Samarcanda
Vincenti recordaba los primeros síntomas de que existía un problema. En un principio la enfermedad tenía todas las características de un resfriado; luego creyó que era gripe, pero pronto se hicieron patentes todos los efectos de una invasión viral.
Un caso de contaminación.
—¿Voy a morir? —gritó Charlie Easton desde el catre—. Quiero saberlo, maldita sea, dímelo.
Enjugó la empapada frente de Easton con un paño húmedo, como llevaba haciendo durante la última hora, y replicó en voz baja.
—Tienes que calmarte.
—Déjate de gilipolleces. Es el fin, ¿no.
Habían trabajado codo con codo durante tres años. No tenía sentido contestar con evasivas.
—No puedo hacer nada.
—Mierda, lo sabía. Tienes que pedir ayuda.
—Sabes que no puedo.
La remota ubicación del centro había sido elegida por los iraquíes y los soviéticos con sumo cuidado. El secreto era primordial, y el precio de ese secreto, funesto cuando se producía un error. Y un error era exactamente lo que se había producido.
Easton sacudía el catre con sus aprisionados brazos y piernas.
—Corta estas malditas cuerdas, déjame salir de aquí.
Había atado al idiota al saber que sus opciones eran limitadas.
—No podemos irnos.
—Que les den a las normas y que te den a ti. ¡Corta estas malditas cuerdas.
El cuerpo de Easton se agarrotó, su respiración se tornó fatigosa y por último sucumbió a la fiebre y perdió el conocimiento.
Por fin.
Vincenti se apartó del catre y cogió una libreta que había empezado hacía tres semanas, en la primera página el nombre de su compañero. En ella había anotado un cambio progresivo del color de la piel: de normal a amarilla y a un tono ceniciento tal que el hombre parecía muerto. Había registrado una increíble pérdida de peso, unos veinte kilos en total, casi cinco en un período de tan sólo dos días, la ingesta reduciéndose a un trago de agua tibia de vez en cuando y unos sorbitos de caldo.
Y la fiebre.
Unos furiosos 39,4°C. constantemente, a veces más, el agua escapando más aprisa de lo que se podía reponer, el cuerpo literalmente evaporándose ante sus ojos. Durante años habían utilizado animales para sus experimentos, Bagdad les proporcionaba infinidad de gibones, babuinos, monos verdes, roedores y reptiles. Pero allí, por vez primera, se podían medir con precisión los efectos en un ser humano.
Clavó la mirada en su compañero. El pecho de Easton subía con unas respiraciones cada vez más laboriosas, la mucosidad dejándose oír en la garganta, el sudor corriendo por la piel como gotas de lluvia. Apuntó todas sus observaciones en el diario y se guardó el bolígrafo.
Se levantó y se frotó las gomosas piernas para desentumecerlas. Después salió pesadamente a una noche fría y despejada. Se preguntó cuánto más aguantarían los deteriorados tejidos de Easton.
Lo que planteaba el problema de qué hacer con el cuerpo.
No existía protocolo alguno que contemplara esa clase de emergencia, así que tendría que improvisar. Por suerte, los que habían construido el centro habían tenido el detalle de incluir un incinerador para deshacerse de los animales que se empleaban en los experimentos. Pero para conseguir que el homo funcionara con algo tan grande como un cuerpo humano habría que recurrir al ingenio.
—¡Veo ángeles, están aquí, alrededor! —chilló Easton desde el catre.
Vincenti volvió dentro.
Ahora Easton había perdido la vista. Él no estaba seguro de si habría sido la fiebre o una infección secundaria la que le había destrozado la retina.
—Ha venido Dios, lo veo.
—Claro, Charlie, seguro.
Le tomó el pulso. La sangre corría a toda prisa por la carótida. Escuchó su corazón, que latía como un tambor, y comprobó la tensión arterial: a punto de colapsarse. La temperatura corporal seguía siendo de 39,4°C.
—¿Qué le digo a Dios? —inquirió Easton.
Él miró a su compañero y replicó.
—Hola.
Acercó una silla y vio cómo la muerte se apoderaba de él. El final acaeció veinte minutos más tarde y no pareció violento ni doloroso. Tan sólo una última inspiración, profunda, larga. Sin contrapartida.
Anotó el día y la hora en el diario y a continuación extrajo sangre y tomó una muestra de tejido. Luego enrolló el fino colchón y las sucias sábanas alrededor del cuerpo y llevó el apestoso fardo afuera, a un cobertizo contiguo. Allí ya había dispuesto un escalpelo, afilado al máximo, y un serrucho de cirujano. Se enfundó unos gruesos guantes de goma y separó las piernas del torso. La demacrada carne se cortaba con facilidad, los huesos eran quebradizos, los músculos afectados ofrecían la resistencia del pollo hervido. Amputó ambos brazos y arrojó los cuatro miembros al incinerador, observando sin emoción alguna cómo eran pasto de las llamas. Ya sin extremidades, el torso y la cabeza entraron con facilidad por la puerta de hierro. Acto seguido troceó el ensangrentado colchón y lo introdujo a toda prisa, junto con las sábanas y los guantes, en el horno.
