SESENTA Y UNO

—¿Sabéis lo que es un escitalo? —preguntó Malone.

Ninguno de ellos lo sabía.

—Coges un bastón, lo envuelves con una tira de cuero, escribes tu mensaje en él, lo desenrollas y añades otras letras. La persona a quien quieres enviar el mensaje tiene un bastón similar, del mismo diámetro, así que cuando envuelve el bastón con la tira de cuero el mensaje es legible. Si se utiliza un bastón de otra medida, todo lo que se consigue es una maraña de letras. Los antiguos griegos utilizaban el escitalo para comunicarse secretamente.

—¿Cómo demonios sabe usted estas cosas? —preguntó Davis.

Malone se encogió de hombros.

—El escitalo era rápido, efectivo, y era difícil que se produjeran errores, lo que era muy importante en el campo de batalla. Un gran sistema para enviar un mensaje cifrado. Y, respondiendo a su pregunta, leo.

—Pero no tenemos el bastón correcto —dijo Davis—. ¿Cómo vamos a descifrarlo?

—Recuerde el enigma: «La vida proporciona la medida de la verdadera tumba». —Les mostró el medallón—. ZH. Vida. La moneda es la medida.

—«Pero sé cauteloso, pues sólo dispondrás de una oportunidad» —dijo Stephanie—. Esa tira de oro es muy delgada. No hay modo de desenrollarla y volver a enrollarla. Aparentemente, sólo tienes una oportunidad.

Malone asintió.

—Yo también lo creo.

Malone abrió la marcha; dejaron atrás la basílica y volvieron a los despachos eclesiásticos llevando consigo el medallón y la tira. Calculó que el decadracma tenía poco más de un centímetro de diámetro, así que empezaron a buscar algo que pudiera servirles. Un par de mangos de escoba que encontraron en un armario resultaron ser demasiado grandes, y otros pocos objetos, demasiado pequeños.

—Todas las luces están encendidas —señaló Malone—, pero no hay nadie por aquí.

—Michener despejó el edificio cuando Zovastina se quedó a solas en la basílica —dijo Davis—. Necesitábamos el menor número de testigos posible.

Cerca de una fotocopiadora, en unas estanterías, vieron unas velas. Malone cogió la caja y comprobó que su diámetro apenas era un poco mayor que el del medallón.

—Haremos nuestro propio escitalo.

Stephanie lo entendió inmediatamente.

—Hay una cocina bajo la entrada. Iré a buscar un cuchillo.

Depositó la tira de oro en su palma, protegiéndola con un pliego de papel que había encontrado en la taquilla del tesoro.

—¿Alguien sabe griego clásico? —preguntó.

Davis y Thorvaldsen negaron con la cabeza.

—Necesitaremos un ordenador. Cualquier palabra que haya en esta tira estará en griego clásico.

—Hay uno en el despacho donde estuvimos antes —sugirió Davis—, bajo la entrada.

Stephanie volvió con un cuchillo de cocina.

—¿Sabéis? Estoy preocupado por Michener —dijo Malone—. ¿Qué impedirá a Viktor matarlo una vez que Zovastina se haya ido y esté a salvo?

—Eso no va a ser ningún problema —repuso Davis—. Quería que Michener fuera con Viktor.

Malone estaba desconcertado.

—¿Por qué?

Edwin Davis lo miró fijamente, como si estuviera decidiendo si podía confiar en él.

Y eso irritó a Malone.

—¿Por qué?

Entonces Stephanie asintió y Davis dijo:

—Viktor trabaja para nosotros.

Viktor estaba asombrado.

—¿Quién es usted?

—Un sacerdote de la Iglesia católica, como le he dicho. Pero usted es mucho más de lo que parece. El presidente de Estados Unidos quiere que hable con usted.

La lancha estaba a punto de llegar al muelle. Al cabo de unos minutos, Michener se habría ido. El sacerdote había calculado bien el momento de revelarle lo que sabía.

—Me dijeron que Zovastina lo contrató cuando trabajaba en las fuerzas de seguridad de Croacia, donde ya había sido reclutado anteriormente por los norteamericanos. Les resultó usted útil en Bosnia, y cuando se dieron cuenta de que trabajaba para Zovastina, los estadounidenses retomaron la relación con usted.

Viktor juzgó que la información que le daba, toda ella cierta, se la proporcionaba para convencerlo de que el encargo era real.

—¿Por qué lo hizo? —preguntó Michener—. ¿Por qué vivir una mentira?

Decidió ser honesto.

—Digamos que preferí no ser juzgado por crímenes de guerra. Luché en el otro bando, en Bosnia. Todos hicimos cosas que lamentamos. Tranquilicé mi conciencia cambiando de bando y ayudando a los norteamericanos a capturar a los criminales más buscados.

—Lo que significa que los del otro bando lo odiarían si lo supieran.

—Algo así.

—¿Los norteamericanos todavía lo amenazan con eso?

—El asesinato no conoce límites. Tengo familia en Bosnia. La represalia en esa parte del mundo incluye a cualquiera que sea cercano a ti. Me fui para escapar de ciertas cosas, pero cuando los estadounidenses descubrieron que estaba trabajando para Zovastina tuve que elegir. O me vendía a los bosnios, o bien a ella. Así que decidí que lo más fácil era unirme a ellos.

