SESENTA Y CUATRO

Federación de Asia Central

8.50 horas

Vincenti se había refugiado en el laboratorio que había construido bajo su mansión; sólo él y Grant Lyndsey estaban en su interior. Lyndsey acababa de llegar desde China, una vez cumplidas sus obligaciones. Dos años antes había tomado a Lyndsey como su hombre de confianza. Necesitaba a alguien al frente de la supervisión de los ensayos clínicos con los virus y los antígenos. Además, alguien debía apaciguar a Zovastina.

—¿Y la temperatura? —preguntó.

Lyndsey revisó los datos.

—Estable.

El laboratorio era el reino de Vincenti. Un espacio pasivo, estéril, encerrado entre paredes de color crema, sobre un suelo de baldosas negras. Una hilera de mesas de acero inoxidable se alineaban en el centro. Frascos, vasos y buretas se apilaban en estantes metálicos por encima de un autoclave, varios equipos de destilación, un centrifugador, balanzas analíticas y dos ordenadores. La simulación digital desempeñaba un papel clave en su experimentación, algo muy distinto de lo que sucedía cuando trabajaba para los iraquíes, cuando el método de ensayo y error costaba tiempo, dinero y equivocaciones. Los sofisticados programas actuales eran capaces de reproducir casi todos los efectos químicos y biológicos, siempre que se proporcionaran algunos parámetros. Y durante el último año Lyndsey había hecho un trabajo espléndido estableciendo los parámetros para probar virtualmente ZH.

—La solución está a temperatura ambiente —dijo Lyndsey—. Y están nadando como locas. Sorprendente.

El estanque en el que había encontrado las arqueas era de naturaleza termal, y su temperatura casi alcanzaba los treinta y ocho grados. Producir las bacterias en la cantidad que iban a necesitar y transportarlas por todo el mundo a una temperatura tan elevada parecía casi imposible. Así que las había modificado, adaptando lentamente las arqueas a un entorno térmico cada vez más y más bajo. Curiosamente, a temperatura ambiente su actividad sólo se ralentizaba, quedaban casi hibernadas, pero una vez se reintegraban a un torrente sanguíneo de unos treinta y siete grados se reactivaban rápidamente.

—El ensayo clínico acabó hace unos días —declaró Lyndsey—, y ha confirmado que pueden ser conservadas a temperatura ambiente durante bastante tiempo. He mantenido a éstas durante más de cuatro meses. Su adaptabilidad es increíble.

—Y así es como han sobrevivido millones de años, esperando que las encontráramos.

Vincenti se inclinó sobre una de las mesas y metió sus carnosas manos, enfundadas en unos guantes de goma, en un contenedor herméticamente sellado. Por encima de sus cabezas se oía el zumbido del aire, impulsado a través de microfiltros laminados, libre de impurezas; el constante rugido era casi hipnótico. Miró a través de un panel de plexiglás y manipuló hábilmente el portaobjetos cuyo contenido se estaba evaporando. Tomó una pequeña muestra de un cultivo activo de VIH y la mezcló con otra solución que ya estaba allí. Entonces selló el portaobjetos y lo situó bajo el microscopio. Liberó sus manos del pegajoso látex y enfocó el objetivo.

Dos ajustes y encontró el enfoque requerido.

Una sola mirada bastó.

—El virus ha desaparecido casi con el simple contacto. Es como si hubieran estado esperando para devorarlo.

Sabía que sus modificaciones biológicas habían sido la clave del éxito. Unos pocos años antes, un bufete de abogados de Nueva York al que había contratado le advirtió que el descubrimiento de un nuevo mineral, o de una nueva planta, no era algo que pudiera patentarse. Einstein no pudo patentar su célebre E = mc2., ni tampoco Newton su ley de la gravedad. Eran manifestaciones de la naturaleza, ajenas a todo. Pero las plantas manipuladas genéticamente, los animales multicelulares creados por el hombre y las arqueas alteradas respecto a su estado natural, todo eso sí se podía patentar.

Posteriormente había contactado de nuevo con el mismo bufete y había iniciado el proceso para patentarlo. Se necesitaría la aprobación de la FDA[1]. Doce años era la media de tiempo que tardaba una solución experimental en pasar del laboratorio al botiquín médico: el sistema norteamericano que aprobaba los medicamentos era el más riguroso del mundo. Y conocía sus particularidades. Sólo cinco de cada cuatro mil compuestos supervisados por la FDA en la fase de ensayo preclínico llegaban a ser probados con humanos. Y sólo uno de esos cinco conseguía finalmente la aprobación. Siete años antes se había establecido un nuevo protocolo de prueba, más rápido, para los medicamentos que curaban enfermedades mortales, y los medicamentos contra el sida estaban, específicamente, en esa categoría. Aun así, el tiempo que tardaba la FDA en aprobarlos era de entre seis y nueve meses. Los procedimientos de aprobación europeos también eran restrictivos, pero no tenían nada que ver con la rigidez de la FDA. En las naciones africanas y asiáticas, donde el problema era mayor, no se requería la aprobación gubernamental.

