Samarcanda
Vincenti se despertó. Estaba reclinado en el cómodo asiento de piel del helicóptero, rumbo al este, alejándose de la ciudad.
El teléfono que descansaba en su regazo vibraba.
Miró la pantalla: Grant Lyndsey, científico jefe del laboratorio de China. Se introdujo un auricular en el oído y respondió a la llamada.
—Estamos listos —informó su empleado—. Zovastina tiene todos los organismos y el laboratorio ha sido transformado. Todo limpio y a punto.
Teniendo en cuenta lo que Zovastina había planeado, a él no le hacía la menor gracia que Occidente o el gobierno chino asaltara su instalación y lo relacionaran con algo. En el proyecto sólo habían trabajado ocho científicos, Lyndsey a la cabeza, y de dicho trabajo ya no quedaba un solo vestigio.
—Paga a todo el mundo y que cada cual siga su camino. O’Conner irá a verlos y se ocupará de su jubilación. —Oyó el silencio al otro lado del teléfono—. No te preocupes, Grant. Reúne todos los datos de los ordenadores y ve a mi casa del otro lado de la frontera. Antes de actuar tendremos que esperar a ver qué hace la ministra con su arsenal.
—Saldré de inmediato.
Eso era lo que Vincenti quería oír.
—Te veré antes de que acabe el día. Tenemos cosas que hacer. Ponte en marcha.
Colgó y se acomodó de nuevo.
Su mente volvió al viejo enano de la cordillera del Pamir. Por aquel entonces Tayikistán era primitivo y hostil, la investigación médica que se había realizado se quedaba corta y apenas recibía visitantes. Por eso los iraquíes consideraron que la región era un lugar prometedor para el estudio de zoonosis desconocidas.
Dos pozas en lo alto de las montañas: una verde, la otra marrón.
Y la planta cuyas hojas había mascado.
Recordó el agua, tibia y límpida. Pero cuando alumbró con la linterna el somero líquido, recordó haber visto algo más extraño aún: dos letras talladas, una en cada piscina.
La Z y la H.
Cinceladas a partir de sendos bloques de piedra, descansando en el fondo.
Se acordó del medallón que Stephanie Nelle había querido mostrarle, uno de los varios que Irma Zovastina parecía resuelta a conseguir.
Y las diminutas letras que supuestamente había en el anverso: ZH.
¿Una coincidencia? Lo dudaba. Sabía lo que significaban las letras desde que los expertos a los que había consultado le dijeron que en griego clásico representaban el concepto de vida. Pensó que sería inteligente designar así cualquier futura cura del VIH; pero ahora ya no estaba tan seguro. Tenía la sensación de que su mundo se hundía y el anonimato del que había disfrutado se esfumaba de prisa. Los estadounidenses iban a por él, Zovastina iba a por él. Incluso la Liga Veneciana bien podría ir a por él.
Sin embargo, la suerte estaba echada.
No había vuelta atrás.
Malone miraba ora a Thorvaldsen, ora a Cassiopeia. Por lo visto, a ninguno de sus amigos le preocupaba lo más mínimo el aprieto en que se hallaban. Él y Cassiopeia podían abatir a Zovastina y a Viktor. Trató de dar a entender su intención con los ojos, pero ninguno parecía hacerle caso.
—Su papa no me asusta —le espetó Zovastina a Michener.
—Nosotros no pretendemos asustar a nadie.
—Es usted un santurrón.
Michener no respondió.
—No tiene nada que decir, ¿eh? —lo pinchó ella.
—Rezaré por usted, ministra Zovastina le escupió a los pies.
—No me hacen falta sus rezos, cura. —Le hizo un gesto a Cassiopeia—. Es hora de irnos. Deje el arco y las flechas, no va a necesitarlos.
Cassiopeia dejó en el suelo ambas cosas.
—Tome su arma —le dijo Viktor a la ministra al tiempo que se la tendía.
—Cuando estemos lejos, te llamaré. Si no tienes noticias mías dentro de tres horas, mata al cura. Y, Viktor —hizo una pausa—, asegúrate de que sufre.
Viktor y Michener salieron del presbiterio y echaron a andar por la oscura nave.
—Adelante —dijo Zovastina a Cassiopeia—. Va a comportarse, ¿no es así?
—Como si tuviera elección…
—El cura se lo agradecerá.
Cuando ambas mujeres abandonaron el presbiterio, Malone se dirigió a Thorvaldsen:
—¿Se van a ir sin más, sin que les respondamos?
—Era preciso —repuso Stephanie mientras ella y otro hombre surgían de las sombras del crucero sur.
