OCHENTA Y SEIS

Vincenti se esforzó por abrir los ojos. El dolor que sentía en el pecho le desgarraba el cerebro, y respirar era como una tortura. ¿Cuántas balas había recibido? ¿Tres? ¿Cuatro? No lo recordaba. Pero fuera como fuese, su corazón aún latía. Quizá no fuera tan malo ser obeso. Se recordó a sí mismo cayendo, y una profunda oscuridad cerniéndose sobre él. No había llegado a disparar. Al parecer, Zovastina se había anticipado a su movimiento. Casi como si hubiera estado esperando a que la desafiara.

Con mucho esfuerzo se volvió y se agarró a la pata de una mesa. La sangre caía por su pecho y una nueva oleada de dolor recorrió su espina dorsal en forma de pinchazos. Tuvo que luchar con todas sus fuerzas para seguir respirando. La pistola ya no estaba allí, pero entonces reparó en que sujetaba otra cosa en la mano. La acercó y vio el pendrive.

Todo por lo que había trabajado en los últimos años yacía en su palma. ¿Cómo lo había encontrado Zovastina? ¿Quién lo había traicionado? ¿O’Conner? ¿Todavía vivía? ¿Dónde estaba? O’Conner era la única persona capaz de abrir el gabinete de su estudio.

Tan sólo había dos mandos a distancia.

¿Dónde estaba el suyo?

Se concentró con todas su fuerzas y finalmente alcanzó a ver el dispositivo, tirado sobre el suelo de baldosas.

Todo parecía perdido.

O tal vez no.

Aún estaba vivo, y puede que Zovastina se hubiera marchado.

Reunió todas sus fuerzas y cogió el mando a distancia. Debería haber dotado la casa de todas las medidas de seguridad antes de haber raptado a Karyn Walde. Pero nunca había pensado que la ministra pudiera relacionarlo con su desaparición —desde luego, no tan de prisa—, y nunca había creído que ella pudiera volverse en su contra. No, teniendo en cuenta todos sus planes.

Lo necesitaba.

¿O tal vez no?

La sangre se agolpaba en su garganta; escupió para deshacerse de su sabor metálico. Debía de haberlo alcanzado en el pulmón. Más sangre lo hizo toser, lo que generó nuevas oleadas de dolor por todo su cuerpo.

Quizá O’Conner podría llegar hasta él…

Buscó a tientas el mando, sin poder decidir cuál de los botones pulsar. Uno abría la puerta del estudio. El otro, todas las puertas selladas de la casa. El último activaba la alarma.

No tenía tiempo para pensar.

Así que pulsó los tres.

Zovastina miraba atentamente el estanque ambarino. Malone y Vitt llevaban varios minutos sumergidos.

—Debe de haber otra cámara —dijo.

Viktor seguía en silencio.

—Baja el arma —le ordenó ella.

Él obedeció.

Zovastina lo miró fijamente.

—¿Disfrutaste atándome a los árboles? ¿Amenazándome?

—Usted quería que diera la impresión de que estaba con ellos.

Viktor había tenido éxito más allá de sus expectativas, llevándolos directamente al objetivo que ella había planeado.

—¿Hay algo que necesite saber?

—Parecían conocer bien lo que buscaban.

Viktor había sido su agente doble desde que los norteamericanos habían vuelto a pedirle ayuda. En ese momento había ido directamente a ella y le había explicado su situación. Durante el último año lo había utilizado para filtrar la información que quería que Occidente conociera. Un peligroso acto de equilibrio, pero que se había visto obligada a mantener a causa del renovado interés de Washington por ella.

Y el plan había funcionado a la perfección. Hasta Amsterdam.

Y hasta que Vincenti había decidido asesinar a la agente norteamericana que lo vigilaba. Ella lo había animado a suprimir a la espía, esperando que Washington centrara su atención en él, pero el subterfugio no había funcionado. Por fortuna, los engaños de ese día habían tenido más éxito.

Viktor la había informado de inmediato de la presencia de Malone en el palacio y ella había ideado rápidamente cómo sacar el máximo partido de la oportunidad que se le presentaba, orquestando el escape del lugar. Edwin Davis había sido el intento del otro bando para distraer su atención, pero al saber que Malone estaba allí, Zovastina pudo ver el ardid.

—Tiene que haber otra cámara —repitió, quitándose los zapatos y la chaqueta—. Coge dos de esas linternas y vayamos a ver.

Stephanie oyó una alarma que reverberaba por toda la casa, amortiguada por las gruesas paredes que los encerraban. Un movimiento llamó su atención y vio que un panel se abría en el otro lado del armario.

Rápidamente, Ely se volvió.

—Una maldita puerta —exclamó Lyndsey.

Stephanie se dirigió hacia la salida, desconfiada, y examinó la parte superior. Cierres electrónicos conectados a la alarma. Debía de ser eso. Más allá había un pasaje iluminado por bombillas.

La alarma cesó.

Todos permanecieron sumidos en un silencio sepulcral.

—¿A qué estamos esperando? —dijo Thorvaldsen.

Ella cruzó la puerta.