Venecia
Malone siguió a los otros hacia el crucero sur de la basílica, donde se detuvieron ante el umbral apenas iluminado de unas puertas encajadas en un elaborado arco de estilo musulmán. Thorvaldsen sacó una llave y abrió las puertas de bronce.
En su interior, un vestíbulo abovedado conducía a una capilla. A la izquierda, iconos y relicarios llenaban los nichos de las paredes. A la derecha se situaba el tesoro, en el que los símbolos más frágiles y preciosos de la extinta república descansaban depositados en urnas o apoyados en las paredes.
—La mayoría de estos objetos provienen de Constantinopla —dijo Thorvaldsen—, cuando Venecia saqueó la ciudad en 1204. Pero las restauraciones, los incendios y los robos le han pasado factura. Cuando cayó la república de Venecia, la mayor parte de la colección fue fundida para conseguir oro, plata y piedras preciosas. Sólo estos doscientos treinta y ocho objetos han conseguido sobrevivir.
Malone admiró los deslumbrantes cálices, relicarios, cofres, cruces, bandejas e iconos hechos de mármol, madera, cristal, plata y oro. También observó ánforas, ampolletas, manuscritos y elaborados quemadores de incienso, todos ellos antiguos trofeos traídos desde Egipto, Roma o Bizancio.
—Bonita colección —dijo.
—Una de las más hermosas del planeta —afirmó Thorvaldsen.
—¿Y qué estamos buscando?
—Michener dijo que estaría por aquí —señaló Stephanie.
Se acercaron a una urna de cristal que contenía una espada, el báculo de un obispo, unos pocos recipientes hexagonales y varios relicarios dorados. Thorvaldsen usó otra de las llaves y abrió la urna. Entonces abrió uno de ellos.
—Lo guardan aquí, fuera de la vista.
Malone reconoció el objeto.
—Un escarabeo.
Durante el proceso de momificación, los embalsamadores egipcios adornaban rutinariamente el cuerpo purificado con centenares de amuletos. Muchos eran simplemente decorativos; otros se colocaban para sujetar los miembros del cadáver. El que ahora contemplaba se llamaba así por el insecto que adornaba su superficie —Scarabaeida.—, un escarabajo pelotero. La asociación siempre le había parecido extraña, pero los antiguos egipcios habían reparado en que los escarabajos parecían brotar de la inmundicia, así que identificaron el insecto con Chepera, el creador de todas las cosas, el padre de los dioses, que se hizo a sí mismo de la materia que había creado.
—Es un amuleto para el corazón —explicó.
Stephanie asintió.
—Eso fue lo que dijo Michener.
Sabía que todos los órganos corporales se eliminaban durante la momificación, excepto el corazón. Y siempre se colocaba un escarabeo sobre él como símbolo de la vida eterna. Ése era muy común: hecho de piedra verde, probablemente cornalina. Pero reparó en un detalle.
—Nada de oro. Normalmente, o estaban hechos de oro, o decorados con él.
—Razón por la que probablemente ha sobrevivido —apuntó Thorvaldsen—. La historia señala que el Soma, en Alejandría, fue asaltado por los últimos Ptolomeos. Arrancaron todo el oro, fundieron los sarcófagos que eran de este metal y se llevaron todo lo que tenía algún valor. Este pedazo de piedra no debió de significar nada para ellos.
Malone se inclinó y cogió el amuleto. Quizá diez centímetros de largo por cinco de ancho.
—Es más grande de lo normal —señaló—. Estas cosas suelen medir la mitad.
—Sabe usted mucho sobre ellas —dijo Davis.
Stephanie sonrió.
—El tipo lee. Al fin y al cabo, es librero.
Malone también sonrió, pero continuó observando el amuleto y se dio cuenta de que en los élitros del escarabajo había tres jeroglíficos grabados.
—¿Qué significan? —preguntó.
—Michener dijo que simbolizaban la vida, la estabilidad y la protección —respondió Thorvaldsen.
Dio media vuelta al amuleto. El reverso estaba grabado con la imagen de un pájaro.