Stephanie hizo las presentaciones. El flaco era Edwin Davis, asesor de Seguridad Nacional, la voz de antes por teléfono. Todo en él era pulcro y reservado, desde los planchados pantalones y la tiesa camisa de algodón hasta los lustrosos y estrechos zapatos de becerro. Malone hizo caso omiso de Davis y le preguntó a Stephanie:
—¿Por qué era preciso?
Quien contestó fue Thorvaldsen:
—No estábamos seguros de lo que iba a pasar. Sólo intentábamos hacer que pasara algo.
—¿Querías que se llevara a Cassiopeia?
El danés negó con la cabeza.
—No, pero por lo visto ella sí. Lo vi en sus ojos, así que aproveché la oportunidad y la contenté. Por eso te pedí que soltaras el arma.
—¿Te has vuelto loco?
Thorvaldsen se acercó más.
—Cotton, hace tres años yo presenté a Ely y a Cassiopeia.
—¿Qué tiene eso que ver con nada?
—Cuando Ely era joven tonteó con las drogas, no fue cuidadoso con las agujas y, por desgracia, contrajo el VIH. Llevaba bien la enfermedad, tomaba varios cócteles de medicamentos, pero no las tenía todas consigo. La mayoría de los infectados acaban contrayendo el sida y muriendo. Él tuvo suerte.
Malone esperó: había más.
—Cassiopeia también es seropositiva.
¿Había oído bien?
—Una transfusión de sangre, hace diez años. Toma los fármacos sintomáticos y también lo lleva bien.
Malone estaba estupefacto, pero ahora muchos de los comentarios de su amiga cobraban sentido.
—¿Cómo puede ser? Es tan activa, tan fuerte.
—Si se toman las medicinas a diario, es posible, siempre que el virus coopere.
Él miró a Stephanie fijamente.
—¿Tú lo sabías?
—Edwin me lo contó antes de venir aquí. Se lo dijo Henrik. Él y Henrik nos estaban esperando. Por eso Michener me llevó aparte.
—Entonces Cassiopeia y yo éramos prescindibles, ¿no? Alguien de quien poder desligarse.
—Algo así. No teníamos idea de lo que haría Zovastina.
—Maldito hijo de puta —dijo Malone, avanzando hacia Davis.
—Cotton —medió Thorvaldsen—. Yo di mi aprobación. Enfádate conmigo.
Malone se paró en seco y clavó la mirada en su amigo.
—¿Qué derecho tenías?
—Cuando tú y Cassiopeia abandonasteis Copenhague llamó el presidente Daniels. Me dijo lo que le había sucedido a Stephanie en Amsterdam y me preguntó qué sabíamos. Se lo conté, y él sugirió que podía ser útil aquí.
—¿Arrastrándome a mí? ¿Por eso me mentiste con lo de que Stephanie tenía problemas?
Thorvaldsen miró a Davis.
—A decir verdad, eso también me tiene a mí algo confuso. Yo sólo te dije lo que ellos me dijeron a mí. Por lo visto, el presidente nos quería a todos dentro.
Malone se enfrentó a Davis.
—No me gusta su forma de hacer las cosas.
—Lo comprendo, pero he de hacer lo que debo.
—Cotton, no había mucho tiempo para planear esto detenidamente —arguyó Thorvaldsen—. He ido improvisando sobre la marcha.
—¿Tú crees?
—Pero no pensaba que Zovastina fuese a cometer una estupidez aquí, en la basílica. No podía. Y la pillaríamos desprevenida. Por eso me avine a desafiarla. Naturalmente Cassiopeia era otra historia: ha matado a dos personas.
—Y a una más, en Torcello. —Se dijo a sí mismo que no debía perder el norte—. ¿De qué va todo esto?
—Una parte consiste en detener a Zovastina —respondió Stephanie—. Planea desencadenar una guerra sucia y posee los recursos necesarios para hacerlo a lo grande.
—Se puso en contacto con la Iglesia y ellos nos avisaron —añadió Davis—. Por eso estamos aquí.
—Podría habérnoslo dicho —le espetó Malone a Davis.
—No, señor Malone, no podíamos. He leído su hoja de servicios: fue un agente excelente, con una larga lista de misiones conseguidas y elogios. No me parece usted ingenuo, por lo que debería entender mejor que nadie cómo se juega a esto.
—Ésa es precisamente la cuestión —contestó él—. Que yo ya no participo en ese juego.
Se puso a caminar arriba y abajo intentando tranquilizarse. Luego se aproximó a la caja de madera abierta del suelo.
—¿Zovastina lo arriesgó todo sólo para echarles un vistazo a estos huesos?
—Ésa es la otra parte —dijo Thorvaldsen—, la más complicada. Leíste algunas páginas del manuscrito que encontró Ely sobre Alejandro Magno y el bebedizo. Ely llegó a creer, quizá tontamente, que a juzgar por los síntomas que se describían el bebedizo tal vez pudiera actuar sobre los patógenos virales.
