A Stephanie le gustaba ver a Henrik Thorvaldsen totalmente exhausto. Habían volado desde Aviano en dos F-16, ella en uno y Thorvaldsen en otro. Habían seguido a Malone y a Edwin Davis, que ya habían aterrizado en Samarcanda, mientras que ella y Thorvaldsen habían seguido en dirección este y aterrizado en Kashgar, justo en la frontera de la Federación con China. A Thorvaldsen no le gustaba volar. Era un mal necesario, según había dicho antes de despegar. Pero un vuelo en un avión supersónico no era un vuelo ordinario. Había ocupado la posición tras el piloto, donde habitualmente se sentaba el supervisor del armamento. Excitante y terrorífico, los giros y las piruetas a más de 2000 km/h la habían mantenido en tensión durante las dos horas que había durado el vuelo.
—No puedo creer que haya hecho esto —decía Thorvaldsen.
Ella reparó en que todavía estaba temblando. Un coche los esperaba en el aeropuerto de Kashgar. El gobierno chino había cooperado plenamente en todo lo que Daniels les había pedido. Por lo visto, estaban bastante preocupados por su vecino y deseaban colaborar con Washington para descubrir si sus miedos eran reales o imaginarios.
—No ha sido tan malo —dijo Stephanie.
—Una cosa que no he de olvidar: nunca, jamás, no importa lo que digan, he de volver a volar en una de esas cosas.
Ella sonrió. Estaban conduciendo a través de la cordillera del Pamir, ya en territorio de la Federación: la frontera era poco más que un cartel de bienvenida. Habían ido ascendiendo, pasando a través de una sucesión de colinas rocosas y valles igualmente rocosos. Ella sabía que pami. era el nombre de este tipo particular de valle, lugares donde el invierno era largo y la lluvia, escasa. Abundaban las extensiones de matorral y maleza, pino enano y pedazos dispersos de pasto. La mayor parte de la zona estaba deshabitada, pueblos aquí y allá y alguna yurta ocasional, lo que claramente distinguía el escenario de los Alpes o los Pirineos, donde ella y Thorvaldsen habían estado juntos tiempo atrás.
—Había leído algo sobre esta zona —dijo ella—, pero nunca había estado aquí. Es increíble.
—Ely amaba el Pamir. Hablaba de él de un modo casi religioso, y ahora comprendo por qué.
—¿Lo conocías bien?
—Oh, sí. Conocía a sus padres. Él y mi hijo eran amigos. Prácticamente vivía en Christiangarde cuando él y Cal eran niños.
Thorvaldsen, sentado en el asiento del copiloto, parecía inquieto, y no a causa del vuelo. Ella sabía la razón.
—Cotton cuidará de Cassiopeia.
—No sé si Zovastina tiene a Ely. —Thorvaldsen pareció súbitamente resignado—. Viktor tiene razón: probablemente esté muerto.
La carretera se suavizaba mientras avanzaban entre las montañas en dirección a otro valle. El aire era sorprendentemente cálido, y ya no había nieve en los picos más bajos. Sin duda, la Federación de Asia Central había sido bendecida por la naturaleza, pero ella leía los informes de la CIA. La Federación había convertido el área en un objetivo para generar desarrollo económico. Electricidad, teléfono, agua y servicios de saneamiento se estaban implantando; también se estaban mejorando las carreteras. Ésa daba la impresión de ser un buen ejemplo; el asfalto parecía nuevo.
La vela con la tira de oro todavía enrollada estaba depositada en un contenedor de acero inoxidable en el asiento trasero. Un escitalo actualizado que mostraba una única palabra en griego clásico: KAIMAE. ¿Adónde conducía? No tenían ni idea, pero quizá hubiera algo en el retiro de las montañas de Ely Lund que podría ayudar a explicar su significado. Ambos viajaban armados. Dos nueve milímetros y sus respectivas municiones, cortesía del ejército norteamericano que los chinos habían permitido.
—El plan de Malone debería funcionar —dijo Stephanie.
Pero estaba de acuerdo con Cotton. Los agentes infiltrados, como Viktor, no eran de fiar. Prefería, con diferencia, un agente ordinario, alguien que se preocupaba de su jubilación.
—Malone está preocupado por Cassiopeia —repuso Thorvaldsen—. No lo admitirá, pero se preocupa. Lo veo en sus ojos.
—Pude ver el dolor en su rostro cuando le dijiste que está enferma.
—Ésa es una de las razones por las que creo que ella y Ely se relacionaron. Sus penurias, de algún modo, también formaban parte de su atracción.
Dejaron atrás otros dos pueblos aislados y siguieron conduciendo hacia el oeste. Finalmente, tal como Cassiopeia le había dicho a Thorvaldsen, la carretera se bifurcaba; tomaron el ramal que conducía al norte. Diez kilómetros después, el paisaje se fue haciendo más boscoso. Enfrente, junto a un sendero de tierra que desaparecía entre los oscuros bosques, divisaron un poste clavado en el suelo. Pendiendo de él había un pequeño cartel en el que se leía «Soma».
—Ely bautizó este lugar con propiedad —dijo ella—. Como la tumba de Alejandro en Egipto.
Tomó el desvío y el coche traqueteó y se balanceó al entrar en el rudo camino. La calzada ascendía unos cuatrocientos metros entre los árboles y acababa en una cabaña de una sola planta. Un porche cubierto protegía la puerta delantera.
—Parece una cabaña del norte de Dinamarca —comentó Thorvaldsen—. No me sorprende. Estoy seguro de que para él era algo así como su hogar.
Aparcó y salieron al cálido atardecer. Los bosques a su alrededor se extendían en silencio. Entre los árboles, al norte, se veían más montañas. Un águila volaba por encima de sus cabezas.
La puerta delantera de la cabaña se abrió y ambos se volvieron.
Un hombre salió.
Era alto y atractivo, de pelo rubio y ondulado; llevaba vaqueros, una camisa por fuera y unas botas. Thorvaldsen lo contempló, rígido, pero sus ojos se suavizaron al instante; el danés había adivinado fácilmente la identidad del hombre.
Ely Lund.