CINCUENTA Y DOS

Venecia

Zovastina se levantó y se encaró con el intruso. Era bajo, contrahecho, de pelo y cejas abundantes, y hablaba con una voz madura y quebradiza. Las arrugas, las mejillas chupadas, el cabello erizado y las manos venosas eran todos rasgos indicativos de la edad.

—¿Quién es usted? —demandó ella.

—Henrik Thorvaldsen.

La ministra lo conocía: era uno de los hombres más ricos de Europa, danés. Pero ¿qué estaba haciendo allí?

Viktor reaccionó en el acto y levantó la pistola. Ella extendió una mano y lo contuvo, sus ojos diciendo: vamos a ver qué quiere.

—He oído hablar de usted.

—Y yo de usted. De burócrata soviética a forjadora de naciones. Todo un logro.

Zovastina no estaba de humor para cumplidos.

—¿Qué está haciendo aquí?

Thorvaldsen se acercó a la caja de madera.

—¿De verdad pensaba que Alejandro Magno se encontraba ahí?

El tipo sabía de qué iba aquello.

—«Y tú, aventurero, ya que mi voz inmortal, aunque lejana, inunda tus oídos, escucha mis palabras. Navega hasta la capital que fundó el padre de Alejandro, donde los sabios montan guardia. Toca lo más íntimo de la ilusión dorada. Divide el fénix. La vida proporciona la medida de la verdadera tumba. Pero sé cauteloso, pues sólo dispondrás de una oportunidad».

Zovastina hizo un esfuerzo por disimular su sorpresa al oír el recitado del danés.

Sin duda sabía de qué iba aquello.

—¿Cree que es la única que está al tanto? —le preguntó él—. ¿Tan presuntuosa es?

Ella agarró la pistola de Viktor y apuntó a Thorvaldsen. —Lo bastante para matarlo.

Malone estaba preocupado. Él y Cassiopeia se encontraban quince metros más arriba y a una distancia de tres cuartas partes de un campo de fútbol de donde Thorvaldsen desafiaba a Irina Zovastina mientras Viktor miraba. Michener los había introducido en la basílica por el atrio oeste y acompañado hasta una empinada escalera. En lo alto, los muros, los arcos y las cúpulas reflejaban la arquitectura de debajo, pero en lugar de una imponente fachada de mármol y mosaicos centelleantes, el museo y la tienda de regalos de la parte superior de la basílica sólo estaban revestidos de paredes de ladrillo.

—¿Qué demonios está haciendo aquí? —musitó Malone—. Acaba de llamarte cuando estábamos fuera.

Se hallaban agazapados detrás de una balaustrada de piedra, al otro lado de la cual se disfrutaba de una vista panorámica de las inmensas cúpulas abovedadas, cada una de ellas descansando su peso sobre macizos pilares de mármol. Los mosaicos dorados del techo resplandecían gracias a la luz incandescente, el piso de mármol y las oscuras capillas laterales sumidas en distintas tonalidades de negro y gris. El presbiterio, al otro extremo, donde se encontraba Thorvaldsen, parecía un claro escenario en un teatro lóbrego.

—¿No piensas responderme?

Cassiopeia guardaba silencio.

—Empiezo a estar hasta las narices de vosotros dos.

—Te dije que te fueras.

—Puede que Henrik esté abarcando demasiado.

—Zovastina no le va a disparar. Al menos, no hasta que sepa a qué ha venido.

—Y, ¿a qué ha venido?

Más silencio.

Tenían que cambiar de sitio.

—¿Y si nos colocamos ahí?

Malone señaló a la izquierda, al crucero norte y a otra galería desde la que se veía el presbiterio.

—El museo da la vuelta por allí. Estaremos más cerca y podremos enterarnos de lo que dicen.

Ella señaló a la derecha.

—Yo iré por ahí. Seguro que desde aquí se puede llegar al crucero sur. Así estaremos uno a cada lado.

El corazón de Viktor iba a mil por hora. Primero la mujer y ahora el presunto propietario del museo. Seguro que el otro tipo también estaba vivo. Y probablemente cerca. Sin embargo, se percató de que Thorvaldsen no le prestaba atención.

Ni la menor señal de que lo reconociera.

Zovastina observaba al danés a través de la mira del arma.

—Soy consciente de que usted es pagana —dijo él tranquilamente—, pero ¿me pegaría un tiro aquí, en el altar de una iglesia cristiana?

—¿Cómo es que conoce el enigma de Ptolomeo?

—Ely me habló de él.

Ella bajó la pistola e intentó calar al intruso.

—¿De qué lo conocía?

—Él y mi hijo eran amigos. Desde pequeños.

—¿Por qué ha venido?

—¿Por qué es importante encontrar la tumba de Alejandro Magno?

—¿Hay alguna razón por la que deba hablar de eso con usted?