—¿Como el VIH? —inquirió él.
Su amigo asintió.
—Sabemos que existen sustancias que se encuentran en la naturaleza (cortezas de árboles, plantas foliáceas, raíces) capaces de combatir las bacterias y los virus, tal vez incluso algunos tipos de cáncer. Él esperaba que ésa fuese una de ellas.
Malone recordó el manuscrito: «Presa de los remordimientos, y sintiendo que Ptolomeo era sincero, Eumenes reveló el lugar de descanso, que se hallaba muy lejos, en las montañas, donde los escitas le mostraron a Alejandro la vida».
—Los escitas fueron quienes le dieron a conocer el bebedizo a Alejandro. Eumenes dijo que Alejandro estaba enterrado donde los escitas le mostraron la vida. —Se le ocurrió una idea y le preguntó a Stephanie—: Tú tienes uno de los medallones, ¿no?
Ella le entregó la moneda.
—De Amsterdam. Lo recuperamos después de que los hombres de Zovastina intentaron hacerse con él. Nos han dicho que es auténtico.
Él sostuvo el decadracma a contraluz.
—El guerrero oculta dos letras diminutas: ZH —explicó Stephanie—. «Vida», en griego clásico.
«A continuación, Ptolomeo me entregó un medallón de plata que mostraba a Alejandro enfrentado a los elefantes. Me dijo que había acuñado las monedas en honor a esas batallas. Asimismo me pidió que volviera cuando hubiese resuelto su enigma. Pero un mes después Ptolomeo moría». Jerónimo de Cardia nuevamente.
Ahora lo sabía.
—Las monedas y el enigma guardan relación.
—Sin duda —convino Thorvaldsen—. Pero ¿de qué manera?
Malone no estaba dispuesto a dar explicaciones.
—Ninguno de vosotros me ha respondido: ¿por qué los habéis dejado marchar?
—Es evidente que Cassiopeia quería ir —replicó el danés—. Entre ella y yo dejamos caer suficiente información sobre Ely para intrigar a Zovastina.
—¿Por eso la llamaste por teléfono fuera?
Su amigo asintió.
—Necesitaba información. Yo no sabía lo que iba a hacer. Tienes que entenderlo, Cotton: Cassiopeia quiere saber qué le pasó a Ely, y las respuestas están en Asia.
A él le fastidiaba esa obsesión. ¿Por qué? No estaba seguro, pero así era. Igual que el dolor de su amiga, y su enfermedad. Demasiadas cosas. Demasiadas emociones para un hombre que se esforzaba por desoírlas.
—¿Qué piensa hacer cuando llegue a la Federación?
Thorvaldsen se encogió de hombros.
—No tengo ni idea. Zovastina sabe que estoy al tanto de su plan en líneas generales, se lo dejé bien claro, y sabe que Cassiopeia está relacionada conmigo. Aprovechará la oportunidad que le hemos dado para intentar sacarle a Cassiopeia lo que pueda…
—Antes de matarla.
—Cotton, eso es algo que Cassiopeia aceptó libremente —terció Stephanie—. Nadie le dijo que fuera.
Malone experimentó una nueva oleada de melancolía.
—No, sólo la dejamos marchar. ¿Está involucrado ese sacerdote?
—Tiene algo que hacer —contestó Davis—. Por eso se ofreció voluntario.
—Sin embargo, hay más —apuntó Thorvaldsen—. Lo que Ely descubrió, el enigma de Ptolomeo, es real. Y ahora tenemos todas las piezas para hallar la solución.
Malone señaló la caja.
—Ahí no hay nada. Es un callejón sin salida.
El danés negó con la cabeza.
—No es verdad. Esos huesos descansaron bajo nosotros, en la cripta, durante siglos antes de que los subieran aquí. —Thorvaldsen señaló el sarcófago abierto—. La primera vez que los extrajeron, en 1835, encontraron algo más. Sólo unos pocos lo saben. —Indicó el oscurecido crucero sur—. Se halla en el tesoro, desde hace mucho tiempo.
—Y querías que Zovastina se fuera para echar un vistazo, ¿no?
—Algo por el estilo. —El danés sostuvo en alto una llave—. Nuestra entrada.
—¿Eres consciente de que a Cassiopeia se le podría ir esto de las manos?
Él asintió con vehemencia.
—Plenamente.
Malone tenía que pensar, así que miró hacia el crucero sur y preguntó:
—¿Sabes qué hacer con lo que quiera que haya ahí?
Thorvaldsen negó con la cabeza.
—Yo no, pero contamos con alguien que tal vez sí.
Malone estaba perplejo.
—Henrik cree, y Edwin parece coincidir con él… —empezó a decir Stephanie.
—Se trata de Ely —aclaró Thorvaldsen—. Creemos que sigue vivo.