—Lo encontraron con los huesos de san Marcos cuando fueron trasladados de la cripta al altar, en 1835 —dijo Thorvaldsen—. San Marcos fue martirizado en Alejandría y momificado, así que se creyó que este amuleto simplemente formaba parte de ese proceso. Pero como el hecho tenía ciertos tintes paganos, los Padres de la Iglesia decidieron no incluirlo con los restos del santo. Con todo, reconocieron su valor histórico y lo guardaron aquí, en el tesoro. Cuando la Iglesia conoció el interés de Zovastina por san Marcos, el amuleto adquirió mayor importancia. Y cuando Daniels me habló de él recordé las palabras de Ptolomeo.
Y él también: «Toca lo más íntimo de la ilusión dorada». Las piezas encajaron.
—La ilusión dorada era el propio cadáver, en Menfis, ya que estaba recubierto de oro. ¿Lo más íntimo? El corazón. —Señaló el amuleto—. Esto.
—Lo que significa que los restos que yacen en la basílica no son los de san Marcos —dijo Davis.
Malone asintió.
—Son otra cosa, eso es seguro. Algo que no tiene nada que ver con el cristianismo.
Thorvaldsen señaló el reverso.
—Éste es el jeroglífico egipcio para el fénix, el símbolo del renacimiento.
Otras partes del enigma centellearon en su cabeza.
«Divide el fénix».
Y supo exactamente qué tenía que hacer.
Cassiopeia se dio cuenta de que la pregunta de Zovastina la había afectado. «¿Y si Ely no está muerto?». Así pues, controló sus emociones y contestó tranquilamente:
—Pero lo está; desde hace meses.
—¿Está usted segura?
Cassiopeia se lo había preguntado muchas veces —¿cómo no hacerlo?—, pero combatió el dolor que le producía ese deseo y afirmó:
—Ely está muerto.
Zovastina cogió un teléfono y pulsó algunas teclas. Pasaron unos segundos; luego habló:
—Viktor, necesito que le expliques a alguien qué ocurrió la noche en que Ely Lund murió.
Zovastina le tendió el teléfono.
Cassiopeia no se movió. Recordó lo que le había dicho en la lancha. En realidad, nada.
—¿Puede usted permitirse no escuchar lo que tiene que decir? —preguntó Zovastina con un repugnante brillo de satisfacción en sus ojos negros.
Esa mujer conocía sus debilidades y de algún modo esa revelación asustó a Cassiopeia mucho más que cualquier cosa que Viktor pudiera decirle. Quería saber. Los últimos meses habían sido una tortura, pero…
—Métase ese teléfono por el culo.
Zovastina titubeó y luego sonrió. Finalmente dijo por el auricular:
—Quizá más tarde, Viktor. Ya puedes soltar al cura.
Y colgó.
El avión continuó elevándose entre las nubes, rumbo al este, hacia Asia.
—Viktor vigilaba la casa de Ely por orden mía.
Cassiopeia no quería oírlo.
—Entró por detrás. Ely estaba atado a una silla y el asesino se estaba preparando para dispararle. Viktor disparó primero al asesino, y luego me trajo a Ely e incendió la casa con el asesino dentro.
—No pretenderá que me trague eso.
—Hay mucha gente en mi propio gobierno que desearía verme muerta. Por desgracia, la traición forma parte de nuestra tradición política. Me temen y sabían que Ely me ayudaba. Así que ordenaron su muerte, como ordenaron que se eliminara a otros que también eran mis aliados.
Cassiopeia seguía sin creerlo.
—Ely es seropositivo.
La afirmación captó la atención de Cassiopeia.
—¿Cómo lo sabe?
—Él me lo contó. Le he estado proporcionando su medicación durante los últimos dos meses. A diferencia de usted, él confía en mí.
Cassiopeia sabía que Ely nunca le hubiera contado a nadie que estaba infectado. Sólo Henrik y Ely sabían que estaba enferma.
Ahora estaba confusa.
Pero se preguntaba si ésa no sería, precisamente, la intención de todo eso.
