SESENTA Y OCHO

Samarcanda

Zovastina entró en la sala de audiencias del palacio y se plantó frente a un hombre delgado con una alborotada mata de pelo gris. Su ministro de Asuntos Exteriores, Kamil Revin, también estaba allí, sentado en una esquina. El norteamericano se presentó como Edwin Davis y presentó una carta del presidente de Estados Unidos que daba fe de sus credenciales.

—Si es posible, ministra —dijo Davis en voz baja—, ¿podemos hablar en privado?

Ella estaba desconcertada.

—Todo cuanto quiera decirme puede ser oído por Kamil.

—Dudo que usted quiera que oiga lo que vamos a discutir.

Las palabras sonaron a desafío, pero la expresión del enviado no mostraba ninguna emoción, así que Zovastina decidió ser cautelosa.

—Déjanos —le ordenó a Kamil.

El joven vaciló, pero después de lo de Venecia y lo de Karyn, suponía que la ministra no estaba de muy buen humor.

—Ahora —dijo.

El ministro de Asuntos Exteriores se levantó y salió.

—¿Siempre trata a su gente así?

—Esto no es una democracia. Los hombres como Kamil hacen lo que se les dice o…

—… uno de sus gérmenes visitará sus cuerpos.

Debería haber sabido que había más gente que estaba al corriente de sus asuntos, pero esa vez la información venía directamente de Washington.

—No recuerdo que su presidente se haya quejado nunca de la paz que la Federación ha traído a la región. Hubo un tiempo en que esta zona era un verdadero problema; ahora Norteamérica disfruta de las ventajas de tener un amigo. Y gobernar aquí no es una cuestión de persuasión, sino de fuerza.

—No me malinterprete, ministra. Sus métodos no son asunto nuestro. Estamos de acuerdo. Tener un aliado merece los ocasionales… —Davis dudó— reemplazos de personal. —Sus ojos transmitían una expresión de frío respeto—. Ministra, he venido aquí para comunicarle algo. El presidente creyó que los canales diplomáticos usuales no eran adecuados. Esta conversación ha de quedar entre nosotros, como amigos.

¿Qué otra opción tenía?

—De acuerdo.

—¿Conoce a una mujer llamada Karyn Walde?

Sus piernas se tensaron al sentir que la emoción la embargaba. Pero mantuvo la compostura y decidió ser honesta.

—Sí. ¿Por qué?

—Ha sido secuestrada esta noche. Aquí, en Samarcanda. Sabemos que fue su amante y padece sida.

Zovastina luchó por mantener un aspecto impasible.

—Parece que sabe usted mucho de mi vida.

—Nos gusta saber todo lo que podemos sobre nuestros amigos. A diferencia de usted, vivimos en una sociedad abierta, en la que nuestros secretos están visibles en la televisión o en Internet.

—¿Y qué los ha llevado a hurgar en los míos?

—¿Acaso importa eso? La verdad es que fue fortuito.

—¿Y qué es lo que sabe de la desaparición de Karyn?

—Un hombre llamado Enrico Vincenti se la llevó. La ha alojado en su finca aquí, en la Federación, unas tierras que adquirió como parte de sus tratos con la Liga Veneciana.

El mensaje estaba claro. Ese hombre sabía muchas cosas.

—Vincenti. Él es su problema.

—¿Y eso por qué?

—Admitiré que sólo se trata de una especulación por nuestro lado. En la mayor parte del mundo, nadie se preocuparía por su orientación sexual. Claro, usted estuvo casada tiempo atrás, pero por lo que hemos podido saber fue por salvar las apariencias. Él murió trágicamente…

—Él y yo nunca habíamos cruzado una palabra. Entendió por qué estaba aquí. La verdad es que me gustaba.

—No es asunto nuestro y no pretendía insultarla, pero ha permanecido soltera desde entonces. Karyn Walde trabajó para usted durante un tiempo; fue una de sus secretarias. Así que imagino que mantener una relación con ella debió de resultarle fácil. Nadie les prestaría mucha atención mientras fueran discretas. Pero Asia Central no es Europa occidental. —Davis sacó de su chaqueta una pequeña grabadora—. Déjeme que le ponga algo.

Activó el dispositivo y permaneció de pie, al otro lado de la mesa que estaba situada entre ellos.

Es bueno saber que tu información es exhaustiva.

No te hubiera molestado por algo sin fundamento.

Pero todavía no me has dicho cómo sabías que alguien iba a intentar asesinarme hoy.

La Liga se preocupa por todos sus miembros. Y tú, ministra, eres uno de los más destacados.

Eres tan considerado, Enrico.

Davis apagó la grabadora.

—Vincenti y usted hablando por teléfono hace dos días. Una llamada internacional, fácil de detectar.

Volvió a pulsar play.

Hemos de hablar.

—¿Del pago por salvarme la vida.

Se acerca el final de nuestro trato, tal como lo discutimos hace ya tiempo.

Podré reunirme con el Consejo dentro de unos pocos días. Pero antes hay cosas que quiero resolver.

Estoy más interesado en saber cuándo nos encontraremos.

De eso estoy segura. Yo también. Pero antes hay cosas que debo acabar.

Mi tiempo en el Consejo acabará pronto. Por tanto, tendrás que tratar con otros. Quizá no sea tan cómodo.

Disfruto mucho tratando contigo, Enrico. Nos entendemos muy bien.

Tenemos que hablar.

Pronto. Primero, tenemos otro problema que tratar. Los norteamericanos.

