SETENTA Y CINCO

Malone estaba atrapado. Debería haberlo sabido: Viktor lo había llevado directamente a Zovastina.

—¿Ha venido a salvar a la señorita Vitt?

Zovastina hizo un gesto con la mano.

—¿A quién va a matar? Puede elegir entre los tres. —Señaló a sus guardaespaldas—. Uno de ellos le disparará antes de que pueda disparar al otro. —Le mostró el cuchillo—. Y, entonces, yo cortaré estas cuerdas.

Era cierto. Sus opciones eran limitadas.

—Cogedlo —ordenó a los guardias.

Uno de los hombres corrió hacia él, pero un nuevo sonido llamó la atención de Malone. Balidos. Cada vez más fuertes. El guardia estaba a tres metros de distancia cuando las cabras entraron en estampida desde el camino que conducía al campo de buzkashi. Primero, unas pocas; luego, todo el rebaño irrumpió en el claro.

Las pezuñas golpeaban sordamente la tierra.

A lo lejos, Malone divisó a Viktor sobre un caballo, desde el que mantenía agrupados a los animales, tratando de no interrumpir su avance. El paso torpe de las bestias se intensificó hasta convertirse en carrera; los más rezagados empujaban a los que estaban delante, forzando a avanzar a todo el rebaño. Su inesperada aparición pareció generar el efecto deseado. Los guardias se desconcertaron momentáneamente y Malone aprovechó ese instante para disparar al que se encontraba frente a él.

Otro disparo y el segundo guardia cayó al suelo.

Malone se dio cuenta entonces de que Viktor era el responsable del disparo.

Las cabras ocuparon el claro, chocando entre sí, todavía aturdidas, dándose cuenta lentamente de que la única vía de escape era a través de los árboles.

El polvo llenaba el aire.

Malone fijó su atención en Zovastina y se abrió camino entre los malolientes animales hacia donde se encontraban ella y Cassiopeia.

El rebaño se retiró hacia el bosque.

Las alcanzó en el mismo momento en que Viktor saltaba de la silla con el arma en la mano. Zovastina seguía de pie, blandiendo el cuchillo, pero Viktor la tenía acorralada, a unos pocos metros de las cuerdas que sujetaban a Cassiopeia a los dos árboles combados.

—Suelte el cuchillo —le ordenó Viktor.

Zovastina pareció sorprendida.

—¿Qué estás haciendo?

—Detenerla. —Viktor hizo una señal con la cabeza—. Libérela, Malone.

—Yo daré las órdenes —repuso él—. Usted suelte a Cassiopeia y yo vigilaré a la ministra.

—¿Aún no confía en mí?

—Digamos que prefiero hacerlo a mi manera. —Empuñó la pistola—. Como él ya ha dicho, suelte el cuchillo.

—¿O qué? —replicó Zovastina—. ¿Me pegará un tiro?

Malone disparó al suelo, entre sus piernas; ella retrocedió.

—El siguiente irá directo a su cabeza.

Soltó el cuchillo.

—Y ahora empújelo hacia aquí con el pie.

La ministra hizo lo que le ordenaba.

—¿Qué estás haciendo aquí? —le preguntó Cassiopeia.

—Te lo debía. ¿Cabras? —le dijo a Viktor mientras éste desataba a Cassiopeia.

—Uno usa lo que tiene a mano. Parecía una buena opción.

Malone no podía discutir eso.

—¿Trabajas para los norteamericanos? —preguntó Zovastina dirigiéndose a Viktor.

—Así es.

Un fuego intenso asomó a los ojos de la ministra.

Cassiopeia se deshizo de las cuerdas y arremetió contra ella con el puño apretado, que descargó sobre la cara de la mujer. Una patada en las rodillas y Zovastina cayó de espaldas. Cassiopeia continuó atacándola, plantando su pie en el estómago de la ministra y golpeando su cabeza contra el tronco de un árbol.

Zovastina se retorció en el suelo y después quedó inmóvil.

Malone había contemplado impasible el ataque.

—¿Es éste tu sistema?

Cassiopeia respiró hondo.

—Le hubiera dado más. —Se detuvo, desentumeciendo sus muñecas—. Ely está vivo: he hablado con él por teléfono. Stephanie y Henrik están con él. Tenemos que irnos.

Malone dirigió su mirada hacia Viktor.

—Pensé que Washington quería que siguiera de incógnito.

—No tenía elección.

—Usted me envió a esta ratonera.

