SESENTA

Federación de Asia Central

Vincenti concedió a Karyn Walde unos minutos para que asimilara lo que acababa de decirle. Recordó el momento en que él mismo se había dado cuenta por primera vez de que había descubierto la cura para el VIH.

—Le hablé del anciano de las montañas…

—¿Ahí fue donde lo encontró? —preguntó ella con expectación.

—Creo que «reencontrar» sería una palabra más precisa.

Nunca le había hablado de eso a nadie. ¿Cómo iba a hacerlo? Y ahora se encontró a sí mismo dispuesto a explicarlo.

—Es irónico cómo las cosas más simples resuelven los problemas más complejos. En las primeras décadas del siglo XX, el beriberi se extendió por toda China y mató a centenares de miles de personas. ¿Sabe usted por qué? Para que el arroz se vendiera mejor, los comerciantes empezaron a pulir el grano, lo que eliminó la tiamina, la vitamina Bl, de la cascara. Sin vitamina en su dieta, el beriberi se extendió sin freno entre la población. Cuando dejó de pulirse, la tiamina se encargó de la enfermedad.

»La corteza del tejo del Pacífico es un tratamiento efectivo contra el cáncer. No lo cura pero puede frenar el avance de la enfermedad. El simple moho del pan contiene antibióticos altamente efectivos que acaban con las infecciones bacterianas. Y algo tan básico como una dieta alta en grasas y baja en carbohidratos puede combatir eficazmente la epilepsia en algunos niños; cosas simples. Y entonces descubrí que ese mismo principio funcionaba con el sida.

—¿Qué había en la planta que masticó?

—Cosa, no. Cosas.

Vincenti vio cómo la aprensión de la mujer se desvanecía al darse cuenta de que lo que podía haber sido una trampa cambiaba rápidamente y se convertía en la solución.

—Hace treinta años inoculamos un virus en el torrente sanguíneo de unos monos. Nuestro conocimiento de los virus en ese momento era rudimentario si lo comparamos con lo que sabemos ahora. Realmente pensamos que era una variante de la rabia, pero la forma, la medida y la biología del organismo eran diferentes.

»En última instancia fue bautizado como VIS, el virus de inmunodeficiencia de los simios. Ahora sabemos que el VIS puede vivir en los monos indefinidamente sin dañar al animal. Primero pensamos que los monos tenían algún tipo de resistencia, pero luego nos dimos cuenta de que la resistencia provenía del virus, que, químicamente, se había dado cuenta de que no podía arrasar a todos los organismos biológicos con los que entraba en contacto. El virus aprendió a coexistir con los monos, sin que los monos supieran siquiera que eran portadores.

—Había oído algo al respecto —dijo ella—. Y también que el sida empezó con el mordisco de un mono.

Él se encogió de hombros.

—¿Quién sabe? Podría haber sido un mordisco o un arañazo; podría haber sido ingerido. Los monos son un alimento habitual en muchas dietas. No importa cómo ocurrió, el caso es que el virus dejó a los monos y encontró a los humanos. Lo vi de primera mano en el caso de un hombre llamado Charlie Easton; en su interior, el virus había cambiado de VIS a VIH.

Le dio más detalles sobre lo que había ocurrido varias décadas antes, no muy lejos de donde estaban, cuando Easton murió.

—El VIH no tenía ningún sentido de la autoprotección respecto a los humanos, a diferencia de cómo lo había hecho con los monos. Empecé a trabajar, clonando rápidamente las células en los nódulos linfáticos y duplicándolas. Charlie murió al cabo de unas pocas semanas. Pero no fue el primero. El primer caso que fue definitivamente diagnosticado fue el de un inglés, en 1959. Una muestra de suero congelado que se examinó en los noventa mostró VIH en su sangre, y los informes médicos confirmaron los síntomas del sida. Lo más probable es que tanto el SIV como el VIH existieran desde hace muchos siglos. La gente moría en pueblos aislados, y nadie se daba cuenta. Las infecciones secundarias, como la neumonía, eran lo que realmente mataba a la gente, así que los médicos confundían, por pura rutina, el sida con otras cosas. Originalmente, en Estados Unidos, fue bautizado como «neumonía gay». La mejor hipótesis que tenemos es que en los años cincuenta y sesenta, cuando África empezó a modernizarse y la gente comenzó a acumularse en las ciudades, la enfermedad se extendió. Finalmente, algún portador sacó el virus del continente. En los ochenta y los noventa, el VIH ya se había extendido por todo el mundo.

—Una de sus armas biológicas funcionó.

—Realmente nos parece muy poco apropiada para ese cometido. No se contrae con facilidad y no se erradica con facilidad. Lo que no es malo. Algo más fácil y tendríamos la moderna peste negra.

—La tenemos —dijo ella—, sólo que todavía no mata a la gente adecuada.

Comprendía a qué se refería. Hasta hacía poco existían dos principales cepas del virus: el VIH 1, prevalente en África, mientras que el VIH 2 persistía en los consumidores de drogas intravenosas y en los homosexuales. Posteriormente, habían empezado a aparecer nuevas variantes especialmente virulentas en el sureste asiático, que habían adquirido recientemente la etiqueta de VIH 3.

—Easton —dijo ella—. ¿Cree que lo infectó él?

—Entonces sabíamos muy poco sobre cómo se contagiaba el virus. Recuerde: cualquier arma biológica es inútil sin una cura. Así que cuando aquel viejo sanador se ofreció a llevarme a las montañas, fui. Me mostró la planta y me dijo que el jugo de sus hojas podía detener lo que él llamaba «fiebre». Así que comí algunas.

—¿Y no le dio a Easton? ¿Lo dejó morir?

—Le di el jugo de la planta, pero no surtió efecto.

Ella quedó desconcertada y él dejó que la pregunta quedara en suspense.

—Después de morir Charlie, catalogué el virus como un espécimen inaceptable. Los iraquíes sólo querían hablar de éxitos. Nos dijeron que obviáramos los fracasos. A mediados de los ochenta, cuando se consiguió aislar el VIH tanto en Francia como en Estados Unidos, lo reconocí. Al principio no le di mucha importancia; ¡demonios!, nadie excepto la comunidad gay se veía afectado. Pero hacia 1985 se empezó a hablar de ello en la industria farmacéutica. Quien encontrara la cura ganaría mucho dinero. Así que decidí empezar a investigar. Por entonces, ya sabía bastante más. Así que volví a Asia Central y contraté a un guía para que me llevara a las montañas y pudiera encontrar la planta. Recolecté algunas muestras, hice pruebas y llegué a estar bastante seguro de que esa maldita cosa eliminaba el VIH prácticamente con el contacto.

—Usted ha dicho que no funcionó con Easton.

—La planta es inútil. Cuando se la suministré a Charlie, las hojas estaban secas. No son las hojas, sino el agua. Allí fue donde las encontré.

Le mostró la jeringa.

—Bacterias.