaba de un modo incontrolable.

—Lo intenté.

—¿Cómo? No le diste el bebedizo.

Aterrorizado, Glaucias sacudió la cabeza.

—Unos días antes sobrevino un accidente, y la mayor parte se derramó. Envié por más a un emisario, pero no llegó antes de… la enfermedad final.

—¿Acaso no se te dijo que lo tuvieras siempre en abundancia?

—Y así lo hice, mi rey, pero sobrevino un accidente. —Comenzó a sollozar.

Alejandro hizo caso omiso de sus lágrimas.

—Ambos convinimos en que no queríamos que volviera a repetirse lo de la última vez.

Sabía que el médico recordaba, de hacía dos años, la ocasión en que Alejandro y Hefestión enfermaron de fiebre. También entonces escaseaban las existencias, pero se consiguió más y el bebedizo los alivió a ambos.

Gotas de miedo caían de la frente de Glaucias, y unos ojos despavoridos suplicaban clemencia. Pero lo único que Alejandro veía era la mirada muerta de su amante. De niños, los dos habían sido discípulos de Aristóteles: Alejandro, hijo de un rey; Hefestión, heredero de un guerrero. Establecieron vínculos afectivos gracias a su común apreciación de Homero y la Ilíada. Hefestión había sido a Alejandro lo que Patroclo a Aquiles. Consentido, malicioso, despótico y no tan brillante, así y todo, Hefestión había sido un compañero fantástico. Y ahora ya no estaba.

—¿Por qué lo dejaste morir?

Nadie salvo Glaucias podía oírlo. Había ordenado a sus tropas que se situaran sólo lo bastante cerca para mirar. La mayoría de los primeros guerreros griegos que entraron con Alejandro en Asia estaban muertos o retirados. Soldados persas, llamados a la lucha después de que conquistara su mundo, constituían ahora el grueso de su ejército. Buenos hombres, todos y cada uno de ellos.

—Eres mi médico —susurró Alejandro—. Mi vida está en tus manos, la vida de todos a quienes aprecio está en tus manos. Y, sin embargo, me has fallado. —El dominio de sí mismo sucumbió al dolor, y reprimió el deseo de llorar de nuevo—. Con un accidente.

Apoyó la espada de plano en las tensas cuerdas.

—Por favor, mi rey, te lo suplico. No fue culpa mía. No merezco esto.

Alejandro clavó la vista en el médico.

—¿Qué no fue culpa tuya? —El dolor dio paso en el acto a la ira—. ¿Cómo puedes decir tal cosa? —Alzó la espada—. Tu deber era ayudar.

—Mi rey, me necesitas. Soy el único, salvo tú mismo, que sabe del líquido. Si llegara a necesitarse y tú te vieses imposibilitado, ¿cómo lo obtendrías?

El hombre hablaba de prisa, probando cualquier cosa que pudiera funcionar.

—Se puede enseñar a otros.

—Pero requiere destreza, conocimientos.

—Tu destreza de nada le sirvió a Hefestión. Y tampoco se benefició de tus grandes conocimientos. —Las palabras tomaron forma, pero a él le costaba pronunciarlas. Finalmente se armó de valor y dijo, más para sí que para su víctima—: Está muerto.

El último otoño en Ecbatana iba a ser testigo de un gran espectáculo: un festival en honor de Dioniso con competiciones atléticas, música y tres mil actores y artistas recién llegados de Grecia para entretener a las tropas. La bebida y la diversión deberían haber durado semanas, pero los festejos cesaron cuando Hefestión cayó enfermo.

—Le dije que no comiera —afirmó Glaucias—, pero no me escuchó. Comió ave y bebió vino. Le dije que no lo hiciera.

—Y tú, ¿dónde estabas? —No esperó a que le respondiera—. En el teatro, viendo una función. Mientras mi Hefestión agonizaba.

Sin embargo, Alejandro se hallaba en el estadio, presenciando una carrera, y esa sensación de culpa aumentaba su ira.

—La fiebre, mi rey. Conoces su fuerza. Llega de prisa y se apodera de uno. Nada de comida. No se puede comer. Lo sabíamos por la última vez. Si se hubiese abstenido habría dado tiempo a que llegara el bebedizo.

—Deberías haber estado allí —gritó Alejandro, y vio que sus tropas lo oían. Se tranquilizó y añadió casi en un susurro—: El bebedizo debería haber estado disponible.

Reparó en que sus hombres estaban inquietos. Necesitaba recuperar el control. ¿Qué había dicho Aristóteles? «Un rey habla sólo a través de sus actos». Ése era el motivo por el que había roto con la tradición ordenando embalsamar el cuerpo de Hefestión. Siguiendo más aún la prosa de Homero, al igual que Aquiles había hecho con su caído Patroclo, él había ordenado cortar las crines y la cola de todos los caballos. Prohibió que se tocase cualquier instrumento musical y envió emisarios al oráculo de Amón para averiguar cuál sería el mejor modo de recordar a su amado. Después, para aliviar su dolor, cayó sobre las casitas y pasó a cuchillo a la nación entera: su ofrenda a la desdibujada sombra de su amado Hefestión.

La ira lo dominó.

Y así seguía siendo.

Describió un molinete con la espada y detuvo el arma cerca del barbado rostro de Glaucias.

—La fiebre ha vuelto a apoderarse de mí —musitó.

—En tal caso, mi rey, me necesitarás. Puedo ayudarte.

—¿Cómo ayudaste a Hefestión?

Todavía veía, de tres días antes, la pira funeraria de su amigo: cinco plantas de altura, un estadio cuadrado de base, decorada con águilas, proas de naves, leones, toros y centauros dorados. Habían llegado mensajeros de todo el Mediterráneo para verla arder.

Y todo ello debido a la incompetencia de aquel hombre.

Hizo girar la espada y la situó tras el médico.

—No necesitaré tu ayuda.

—¡No, por favor! —chilló Glaucias.

Alejandro fue cortando las tirantes hebras de cuerda con el afilado acero. Parecía purgar su ira con cada golpe. Hundía el filo en el haz y las fibras se soltaban con un ruido seco, como huesos quebrados. Un golpe más y la espada acabó con el último atisbo de resistencia. Las dos palmeras, liberadas de sus ataduras, salieron disparadas hacia el cielo, una a la izquierda, la otra a la derecha, Glaucias en medio.

El médico gritó cuando su cuerpo detuvo momentáneamente el repliegue de los árboles, luego sus brazos se desencajaron y su pecho estalló en una cascada carmesí.

Las ramas de las palmeras repiquetearon como el agua al caer y los troncos se resintieron de su vuelta a la verticalidad.

El cuerpo de Glaucias golpeó la mojada tierra, los brazos y parte del pecho pendiendo de las ramas. El silencio regresó cuando los árboles volvieron a verse erguidos. Ni un solo soldado dijo nada.

Alejandro se encaró con sus hombres y chilló:

—¡Alalalalai!

Ellos repitieron el canto de guerra macedonio, sus gritos resonando por la húmeda planicie y rebotando en las fortificaciones de Babilonia. Los que observaban desde lo alto de las murallas devolvieron el grito. Él aguardó a que el sonido se acallara y exclamó:

—¡No lo olvidéis nunca!

Sabía que se preguntarían si se refería a Hefestión o al desventurado que acababa de pagar el precio de decepcionar a su rey.

Pero nada de ello importaba.

Ya no.

Hincó la espada en la blanda tierra y retrocedió hasta donde se encontraba su caballo. Lo que le había dicho al médico era cierto: volvía a ser presa de la fiebre.

Y ésta era bienvenida.