CINCUENTA

Venecia

Viktor pasó a toda prisa ante la fachada occidental de la basílica, vivamente iluminada. En lo alto, el propio san Marcos montaba guardia en mitad de la negrura sobre un león dorado con las alas extendidas. El corazón de la plaza quedaba a su izquierda, acordonado, un gran número de policías pululando por el amplio empedrado. Se había congregado una multitud, y por los retazos de conversación que pudo captar se enteró de que se había producido un tiroteo. Eludió el espectáculo y se dirigió a la entrada norte de la iglesia, la que Zovastina le había dicho que utilizara.

Lo desconcertaba la aparición de la mujer con el arco. Debería haber muerto en Dinamarca. Y, si ella no estaba muerta, seguro que los otros dos problemas también respiraban aún. Las cosas empezaban a salirse de madre. Debería haber esperado hasta asegurarse de que la mujer se ahogaba en la laguna, pero Zovastina aguardaba y él no podía llegar tarde.

Seguía viendo morir a Rafael una y otra vez.

Lo único que le importaría a Zovastina era si su muerte había levantado sospechas, pero ¿cómo iba a hacerlo? No encontrarían su cuerpo, tan sólo fragmentos de hueso y cenizas.

Como cuando ardió la casa de Ely Lund.

—¿Va a matarme? —preguntó Ely—. ¿Qué he hecho yo? —El intruso blandía un arma—. ¿Qué amenaza puedo suponer yo.

Viktor no estaba a la vista, sino en una habitación contigua, escuchando.

—¿Por qué no me responde? —inquirió Ely, alzando la voz.

No he venido a hablar —respondió el otro.

Sólo ha venido a pegarme un tiro, ¿no.

Hago lo que me ordenan.

—¿Y no sabe por qué.

No me importa.

El silencio inundó la estancia.

Ojalá pudiera haber hecho unas cuantas cosas más —se lamentó finalmente Ely, el tono melancólico, rebosante de resignación, sorprendentemente tranquilo—. Siempre pensé que me mataría mi enfermedad.

Viktor aguzó el oído con renovado interés.

—¿Está infectado? —preguntó el extraño, la voz teñida de cierto recelo—. No parece enfermo.

No tendría por qué, pero sigue ahí.

Viktor oyó el inconfundible clic del arma.

Él había permanecido fuera viendo arder la casa. El exiguo cuerpo de bomberos de Samarcanda no había hecho gran cosa. Al cabo, las paredes se desplomaron sobre sí mismas y el fuego griego lo consumió todo.

Ahora sabía algo más: la mujer de Copenhague quería lo bastante a Ely Lund para vengar su muerte.

Rodeó la basílica y vio la entrada norte. Al otro lado de las abiertas puertas de bronce aguardaba un hombre.

Viktor recuperó la compostura.

La ministra lo querría centrado y contenido.

Zovastina le devolvió a Michener el concordato firmado.

—Ahora concédame mis treinta minutos.

El nuncio hizo una señal y los sacerdotes salieron del presbiterio.

—Lamentará haberme presionado —amenazó ella.

—Puede que descubra que el Santo Padre es duro de pelar.

—¿Cuántos ejércitos tiene su papa?

—Muchos han planteado esa misma pregunta, pero para doblegar el comunismo no hizo falta ejército alguno. Juan Pablo II lo hizo estupendamente él sólito.

—¿Y su papa es igual de astuto?

—Si lo cabrea, lo averiguará.

Michener se alejó, dejó atrás el iconostasio y echó a andar por la nave, desapareciendo cerca de la puerta principal de la basílica.

—Volveré dentro de media hora —anunció desde la oscuridad.

Entonces ella vio a Viktor en la penumbra. Se cruzó con Michener, que lo saludó con un movimiento de la cabeza. Los otros dos guardaespaldas permanecían a un lado.

Viktor entró en el presbiterio, la ropa mojada y sucia, el rostro tiznado.