Malone pasó suavemente la mano por la pátina que cubría el amuleto, recorriendo con sus dedos el contorno del pájaro que para los egipcios representaba el fénix.
—Ptolomeo dijo que había que dividir el fénix.
Sacudió el artefacto y escuchó.
Nada se movió en su interior.
Thorvaldsen pareció entender lo que se disponía a hacer.
—Eso tiene más de dos mil años de antigüedad.
A Malone no podía importarle menos. Cassiopeia estaba en apuros y el mundo pronto sufriría una guerra biológica. Ptolomeo había compuesto un enigma que conducía, obviamente, al lugar donde Alejandro Magno había querido ser enterrado. El guerrero que se había convertido en faraón había poseído, aparentemente, buena información. Y si había dicho «divide el fénix», Malone iba a hacerlo.
Arrojó el objeto, boca abajo, contra el suelo de mármol. Éste saltó violentamente y aproximadamente un tercio del escarabeo se rompió, como si de una nuez se tratara. Distribuyó las piezas sobre el suelo y las examinó.
Entonces, algo salió rodando.
Los otros se arrodillaron junto a él.
Malone lo señaló y dijo:
—El interior estaba dividido, listo para partirse y lleno de arena.
Cogió el pedazo más grande y retiró la arena.
—Miren —indicó Edwin Davis.
Malone también lo vio. Retiró la arena con suavidad y reparó en un objeto cilíndrico, de poco más de un centímetro de diámetro. Entonces se dio cuenta de que en realidad no era un cilindro.
Era una tira de oro.
Enrollada.
Desenrolló cuidadosamente el pequeño legajo y observó algunas letras grabadas aparentemente al azar en uno de los lados.
—Griego —dijo.
Stephanie se acercó un poco más.
—Y fijaos qué delgada es esta pieza. Como una hoja.
—¿Qué es? —preguntó Davis.
La mente de Malone empezó a encajar las últimas piezas del rompecabezas. Los siguientes versos del enigma de Ptolomeo resultaban ahora decisivos: «La vida proporciona la medida de la verdadera tumba. Pero sé cauteloso, pues sólo dispondrás de una oportunidad».
Metió la mano en el bolsillo y encontró el medallón que Stephanie le había mostrado.
—En él están, casi invisibles, esas pequeñas letras, ZH. Y sabemos que Ptolomeo acuñó estos medallones cuando creó el acertijo.
Percibió un pequeño símbolo en uno de los lados e inmediatamente estableció la conexión.
—El mismo símbolo estaba en el manuscrito que me mostrasteis. En el extremo, bajo el enigma.
Vio claramente las palabras en su mente: «La vida proporciona la medida de la verdadera tumba».
—¿Qué tienen que ver los medallones de los elefantes con esta tira de oro? —preguntó Davis.
—Para saber eso —dijo Malone— debemos saber qué es esta tira.
Vio que Stephanie lo estaba entendiendo.
—¿Y tú lo sabes? —preguntó ella.
Él asintió.
—Sé exactamente lo que es.
Viktor soltó las amarras y dejó que la lancha se deslizara de vuelta al dique de San Marcos. Había llevado a Michener directamente desde la basílica hasta el lugar donde había amarrado pensando que el lugar más seguro para esperar la partida de Zovastina era el agua. Y allí habían permanecido, contemplando las cúpulas iluminadas y los pináculos, el palacio blanco y rosa del dogo, el campanil y las hileras de vetustos edificios, altos y sólidos, tachonados de balcones y ventanas, cubiertos todos ellos por el manto oscuro de la noche. Se alegraría cuando por fin dejara Italia.
Allí todo había salido mal.
—Ya va siendo hora de que usted y yo tengamos una charla —dijo Michener.
Había situado al sacerdote en la cabina delantera de la lancha, solo, mientras él esperaba la llamada de Zovastina, y Michener se había sentado cómodamente y permanecido en silencio.
—¿Y de qué tenemos que hablar?
—Quizá del hecho de que es usted un espía norteamericano.