—Veamos si puedo darle alguna. En la actualidad, posee casi treinta zoonosis que ha reunido a partir de distintos animales exóticos, muchos de los cuales ha robado de zoos y otras entidades privadas. Tiene al menos dos laboratorios de armas biológicas a su disposición, uno dependiente de su gobierno y el otro de Philogen Pharmaceutique, una sociedad anónima controlada por un hombre llamado Enrico Vincenti. Ustedes dos, además, son miembros de la Liga Veneciana. ¿Voy bien?

—Todavía respira, ¿no?

Thorvaldsen sonrió con aparente satisfacción.

—Cosa que le agradezco. También tiene un formidable ejército, con casi un millón de soldados, ciento treinta cazas, diversos transportes y aviones de apoyo, bases apropiadas y una excelente red de comunicaciones. Todo lo que querría un déspota ambicioso.

A ella no le hacía gracia que Viktor estuviera escuchando, pero tenía que oír más a toda costa, de manera que se volvió hacia él y le ordenó:

—Averigua qué hacen los otros dos y asegúrate de que estamos solos.

¿Los otros dos?

Malone oyó las palabras cuando se situaba tras otro antepecho de piedra, éste sobre el presbiterio, a menos de cincuenta metros por encima de Thorvaldsen y Zovastina. Cassiopeia se encontraba más o menos a la misma distancia al otro lado de la nave, en el crucero sur, en idéntica posición elevada.

No la veía, pero esperaba que hubiese oído aquello.

Cuando Viktor se hubo marchado, Zovastina lanzó una mirada iracunda a Thorvaldsen.

—¿Pasa algo porque quiera defender mi nación?

—«No os convirtáis en presa y botín de los enemigos. Que pronto arrasarán éstos vuestra ciudad buena para vivir».

—Lo que le dice Sarpedón a Héctor en la Ilíada. Se ha informado sobre mí. Permita que yo aporte otra cita: «No careceremos de valor en la medida que nuestras fuerzas nos asistan».

—Usted no tiene intención de defender nada; está preparando un ataque. Esas zoonosis son ofensivas. Irán, Afganistán, Pakistán, la India. Sólo hubo un hombre que los conquistó: Alejandro Magno. Pero sólo pudo conservar ese territorio un puñado de años. Desde entonces, otros conquistadores lo han intentado, en vano. Hasta los norteamericanos probaron suerte con Iraq. Pero usted, ministra, usted pretende vencerlos a todos.

Zovastina tenía una fuga, y enorme. Debía volver a casa y resolver el problema.

—Quiere hacer lo que hizo Alejandro, pero al revés. En lugar de que Occidente conquiste Oriente, esta vez será Oriente quien domine. Pretende apoderarse de todos sus vecinos, y encima cree que Occidente se lo permitirá, pensando que usted será su amiga. Pero su idea no es detenerse ahí, ¿eh? También quiere hacerse con Oriente Próximo y Arabia. Usted tiene petróleo, abunda en el antiguo Kazajistán, pero vende barato la mayor parte a Rusia y Europa, así que desea contar con una nueva fuente, una que le proporcione mayor poder incluso en el mundo entero. Sus zoonosis podrían lograrlo. Con ellas podría aniquilar una nación en cuestión de días, doblegarla. Para empezar, ninguno de sus posibles Estados-víctima es muy ducho en el arte de la guerra, y cuando sus gérmenes hayan terminado su labor, estarán indefensos.

Ella todavía empuñaba el arma.

—Occidente debería agradecer el cambio.

—Preferimos lo malo conocido. Y, a diferencia de lo que creen todos esos Estados árabes, Occidente no es su enemigo.

Malone escuchaba atentamente. Thorvaldsen no era tonto, así que estaba desafiando a Zovastina por algún motivo. El hecho en sí de que el danés estuviera allí era de lo más raro. El último viaje que había hecho había sido a Austria, el otoño anterior. Y ahí estaba ahora, en una basílica italiana en mitad de la noche, pinchando a una déspota armada.

Había visto salir a Viktor del presbiterio y meterse en el crucero sur, debajo de donde se encontraba Cassiopeia. Su mayor preocupación era una escalera abierta que quedaba a unos cinco metros y bajaba a la nave. Si la había a ese lado, en el crucero norte, seguro que había otra en el lado sur, ya que a los constructores medievales, más que cualquier otra cosa, les encantaba la simetría.

Estaba rodeado de más muros de mampostería desnudos además de objetos de arte, tapices, encajes y cuadros, la mayoría en vitrinas de cristal o en mesas.

Una sombra apareció en la iluminada escalera y bailoteó por las paredes de mármol, agrandándose cada vez más: uno de los guardaespaldas de Zovastina.

Subía a la segunda planta.

E iba directo hacia él.