Zovastina sólo hizo una pregunta: —¿Lo tienes? Él le entregó el medallón—. ¿Qué opinas? —quiso saber ella.

—Parece auténtico, pero no he tenido ocasión de comprobarlo. Zovastina se metió la moneda en el bolsillo. Más tarde. A diez metros de distancia esperaba el sarcófago abierto, lo único que importaba en ese momento.

Malone fue el último en salir de la lancha al muelle de cemento. Habían vuelto al centro, a San Marcos, donde la famosa plaza finalizaba en la laguna. Las olas batían contra los postes móviles y zarandeaban las góndolas que estaban allí amarradas. Seguía habiendo mucha policía y muchos más mirones que hacía una hora.

Stephanie señaló a Cassiopeia, que se abría paso a codazos entre una concurrida hilera de puestos callejeros, dispuesta a llegar a la basílica, el arco y el carcaj de nuevo en bandolera.

—Hay que atar corto a Pocahontas.

—Señor Malone.

Entre el gentío, Malone vio a un hombre de unos cuarenta y muchos años vestido con unos chinos, una camisa de manga larga y una chaqueta de algodón que se dirigía a su encuentro. Cassiopeia también pareció oír el saludo, ya que se detuvo y fue hasta donde estaban Malone y Stephanie.

—Soy monseñor Colin Michener —se presentó éste al llegar.

—No tiene usted pinta de sacerdote.

—Esta noche, no. Pero me dijeron que lo esperara, y he de reconocer que la descripción que me dieron fue exacta: alto, cabello claro y con una mujer de más edad a la zaga.

—¿Cómo dice? —espetó Stephanie.

Michener sonrió.

—Me advirtieron que es usted picajosa con lo de la edad.

—¿Quién se lo advirtió? —quiso saber Malone.

—Edwin Davis —repuso Stephanie—. Mencionó que tenía una fuente impecable. Usted, supongo.

—Conozco a Edwin desde hace tiempo.

Cassiopeia señaló la iglesia.

—¿Ha entrado otro hombre en la basílica? ¿Bajo, fornido, en vaqueros?

El sacerdote asintió.

—Ha ido al encuentro de la ministra Zovastina. Se llama Viktor Tomas y es el jefe de la guardia personal de Zovastina.

—Está usted bien informado —comentó Malone.

—Yo diría que el que lo está es Edwin, pero hay una cosa que no supo decirme. ¿De dónde viene ese nombre, Cotton?

—Es una larga historia. Ahora mismo tenemos que entrar en la basílica, y estoy seguro de que sabe usted por qué.

A una indicación de Michener todos se retiraron tras uno de los puestos, huyendo de la marea de transeúntes.

—Ayer llegó a nuestras manos cierta información sobre la ministra Zovastina que pasamos a Washington: quería echar un vistazo a la tumba de san Marcos, de modo que el Santo Padre pensó que tal vez Estados Unidos quisiera mirar al mismo tiempo.

—¿Podemos irnos? —insistió Cassiopeia.

—Es usted muy nerviosa, ¿no? —observó Michener.

—Sólo quiero irme.

—Lleva un arco y flechas.

—A usted no hay quien le engañe, ¿eh?

Michener pasó por alto el comentario y miró a Malone.

—¿Se va a descontrolar esto?

—No más de lo que ya lo está.

Michener apuntó hacia la plaza.

—Como el hombre al que mataron ahí antes.

—Y en Torcello hay un museo en llamas —añadió Malone justo cuando notó vibrar el móvil.

Rescató el teléfono del bolsillo, comprobó la pantalla —Henrik de nuevo— y descolgó.

—Enviarle un arco con flechas no fue buena idea.

—No tenía elección —repuso Thorvaldsen—. He de hablar con ella, ¿está contigo?

—Sí.

Le entregó el móvil a Cassiopeia y ella se apartó.