—Está jugando usted a un juego peligroso.

Se encogió de hombros.

—Zovastina no sabe nada de mí. Ésa es una de sus debilidades. Cree que todos los que se encuentran a su alrededor están demasiado asustados o atemorizados para desafiarla.

Necesitaba saber.

—La mujer que estaba esta noche en la basílica, Cassiopeia Vitt, la que dejamos con Zovastina…

—Forma parte de esto.

Viktor se dio cuenta en ese momento de la gravedad del error que había cometido. Podía comprometerlo muy seriamente. Así que añadió:

—Nos conocimos en Dinamarca. Intenté matarla, a ella y a otros dos que estaban en la basílica. No tenía ni idea. Cuando le cuente a Zovastina lo que ha ocurrido, soy hombre muerto.

—Cassiopeia no hará tal cosa. Le hablaron de usted antes de llegar a la basílica, esta noche. Cuenta con que la ayude en Samarcanda.

Ahora comprendía sus extraños susurros en el crucero de la iglesia y por qué nadie de los que habían estado en Dinamarca había dicho nada delante de Zovastina.

La lancha llegó al muelle y Michener saltó.

—Ayúdela. Me han dicho que es una mujer con muchos recursos.

Y mataba sin inmutarse.

—Que Dios esté con usted, Viktor. Creo que lo necesitará.

—Es inútil.

El sacerdote esbozó una sonrisa.

—Eso es lo que yo solía pensar. —Meneó la cabeza—. Pero estaba equivocado.

Viktor era como Zovastina, un pagano, aunque no por razones religiosas o morales. Simplemente porque no se había preocupado por lo que le ocurriría después de morir.

—Una cosa más —dijo Michener—. En la basílica, Cassiopeia mencionó a un hombre llamado Ely Lund. Los norteamericanos quieren saber si está vivo.

Otra vez ese nombre. Primero, la mujer; ahora, Michener.

—Lo estaba. Pero no estoy seguro de que todavía lo esté.

Malone sacudió la cabeza.

—¿Tenéis a alguien dentro? Entonces, ¿para qué nos necesitáis?

—No podemos comprometerlo —dijo Davis.

—¿Tú lo sabías? —le preguntó a Stephanie.

Ella negó con la cabeza.

—No, hasta hace muy poco.

—Michener resultó ser el perfecto mensajero —explicó Davis—. No estábamos seguros de cómo iban a desarrollarse las cosas, pero al ordenar Zovastina que Viktor se lo llevara, funcionó a la perfección. Necesitamos a Viktor para ayudar a Cassiopeia.

—¿Quién es Viktor?

—No es uno de los nuestros, formado por nosotros —dijo Davis—. La CIA lo reclutó hace años. Un colaborador inesperado.

—¿Fue una captación amigable o no?

Sabía que muchos colaboradores cumplían con su servicio a la fuerza.

Davis vaciló.

—No fue amigable —respondió finalmente.

—Pues eso es un problema.

—El año pasado volvimos a contactar con él. Había demostrado su valía.

—Es demasiado opaco, no se puede confiar en él. No soy capaz de decirle el número de veces que he sido traicionado por colaboradores de ese tipo. Son unos vendidos.

—Como he dicho, a día de hoy, ha demostrado ser muy útil.

Malone no estaba en absoluto impresionado.

—Parece que no lleva usted mucho tiempo en este juego.

—Lo suficiente como para saber que hay que asumir riesgos.

—La distancia entre el riesgo y la estupidez no es mucha.

—Cotton —intervino Stephanie—, sé que fue Viktor quien nos llevó hasta Vincenti.

—Y ésa es la razón por la que Naomi está muerta. Otro motivo más para no confiar en él.

Malone depositó el amasijo de papel arrugado sobre la fotocopiadora y cogió el cuchillo que había traído Stephanie. Situó el medallón en el extremo de una de las velas. La moneda estaba deformada por el paso de los siglos, pero el diámetro casi coincidía. Apenas se necesitarían unos retoques para eliminar el exceso de cera.

Le dio la vela a Stephanie y desenrolló cuidadosamente el papel. Sus palmas estaban húmedas, lo que le sorprendió. Cogió la tira de oro por el borde, sosteniéndola suavemente entre su índice y su pulgar. Soltó la punta de la tira y empezó a enrollarla en la vela, que Stephanie sostenía firmemente.

Lentamente fue desenrollando la arrugada lámina.

Las letras que de otro modo eran inconexas se reordenaron conforme la espiral original se restauraba. Entonces recordó algo que había leído alguna vez sobre un escitalo: «Lo que sigue está unido a lo que lo precede».

Y el mensaje se reveló.

Seis letras griegas:

—Un buen modo de enviar un mensaje cifrado, entonces y ahora. Éste ha sido entregado dos mil trescientos años después.

El oro se pegaba a la vela y comprendió que la advertencia de Ptolomeo, «Pero sé cauteloso, pues sólo dispondrás de una oportunidad», había sido un buen consejo. Ahora no había modo de desenrollar la tira sin que se rompiera en mil pedazos.

—Vamos a por ese ordenador.