Cerró la portezuela y se fue.
Listo. Por fin.
Se sentó en el pedregoso suelo a contemplar la noche. Contra él telón de fondo añil de un firmamento montañoso, recortándose como una sombra más oscura aún, se erguía él tiro de ladrillo del incinerador. El humo ascendía arrastrando consigo el hedor a carne humana.
Se tendió y se entregó al sueño con gusto.
Vincenti recordaba ese sueño de hacía más de veinticinco años. E Iraq. Menudo infierno: caluroso y deprimente. Un lugar solitario y desolado. ¿Qué fue lo que concluyó la comisión de la ONU tras la primera guerra del Golfo? «Teniendo en cuenta su misión, las instalaciones eran absolutamente arcaicas, pero dentro del clima frenético reinante se las consideraba punteras». Esos inspectores no estuvieron allí; él, sí. Joven y flaco, la cabeza llena de pelo e ideas. Un virólogo de primera. A él y a Easton terminaron destinándolos a un laboratorio remoto de Tayikistán, donde colaborarían con los soviéticos, que controlaban la zona, en un centro escondido en las estribaciones del Pamir.
¿Cuántos virus y bacterias habían analizado? Organismos naturales que pudiesen utilizarse como armas biológicas, algo que eliminara al enemigo y, sin embargo, preservara su infraestructura. No era preciso bombardear a la población, malgastar balas, arriesgarse a una contaminación nuclear o poner en peligro a los soldados. Un organismo microscópico podía hacer el trabajo sucio, la sencilla biología, el catalizador de una derrota segura.
Los criterios de trabajo para lo que quisiera que encontraran eran simples: los virus tenían que ser rápidos, biológicamente identificables, susceptibles de ser contenidos y, lo más importante, curables. Cientos de tipos fueron descartados solamente porque no se pudo hallar una forma factible de detenerlos. ¿De qué serviría infectar a un enemigo si no se podía proteger a la población propia? Los cuatro criterios habían de ser satisfechos antes de catalogar un espécimen. Casi veinte habían superado la prueba.
Vincenti nunca había aceptado lo que divulgó la prensa tras la Convención sobre Armas Bacteriológicas de 1972: que Estados Unidos dejaba la carrera armamentística biológica y acababa con todos sus arsenales. El ejército no desecharía décadas de investigación sólo porque un puñado de políticos decidieran unilateralmente que había que hacerlo. Él creía que al menos unos cuantos de esos organismos se hallaban almacenados en las cámaras frigoríficas de alguna institución militar anodina.
Personalmente, él había encontrado seis patógenos que reunían todos los criterios.
Pero la muestra 65-G fallaba siempre.
La descubrió en 1979, en el torrente circulatorio de los monos verdes que habían enviado para los experimentos. Por aquel entonces la ciencia convencional jamás habría reparado en ello, pero gracias a su excepcional formación en virología y al equipo especial que proporcionaban los iraquíes lo encontró: algo de aspecto extraño —esférico— repleto de ARN y enzimas. Si se exponía al aire se evaporaba, y en el agua la pared celular se venía abajo. Por el contrario, reclamaba plasma tibio y parecía extendido en todos los monos verdes con los que se tropezó.
Y, sin embargo, no parecía afectar a ninguno de los animales.
Lo de Charlie Easton, no obstante, fue otra cuestión. Maldito idiota. Uno de los monos lo había mordido hacía dos años, pero él no se lo contó a nadie hasta tres semanas antes de morir, cuando aparecieron los primeros síntomas. Una muestra de sangre confirmó que tenía la 65-G, y al final Vincenti se sirvió de la infección de Easton para estudiar los efectos del virus en los humanos, concluyendo que el organismo no era una arma biológica eficaz: demasiado impredecible, esporádico y excesivamente lento para ser un agente ofensivo eficaz.
Sacudió la cabeza.
Era increíble lo ignorante que había sido.
Un milagro que hubiera sobrevivido.
Se hallaba de nuevo en su habitación del Intercontinental mientras en Samarcanda amanecía poco a poco. Necesitaba descansar, pero el encuentro con Karyn Walde le había dado energías.
Recordó al anciano curandero.
¿Fue en 1980? ¿O en 1981?
En el Pamir, alrededor de dos semanas antes de que muriera Easton. Ya había visitado la aldea varias veces, procurando aprender cuanto pudiera. A esas alturas, el anciano sin duda habría muerto. Ya entonces su edad era bastante avanzada.
