SESENTA Y SEIS

Samarcanda

10.30 horas

Malone bebía una Coca-Cola ligh. mientras observaba cómo el Lear Jet 36 A se aproximaba a la terminal. El aeropuerto de Samarcanda se extendía al norte de la ciudad, una única pista de aterrizaje que no sólo acogía tráfico comercial, sino también militar y privado. En su vuelo desde Italia habían adelantado tanto a Viktor como a Zovastina gracias al F-16-E Strike Eagle que el presidente Daniels había ordenado poner a su disposición. Habían llegado a la base aérea de Aviano, a ochenta y ocho kilómetros al norte de Venecia, tras un rápido vuelo en helicóptero, y el viaje hacia el este, gracias a la velocidad supersónica de más de dos mil kilómetros por hora, les había llevado poco más de dos horas. Zovastina y el Lear Jet que estaba contemplando en ese mismo instante habían necesitado casi cinco horas.

Dos F-16 habían llegado a Samarcanda sin incidentes, pues Estados Unidos poseía el derecho de aterrizar, sin restricciones, en todas las bases y aeropuertos de la Federación. Aparentemente, Estados Unidos era un aliado, pero esa distinción, Malone lo sabía, era efímera, sobre todo en esa parte del mundo. El otro avión había transportado a Edwin Davis, que a esas horas debía de estar en el palacio. Al presidente Daniels no le había gustado la idea de implicar a Davis y hubiera preferido mantenerlo al margen, pero percibió, sabiamente, que Malone no iba a aceptar un no por respuesta. Además, como el presidente había dicho riendo entre dientes, el plan tenía al menos un diez por ciento de posibilidades de salir adelante, así que… ¡qué demonios!

Bebió el último trago del refresco, bastante insulso para el gusto del norteamericano, pero agradable. Había dormido una hora durante el vuelo; era la primera vez en veinte años que subía en un avión de combate. Había aprendido a pilotarlos al principio de su carrera militar, antes de licenciarse en Derecho y unirse al cuerpo de abogados de la marina norteamericana. Los amigos de su padre que estaban en el cuerpo lo habían presionado para que tomara ese rumbo.

Su padre…

Todo un comandante. Hasta que un día de agosto el submarino que capitaneaba se hundió. Malone tenía entonces diez años, pero ese recuerdo siempre iba acompañado de una punzada de tristeza. Para cuando se alistó en la marina, los compañeros de su padre habían llegado a los más altos rangos y ya habían hecho planes para el hijo de Forrest Malone. Así que, sin cuestionarlo, hizo lo que le pidieron y acabó como agente de Magellan Billet.

Nunca lamentó haber tomado esas decisiones, y su carrera en el Departamento de Justicia había sido memorable. Incluso retirado, el mundo no lo había ignorado. Los templarios, la biblioteca de Alejandría, y ahora, la tumba de Alejandro Magno. Meneó la cabeza. Decisiones… Todo el mundo las tomaba.

Como el hombre que en ese instante bajaba del Lear Jet. Viktor. El informador del gobierno. Un agente infiltrado.

Un problema.

Tiró la botella a la basura y esperó a que Viktor saliera a la pista de aterrizaje. Un AWACS E3 que siempre estaba en órbita sobre Oriente Medio había seguido el rastro del Lear Jet desde Venecia, de modo que Malone sabía, con total precisión, cuándo llegaría.

Viktor apareció como en la basílica, con su rostro demacrado y sus ropas sucias. Caminaba con la rigidez de un hombre que ha pasado una larga noche.

Malone se escondió tras un muro bajo y esperó a que Viktor doblara hacia la terminal; entonces salió y lo siguió.

—Le ha costado bastante.

Viktor se detuvo y se volvió. Ni el menor signo de sorpresa ensombreció su rostro.

—Creí que tenía que ayudar a Vitt.

—Y yo estoy aquí para ayudarlo a usted.

—Usted y sus amigos me tendieron una emboscada en Copenhague. No me gusta que me manipulen.

—¿Y quién lo hace?

—Vuelva por donde ha venido, Malone. Déjeme llevar esto a mi manera.

Malone le mostró una pistola. Una de las ventajas de llegar con un vuelo militar era que no había registros para el personal militar de Estados Unidos o sus pasajeros.

—Me han ordenado que lo ayude. Y eso es lo que voy a hacer, tanto si le gusta como si no.

—¿Va a dispararme? —Viktor meneó la cabeza—. Cassiopeia Vitt mató a mi compañero en Venecia e intentó matarme a mí también.

—Por entonces, ella no sabía que usted estaba con nosotros.

—Suena como si pensara que eso es un problema.

—No he decidido aún si es usted un problema o no.

—Esa mujer es el problema —dijo Viktor—. Dudo que vaya a dejar que ninguno de los dos la ayudemos.

—Probablemente tenga razón, pero va a tener que asumirlo. —Decidió frenar un poco—. Me han dicho que ha sido usted un buen agente. Así que vamos a ayudarla.

—Ya iba a hacerlo. Sólo que no contaba con un ayudante.

Se guardó el arma bajo la chaqueta.

—Introdúzcame en el palacio.

Viktor pareció sorprendido por la petición.

—¿Eso es todo?

—No debería ser un problema para el jefe del Batallón Sagrado. Nadie lo va a cuestionar.

Viktor meneó la cabeza.

—Su gente está loca. ¿Es que quieren morir todos? Ya es bastante malo que ella esté allí, ¿y ahora usted? No me hago responsable de esto. Y, por cierto, es una locura incluso que nos vean hablar; Zovastina lo conoce.

Malone ya lo había comprobado. Las pistas no estaban equipadas con cámaras. Éstas se encontraban más allá, en la terminal. No había nadie más por los alrededores, y ésa era la razón por la que había decidido que ése era un buen lugar para mantener una conversación.

—Usted sólo introdúzcame en el palacio. Si me señala la dirección correcta puedo hacer el trabajo sucio. Eso le proporcionará una tapadera. Usted no tiene que hacer nada, salvo cubrirme las espaldas. Washington quiere proteger su identidad a toda costa. Por eso estoy aquí.

Viktor hizo un gesto de incredulidad.

—¿Y a quién se le ha ocurrido este ridículo plan?

Malone sonrió.

—A mí.