—¿Acaso le dije que se enfrentara a ella? No me dio oportunidad de hacer otra cosa. Cuando vi su situación, hice lo que tenía que hacer.

Malone no estaba de acuerdo, pero no tenían tiempo de discutir.

—¿Qué vamos a hacer ahora?

—Marcharnos —dijo Viktor—. No tenemos mucho tiempo. Y nadie va a venir a molestarla.

—¿Y qué hay del tiroteo? —quiso saber Malone.

—Nadie le dará importancia. —Viktor señaló el espacio que los rodeaba—. Es su campo de ejecuciones. Muchos enemigos han sido eliminados aquí.

Cassiopeia arrastraba el cuerpo inerte de la ministra por el suelo.

—¿Qué estás haciendo? —preguntó Malone.

—Atar a esta zorra, para que vea lo que se siente.

Stephanie conducía con Henrik a su lado, en el asiento del copiloto, y Ely en el asiento trasero. No habían tenido otra opción más que coger el coche del guardia, pues el suyo tenía las ruedas pinchadas. Abandonaron rápidamente la cabaña, se incorporaron a la carretera y avanzaron rumbo sur, en paralelo a las montañas del Pamir, dirigiéndose hacia lo que dos mil años antes se conocía como monte Klimax.

—Es increíble —dijo Ely.

A través del retrovisor vio cómo el joven estaba admirando el escitalo.

—Cuando leí el enigma de Ptolomeo, me pregunté cómo podía transmitir algún mensaje. Es muy inteligente. —Ely sostuvo el escitalo—. ¿Cómo lo descubristeis?

—Un amigo nuestro lo hizo. Cotton Malone; ahora está con Cassiopeia.

—¿No deberíamos intentar averiguar algo sobre ella?

Stephanie captó la preocupación que había en la pregunta.

—Hemos de confiar en que Malone sabrá ocuparse del asunto —respondió—. Nuestro problema está aquí. —Volvía a hablar con el tono desapasionado propio de la responsable de una agencia de inteligencia, tranquila e indiferente, pero todavía estaba agitada por lo que había ocurrido en la cabaña—. Cotton es bueno. Sabrá cómo manejar las cosas.

Thorvaldsen también pareció percibir la inquietud de Ely.

—Y Cassiopeia no está indefensa —terció—. Puede cuidar de sí misma. ¿Por qué no nos cuentas lo que necesitamos saber para comprender todo esto? En el manuscrito leímos algo acerca de esa medicina de los escitas. ¿Qué sabes tú de ella?

Vio cómo Ely apartaba cuidadosamente el escitalo a un lado.

—Un pueblo nómada que migró de Asia Central a la Rusia meridional entre los siglos VII y VIII a. J. C. Herodoto escribió sobre ellos. Eran tribales y sanguinarios, temidos. Cortaban las cabezas de sus enemigos y hacían copas con sus cráneos.

—Sin duda, eso le proporciona a uno una reputación —señaló Thorvaldsen.

—¿Cuál es su conexión con Alejandro? —preguntó ella.

—En los siglos III y IV a. J. C. se establecieron en lo que ahora es Kazajistán. Resistieron con éxito a Alejandro, bloqueando su avance hacia el este en el río Syr Darya. Él los combatió con fiereza, fue herido varias veces, pero finalmente pactaron una tregua. No diría que Alejandro temía a los escitas, pero sí los respetaba.

—¿Y la medicina? —dijo Thorvaldsen—. ¿Era suya?

Ely asintió.

—Se la mostraron a Alejandro. Fue parte del tratado de paz que firmaron con él, y por lo visto él mismo la usó. Por lo que he leído, era una especie de poción natural. Alejandro, Hefestión y ese médico que mencionan los manuscritos, todos ellos se curaron gracias a ella. Suponiendo que los relatos sean ciertos, claro está.

»Los escitas eran gente extraña —prosiguió Ely—. Por ejemplo, en medio de una batalla contra los persas, todos abandonaron el campo de batalla para cazar un conejo. Nadie sabe por qué, pero consta en una crónica oficial.

»Conocían el oro, lo usaban y lo lucían en grandes cantidades: ornamentos, cinturones, platos, incluso sus armas estaban adornadas con oro. Los túmulos funerarios de los escitas están llenos de piezas de oro. Pero su principal problema era el lenguaje. Eran analfabetos. No ha sobrevivido ningún testimonio escrito sobre ellos. Sólo dibujos, fábulas y relatos de otros. Únicamente conocemos algunas de sus palabras, y es gracias a Herodoto.