Así y todo…
El anciano correteaba descalzo por la parda ladera con la agilidad de un gato, las plantas de los pies como el cuero. A Vincenti, que iba en pos, le dolían los tobillos y los dedos incluso con las pesadas botas que llevaba. Nada era llano. Por todas partes había pedruscos que frenaban su avance, afilados, implacables. La aldea se hallaba a un kilómetro y medio de distancia, a unos trescientos metros sobre el nivel del mar, la ruta que seguía llevándolos más arriba incluso.
El hombre era un curandero tradicional, una combinación de médico de cabecera, sacerdote, adivino y hechicero. No sabía mucho inglés, pero hablaba algo de chino y turco. Era como un enano con rasgos europeos y barba hendida mongola, y vestía una especie de manta con hilos de oro y un gorro de vivos colores. En la aldea, Vincenti había observado que el hombre trataba a los lugareños con un mejunje hecho a base de raíces y plantas que administraba meticulosamente gracias a una inteligencia forjada a lo largo de décadas de ensayo y error.
—¿Adónde vamos? —preguntó él al cabo.
—A responder a su pregunta y encontrar lo que detendrá la fiebre de su amigo.
A su alrededor, un estadio de picos blancos formaba una tribuna de cumbres vírgenes. Unas nubes que amenazaban tormenta humeaban de las cimas más altas. Sartas de hilos plateados y rojos otoñales y densas no cedas ponían la nota de color a la, por lo demás, momificada escena. A lo lejos se oía un torrente de agua.
Llegaron a un saliente y él siguió al anciano por una hendidura púrpura que se abría en la roca. Sabía por sus estudios que las montañas que lo rodeaban seguían vivas, crecían lentamente unos seis centímetros al año.
Salieron a una cavidad oval cercada por más piedra. La luz era escasa, de manera que cogió la linterna que el anciano le había instado a llevar.
En el rocoso suelo había dos pozas de unos tres metros de diámetro, en una de las cuales llamaba la atención el borboteo espumoso de la energía termal. Vincenti acercó la linterna y reparó en que eran de distinto color: la activa, de un marrón rojizo; la tranquila, verde como la espuma del mar.
—La fiebre que describe no es nueva —aseguró el anciano—. Se sabe desde hace muchas generaciones que la causan los animales.
Una de las razones por las que lo habían enviado a él allí era aprender más cosas sobre los yaks, las ovejas y los enormes osos que poblaban la región.
—¿Cómo lo sabe.
—Observamos, pero sólo a veces superan la fiebre. Si su amigo tiene la fiebre, esto ayudará. —Señaló la poza verde, la serena superficie perturbada únicamente por algunas plantas flotantes. Parecían nenúfares, sólo que más tupidos, la flor central intentando captar unas preciadas gotas de lu. en medio de aquella oscuridad—. Las hojas lo salvarán. Debe mascarlas.
Él metió la mano en el agua y se llevó dos dedos a la boca: no sabía a nada. En cierto modo esperaba notar el carbonato, que se hallaba presente en otros manantiales de la región.
El hombre se arrodilló y bebió una buena cantidad con la mano.
—Es buena —dijo risueño.
Él también bebió: tibia, como una taza de té, y dulce. Así que tomó más.
—Las hojas lo curarán.
Vincenti tenía una pregunta.
—¿Es común esta planta.
El anciano asintió.
—Pero sólo sirven las de esta poza.
—¿Por qué.
—No lo sé. La voluntad divina, tal vez.
Él lo dudaba.
—¿La conocen otras aldeas? ¿Otros curanderos.
—Yo soy el único que la utiliza.
Vincenti extendió la mano y atrajo hacia sí una de las vainas para estudiar su biología: era una traqueofita, las hojas peltadas unidas al tallo y con una compleja red vascular. Ocho estípulas gruesas y carnosas rodeaban la base y constituían una plataforma flotante. El tejido epidérmico era verde oscuro, las paredes de la hoja llenas de glucosa. Del centro salía un pedúnculo corto que probablemente actuase de superficie fotosintética, dado el escaso espacio de la hoja. Los pétalos de la flor, suaves y blancos, se hallaban dispuestos en verticilo y no olían a nada.
Echó un vistazo debajo. Unas fibrosas raíces marrones, similares a la cola de un mapache, se extendían por el agua en busca de nutrientes. A juzgar por las apariencias, parecía una especie bien adaptada.
—¿Cómo supo que funcionaba.
—Mi padre me lo enseñó.
Sacó la planta del agua y sostuvo la vaina en la mano. Un agua templada se escurrió entre sus dedos.
—Hay que mascar bien las hojas y tragarse el jugo.
Vincenti rompió un pedazo y se lo acercó a la boca. Miró al anciano: los alfileres de sus ojos observándolo serenos y confiados. Se metió la hoja en la boca y la masticó. Sabía amarga, acre, como el alumbre…, y a rayos, como el tabaco.
Extrajo el jugo y se lo tragó. Casi le dieron arcadas.