SESENTA Y TRES

4.30 horas

Zovastina bebió de una botella de agua y permitió que su pasajera siguiera inmersa en el flujo de sus torturados pensamientos. Durante la última hora habían volado en silencio, a pesar de que había atormentado a Cassiopeia con la posibilidad de que Ely Lund estuviera vivo. Sin duda, su prisionera estaba llevando a cabo una misión. ¿Personal? ¿O profesional? Eso aún estaba por ver.

—¿Cómo se enteraron el danés y usted de mis proyectos?

—Mucha gente conoce sus proyectos.

—Si lo saben tan bien, ¿por qué no me han detenido?

—Quizá estemos en ello.

La ministra sonrió.

—¿Un ejército de tres? ¿Usted, el anciano y el señor Malone? Por cierto, ¿Malone es amigo suyo?

—Departamento de Justicia de Estados Unidos.

Supuso que lo que había ocurrido en Amsterdam había generado interés, pero la situación no tenía sentido. ¿Cómo podían haberse movilizado los norteamericanos tan rápidamente y haber sabido que estaba en Venecia? ¿Michener? Quizá. Departamento de Justicia de Estados Unidos. Los estadounidenses. Y entonces otro problema cruzó también por su mente. Vincenti.

—No tiene usted ni idea de lo mucho que sabemos —dijo Cassiopeia.

—No necesito tener idea. La tengo a usted.

—No soy indispensable.

Zovastina dudó de esa afirmación.

—Ely me enseñó muchas cosas. Más de lo que nunca hubiera sospechado. Me abrió los ojos al pasado. Supongo que también se los abrió a usted.

—Esto no le va a funcionar. No puede usarlo contra mí.

Necesitaba quebrar a esa mujer. Todo su plan se había basado en moverse en secreto. Exponerse podía conducirla no sólo al fracaso, sino también a la represalia. Cassiopeia Vitt representaba, por el momento, la manera más fácil y rápida de averiguar cuál era el alcance de sus problemas.

—Fui a Venecia a encontrar respuestas —dijo—. Ely me lo indicó. Creía que el cuerpo que hay en la basílica podía conducir a la verdadera tumba de Alejandro Magno. Pensaba que ese lugar podía albergar el secreto de una antigua cura. Algo que podría ayudarlo incluso a él.

—Eso es un sueño.

—Pero un sueño que compartía con usted, ¿no es así?

—¿Está vivo?

Por fin, una pregunta directa.

—No me creerá, sea cual sea la respuesta.

—Pruébelo.

—No murió en ese incendio.

—Eso no es una respuesta.

—Eso es todo cuanto va a obtener usted.

El avión zozobró al atravesar una turbulencia que hizo vibrar las alas; los motores continuaron con su constante zumbido, conduciéndolas hacia el este. No había nadie más en la cabina aparte de ellas. Dos de sus guardaespaldas, que habían hecho el vuelo a Venecia, estaban muertos, y sus cadáveres eran ahora problema de Michener y de la Iglesia. Sólo Viktor había mantenido el tipo y se había comportado, como siempre.

Ella y su prisionera eran muy parecidas. Ambas se preocupaban por la gente que padecía VIH. Cassiopeia Vitt hasta el punto de haberse enrolado en un dudoso viaje a Venecia y ponerse en peligro físico y político. ¿Locura? Quizá.

Pero los héroes, a veces, han de actuar como locos.