No te preocupes. Había planeado encargarme de ello hoy mismo.

Davis apagó el dispositivo.

—Vincenti se ocupó del problema. Mató a uno de nuestros agentes. Encontramos su cadáver junto al de otro hombre, el mismo que intentó asesinarla.

—¿Y permitieron que muriera estando al corriente de esa conversación?

—Lamentablemente, no tuvimos esta grabación hasta después de su desaparición.

No le gustaba el modo en que sus ojos iban de la grabadora a ella misma, al tiempo que una extraña inquietud acompañaba su creciente ira.

—Aparentemente, usted y Vincenti estaban embarcados en una aventura en la que eran aliados. Estoy aquí, como amigo, insisto, para decirle que él pretende cambiar ese trato. Eso es lo que creemos. Vincenti la necesita fuera del poder. Con Karyn Walde puede avergonzarla, o como mínimo causarle enormes problemas políticos. La homosexualidad no es aceptada aquí. Los fundamentalistas religiosos, a los que ha mantenido a raya, tendrían finalmente munición para volver a la carga. Tendría problemas tan graves que ni siquiera sus gérmenes podrían solucionarlos.

No había considerado esa posibilidad, pero lo que los norteamericanos decían tenía sentido. ¿Por qué, si no, querría llevarse Vincenti a Karyn? Pero aún había algo que mencionar.

—Como ha dicho, se está muriendo de sida; de hecho, quizá ya esté muerta.

—Vincenti no es idiota. Tal vez crea que una declaración en el lecho de muerte podría tener más relevancia. Usted tendría un montón de preguntas que responder: sobre esa casa, sobre por qué estaba aquí, sobre la enfermera… Me han dicho que sabe cosas, ella y muchos de su Batallón Sagrado, quienes vigilaban la casa. Vincenti también tiene a la enfermera. Eso es mucha gente a la que controlar.

—Esto no es Estados Unidos. Se puede controlar la televisión.

—Pero ¿puede controlarse el fundamentalismo? Y si a eso añadimos el hecho de que tiene un montón de enemigos a quienes les gustaría ocupar su lugar… Creo que precisamente ese hombre al que acabamos de dejar entra en esa categoría. Por cierto, se encontró con Vincenti anoche; lo recogió en el aeropuerto y lo llevó a la ciudad.

Ese hombre estaba muy bien informado.

—Ministra, no queremos que Vincenti tenga éxito, sea lo que sea lo que está planeando. Ésa es la razón por la que estoy aquí, para ofrecerle nuestra ayuda. Conocemos su viaje a Venecia y que Cassiopeia Vitt ha regresado con usted. Como digo, ella no es un problema. De hecho, sabe bastante acerca de lo que estaba usted buscando en Venecia. Hay algo que usted pasó por alto.

—Dígame qué es.

—Si lo supiera, lo haría. Tendría que preguntarle a Vitt. Ella y sus colegas, Henrik Thorvaldsen y Cotton Malone, saben algunas cosas respecto a algo llamado el enigma de Ptolomeo y sobre unos objetos conocidos como medallones. —Davis alzó las manos en un gesto que parodiaba una rendición—. No lo sabemos ni nos importa; es asunto suyo. Todo cuanto sé es que había algo que usted buscaba en Venecia y que por lo visto no encontró. Si ya lo sabía, le pido disculpas por hacerla perder el tiempo. Pero el presidente Daniels quería que lo supiera; como la Liga Veneciana, él también se preocupa por sus amigos.

Suficiente. Ese hombre necesitaba que lo pusieran en su sitio.

—Debe de tomarme por una idiota.

Intercambiaron unas miradas en silencio.

—Dígale a su presidente que no necesito su ayuda —declaró finalmente Zovastina.

Davis pareció ofendido.

—Si yo fuera usted —añadió ella—, abandonaría la Federación tan rápidamente como ha venido.

—¿Es eso una amenaza, ministra?

Ella negó con la cabeza.

—Sólo un comentario.

—Extraño modo de hablarle a un amigo.

La ministra se mantuvo firme.

—Usted no es mi amigo.

La puerta se cerró tras Edwin Davis, que acababa de salir de la estancia. La mente de Irina Zovastina se agitaba con una habilidad que siempre había sabido canalizar cuando se presentaba el momento oportuno.

Kamil Revin volvió a entrar y se acercó a su escritorio. Ella examinó a su ministro de Asuntos Exteriores. Vincenti se creía muy listo, se las daba de ser un buen espía. Pero ese asiático de educación rusa, que decía ser un musulmán pero que nunca había pisado una mezquita, había actuado como el perfecto emisario de la desinformación. Lo había hecho salir de la reunión porque así no podría repetir lo que no sabía.

—Olvidaste mencionar que Vincenti estaba en la Federación —dijo ella.

Revin asintió.

—Llegó anoche, por negocios. Está en el Intercontinental, como siempre.

—Está en su finca, en las montañas.

Pudo percibir la sorpresa en la mirada del joven. ¿Era sincera o tal vez una buena actuación? Era difícil decirlo. Pero él parecía sentir sus sospechas.

—Ministra, he sido su aliado. He mentido por usted. Le he entregado a sus enemigos. He vigilado durante años a Vincenti y he actuado fielmente siguiendo sus órdenes.

Zovastina no tenía tiempo para discutir.

—Entonces, demuéstrame tu lealtad. Tengo una misión especial que sólo tú puedes llevar a cabo.