Por lo tanto, ahí sería donde empezaría a vender.

Que el mundo contemplara cómo ellos se curaban mientras los pacientes norteamericanos y europeos morían. Entonces llegaría la aprobación, sin que tuviera que pedirla siquiera.

—Nunca he preguntado —dijo Lyndsey—, y nunca me lo has dicho, pero ¿dónde encontraste estas bacterias?

Se había acabado el tiempo de guardar silencio. Necesitaba que Lyndsey lo supiera absolutamente todo. Pero contestar dónd. implicaba también hablar de cuándo.

—¿Has considerado alguna vez el valor de una compañía que manufacturara condones antes de que se descubriera el VIH? Sin duda, había un mercado. ¿Cuánto? ¿Varios millones al año? Pero tras la aparición del sida se manufacturan y se venden miles de millones en todo el mundo. ¿Y qué me dices de las medicinas que alivian los síntomas? Tratar el sida es una perfecta máquina de hacer dinero. Un cóctel que combine tres medicamentos vale entre doce mil y dieciocho mil dólares al año. Multiplica eso por los millones que están infectados y estaremos hablando de miles de millones gastados en medicamentos que no curan nada.

»Piensa en los beneficios que provienen de otros suministros, como guantes de látex, batas, jeringuillas estériles. ¿Tienes idea de cuántos millones de agujas estériles se venden y se distribuyen para intentar que el VIH no se extienda entre los drogadictos? Y, como en el caso de los condones, su precio se ha multiplicado. Y el margen es infinito. Para una empresa dedicada a la manufactura y el suministro de medicamentos, como Philogen, el VIH ha traído una indudable bonanza económica.

»Durante los últimos dieciocho años, nuestro negocio ha crecido vertiginosamente, nuestra planta de fabricación de condones ha triplicado su tamaño. Las ventas de todos nuestros productos han crecido enormemente. Incluso hemos desarrollado un par de medicamentos para combatir los síntomas que se venden muy bien. Hace diez años convertí la compañía en una sociedad anónima, amplié el capital y usé el mercado de los suministros médicos y las divisiones de medicamentos para financiar su expansión. Compré una firma de cosméticos, otra de detergentes, una cadena de grandes almacenes y una industria de alimentos congelados, sabiendo que un día Philogen podría saldar fácilmente la deuda.

—¿Cómo lo sabías?

—Encontré esas bacterias hace treinta años, y me di cuenta de su potencial hace veinte. Entonces ya tenía la cura del VIH, sabiendo que podría lanzarla en cualquier momento.

Vincenti observó cómo, poco a poco, Lyndsey entendía lo que le estaba contando.

—¿Y no se lo dijiste a nadie?

—Absolutamente a nadie. —Necesitaba saber si Lyndsey era tan amoral como él creía—. ¿Es eso un problema? Simplemente, esperé a que hubiera un mercado.

—A sabiendas de que lo que tenías no era una solución parcial, algo que, en última instancia, el virus pudiera superar. A sabiendas de que tenías la cura. El único modo de destruir totalmente el virus. Incluso si alguien encontraba un medicamento que pudiera combatirlo, el tuyo funcionaría mejor, más rápido, de un modo más seguro, y sus costes serían muy inferiores.

—Ésa era la idea.

—¿No te importó que millones de personas murieran?

—¿Acaso crees que el mundo se preocupa por el sida? Sé realista, Grant. Muchas palabras y pocos hechos. Es una enfermedad muy particular. La percepción es que principalmente mata a negros, gays y drogadictos. Es una enfermedad que ha levantado un tronco y ha revelado toda la vida que bulle debajo de él, los asuntos centrales de nuestra existencia: sexo, muerte, poder, dinero, amor, odio, pánico. Al sida se lo ha conceptualizado, imaginado, investigado y financiado de todas las maneras posibles, y se ha convertido en la más política de las enfermedades.

Entonces recordó también lo que Karyn Walde había dicho antes: «Sólo que todavía no mata a la gente adecuada».

—¿Y qué hay de las otras compañías farmacéuticas? —dijo Lyndsey—. ¿No te asustaba la posibilidad de que también encontraran una cura?

—Existía el riesgo, sí. Pero he vigilado a nuestra competencia. Digamos que su investigación no les ha traído más que errores. —Vincenti se sentía bien. Después de todo ese tiempo le gustaba hablar sobre ello—. ¿Te gustaría ver dónde viven las bacterias?

Los ojos del otro se iluminaron.

—¿Aquí?

Él asintió.

—Muy cerca.