SESENTA Y CINCO

Samarcanda

9.15 horas

Dos de los guardaespaldas de Zovastina sacaron a Cassiopeia del avión. Le habían dicho que la llevarían hasta el palacio y que permanecería allí.

—¿Se da cuenta de que se ha buscado un buen problema? —le dijo a Zovastina desde la puerta abierta del coche.

Seguramente la ministra no quería tener esa conversación allí, en medio de la pista de aterrizaje, con los empleados del aeropuerto y su guardia personal tan cerca. En el avión, a solas, había sido el momento. Pero Cassiopeia había permanecido en silencio, a propósito, durante las dos últimas horas de vuelo.

—Los problemas son un modo de vida aquí —replicó Zovastina.

Mientras la introducían en el asiento trasero, con las manos esposadas a la espalda, Cassiopeia decidió asestar la puñalada.

—Se equivocó usted con los huesos.

La ministra pareció considerar el reto. Venecia había sido un fracaso, en todos los sentidos, así que no fue ninguna sorpresa para ella que Zovastina se acercara y le preguntara:

—¿Y cómo es eso?

El silbido de los motores y una fuerte brisa primaveral rasgaban el aire, lleno de humo. Cassiopeia se sentó tranquilamente en el asiento trasero y miró a través del parabrisas.

—Había algo que usted quería encontrar —miró directamente a la ministra—, y no lo encontró.

—Burlarse de mí no la va a ayudar.

Ella ignoró la amenaza.

—Si quiere resolver el enigma, tendrá que negociar.

Era fácil interpretar a esa bruja. Ciertamente, Zovastina sospechaba que sabía cosas. ¿Por qué, si no, la había llevado allí? Y Cassiopeia había sido muy cuidadosa, sabiendo que no podía revelar demasiado. Al fin y al cabo, su vida dependía literalmente de cuánta información pudiera ocultar de un modo efectivo.

Uno de los guardias avanzó y susurró algo al oído de Zovastina. La ministra escuchó y Cassiopeia vio que su rostro expresaba, apenas por un momento, una gran conmoción. Luego Zovastina asintió y el guardia se retiró.

—¿Problemas? —preguntó Cassiopeia.

—Los gajes de ser ministra. Usted y yo hablaremos más tarde.

Y se fue.

La puerta delantera de la casa estaba abierta, aunque todo estaba intacto. No había ningún rastro de que hubieran forzado la entrada. En su interior, dos de los miembros de su Batallón Sagrado esperaban. Zovastina miró a uno de ellos y le preguntó:

—¿Qué ha ocurrido?

—Han disparado a dos de nuestros hombres en la cabeza, en algún momento de la pasada noche. La enfermera y Karyn Walde se han ido. Sus ropas todavía están aquí. El despertador de la enfermera estaba programado para las seis de la mañana. Nada indica que quisieran partir voluntariamente.

Se dirigió al dormitorio principal. No podía ser una coincidencia, así que decidió seguir una corazonada. Se acercó a uno de los teléfonos y marcó el número de su secretaria personal. Le dijo lo que quería y esperó tres minutos, hasta que la mujer volvió a ponerse al teléfono.

—Vincenti entró anoche en la Federación —dijo—, a la 1.40. Avión privado. Usó su visado abierto.

Aún creía que Vincenti había estado detrás del intento de asesinato. Debía de saber que ella no estaba en la Federación. Estaba claro que su gobierno tenía una multitud de problemas —Henrik Thorvaldsen y Cassiopeia Vitt eran una prueba clara de ello—, pero ¿qué tenían que ver con eso?

—Ministra —dijo su secretaria a través del hilo telefónico—, estaba intentando localizarla. Tiene usted una visita.

—¿Vincenti? —preguntó precipitadamente.

—Otro norteamericano.

—¿El embajador?

En Samarcanda había diversas embajadas extranjeras, y muchos de sus días estaban ocupados atendiendo las visitas de sus numerosos representantes.

—Edwin Davis, el asesor de Seguridad Nacional del presidente norteamericano. Entró en el país hace unas horas, con pase diplomático.

—¿Sin anunciarse?

—Simplemente, apareció en el palacio pidiendo verla. Ha dicho que no hablará con nadie de las razones por las que está aquí. Eso tampoco era una coincidencia.

—Estaré allí dentro de unos minutos.