Stephanie lo observó a través del retrovisor y percibió que había algo más.

—¿Por ejemplo? —quiso saber.

—Como he dicho, sólo unas pocas palabras han sobrevivido: pat. significa «montar»; spou. «ojo»; oior. «hombre», yarim. —buscó entre los papeles que había llevado consigo— no significaba mucho hasta ahora. Recordad el enigma: «Cuando llegues a la cima». Ptolomeo luchó contra los escitas junto a Alejandro. Los conocía. Arim. quiere decir, más o menos, un «lugar en la cima».

—Como un ático —dijo ella.

—Más importante. El lugar que los griegos llamaron Klimax, adonde nos dirigimos, es llamado Arima por los nativos. Lo recuerdo por la última vez que estuve allí.

—¿Demasiadas coincidencias? —inquirió Thorvaldsen.

—Parece que todas las pistas conducen hacia allí.

—¿Y qué esperamos encontrar? —preguntó Stephanie.

—Los escitas usaban túmulos para cubrir las tumbas de sus reyes, pero he leído que elegían los lugares montañosos para enterrar a sus líderes más importantes. Éste es el límite del imperio de Alejandro. Su frontera oriental, muy alejada de su hogar. Aquí nadie lo molestaría.

—¿Quizá por eso lo eligió? —sugirió ella.

—No sé. Todo parece extraño, sin sentido.

Stephanie estaba completamente de acuerdo.

Zovastina abrió los ojos. Estaba tendida en el suelo, e inmediatamente recordó el ataque de Cassiopeia Vitt. Trató de aclarar sus pensamientos, aún confusos, y notó que algo sujetaba firmemente sus muñecas.

Entonces cayó en la cuenta. Estaba atada a los árboles, como Vitt. Meneó la cabeza. Eso era humillante.

Se incorporó y observó el claro.

Las cabras, Malone, Vitt y Viktor se habían ido. Uno de los guardias estaba muerto, pero el otro todavía vivía, apoyado contra un árbol, sangrando de una herida que tenía en el hombro.

—¿Puedes moverte? —le preguntó.

Él asintió, aunque era evidente que estaba sufriendo. Todos los miembros de su Batallón Sagrado eran duros, almas disciplinadas. Zovastina se había asegurado de ello. Su moderna encarnación era de todo menos temerosa, igual que la original, en tiempos de Alejandro.

El guardia hizo un esfuerzo por ponerse en pie, agarrándose el brazo izquierdo con la mano derecha.

—El cuchillo —dijo ella—. Aquí, en el suelo.

Ni el menor gemido de dolor salió de los labios del hombre. La ministra trató de recordar su nombre, pero no podía. Viktor había contratado a cada uno de los miembros del Batallón Sagrado, y ella se había hecho el propósito de no vincularse afectivamente a ellos. Eran objetos, instrumentos para ser usados. Nada más.

El hombre avanzó tambaleándose hacia el cuchillo y logró cogerlo del suelo.

Se acercó a las cuerdas, pero perdió el equilibrio y cayó de rodillas.

—Puedes hacerlo —lo animó ella—. Resiste el dolor. Céntrate en tu deber.

El guardia parecía estar haciendo acopio de todas sus fuerzas. El sudor caía por su frente y Zovastina reparó en que manaba sangre de su herida. Sorprendentemente, no se había desvanecido. Pero la verdad era que ese fornido individuo parecía hallarse en una excelente forma física.

Alzó el cuchillo, jadeó unas pocas veces y cortó las ataduras que asían su muñeca izquierda. Ella agarró la mano temblorosa del hombre, intentando estabilizarla, mientras él le entregaba el cuchillo; luego se liberó a sí misma de la otra atadura.

—Échate. Descansa —dijo.

Oyó cómo se tendía mientras ella rebuscaba entre la hierba. Cerca del otro cuerpo encontró una pistola.

Volvió hacia el guardia herido.

Él había visto su vulnerabilidad, y realmente, por primera vez en mucho tiempo, la ministra se había sentido vulnerable.

El hombre yacía boca arriba, todavía agarrándose el hombro.

Se plantó junto a él. Sus oscuros ojos se posaron en ella y, al verlos, Zovastina se dio cuenta de que él ya sabía lo que iba a ocurrir.

Sonrió al ver su coraje.

Entonces, apuntó con el arma a su cabeza y disparó.