Cassiopeia se pegó el teléfono a la oreja, la mano temblorosa. —Escúchame bien —le dijo al oído el danés. —Hay algo que debes saber.

—Esto es un caos —le confesó Malone a Stephanie.

—Y empeora por momentos.

Él observaba a Cassiopeia, de espaldas a ellos, aferrada al móvil.

—Está hecha un lío —aseguró él.

—Creo que todos nosotros hemos pasado por eso —apuntó Stephanie.

Malone sonrió al oír la verdad.

Cassiopeia colgó, volvió con ellos y le devolvió el teléfono a Malone.

—¿Has recibido tus órdenes? —preguntó éste.

—Algo así.

Malone se dirigió a Michener.

—Ya ve con lo que tengo que lidiar, así que espero que me cuente algo de provecho.

—Zovastina y Viktor están en el presbiterio de la basílica.

—Me vale.

—Pero tengo que hablar con usted en privado —le dijo el sacerdote a Stephanie—. Se trata de una información que Edwin me pidió que le transmitiera.

—Preferiría ir con ellos.

—Aseguró que era vital.

—Hazlo —pidió Malone—. Nosotros nos ocuparemos de los de ahí dentro.

Zovastina se aproximó al altar y se agachó.

Uno de los sacerdotes había dejado una barra de luz en el suelo. La ministra le indicó a Viktor que se arrodillara a su lado.

—Di a los otros dos que recorran la iglesia, sobre todo la parte de arriba. Quiero asegurarme de que nadie nos vigila.

Viktor despachó a los guardaespaldas y regresó a su lado.

Ella cogió la barra y, conteniendo la respiración, iluminó el interior del sarcófago de piedra. Había imaginado ese instante desde que Ely Lund le confió la posibilidad. ¿Sería ése el impostor? ¿Habría dejado Ptolomeo una pista que la condujese hasta donde yacía Alejandro Magno? Ese lugar lejano, «en las montañas, donde los escitas le mostraron a Alejandro la vida». La vida en forma de bebedizo. Ella recordó lo que el historiador personal de Alejandro había escrito en uno de los manuscritos que Ely descubrió: «El cuello del hombre se había hinchado de tal modo que apenas podía tragar saliva, como si tuviese piedras en la garganta, y su boca vomitaba líquido con cada espiración. Tenía el cuerpo lleno de heridas y en sus músculos no quedaba un soplo de fuerza. La respiración era fatigosa». Sin embargo, el bebedizo lo había curado en un día. Los científicos de su laboratorio biológico creían que los síntomas eran virales. ¿Cabía la posibilidad de que la naturaleza, que tantos agresores generaba, también ofreciera la forma de detenerlos?

Sin embargo, en el pétreo ataúd no había ningún resto momificado.

Lo que vio fue una fina caja de madera, de medio metro cuadrado, ricamente decorada, con dos asas de latón. La decepción le oprimió el estómago, pero Zovastina supo disimularla en el acto y ordenó:

—Sácala.

Viktor metió las manos bajo la tapa de piedra suspendida, cogió el ornado receptáculo y lo depositó en el piso de mármol.

¿Qué esperaba? Cualquier momia tendría al menos dos mil años de antigüedad. Era cierto que los embalsamadores egipcios conocían su oficio, y momias de la misma edad e incluso más habían sobrevivido intactas, pero ésas habían permanecido durante siglos en sus respectivas tumbas sin que nadie las molestara, no se habían paseado por medio mundo sin ton ni son, y desde luego no habían desaparecido novecientos años. Ely Lund estaba convencido de que el enigma de Ptolomeo era auténtico, así como lo estaba de que los venecianos habían partido de Alejandría en 828 no con el cuerpo de san Marcos, sino con los restos de otro, quizá incluso con el cuerpo que descansó en el Soma durante seiscientos años, el venerado e idolatrado Alejandro Magno.

—Ábrela.

Viktor retiró las hembrillas y levantó la tapa. La caja estaba forrada de desvaído terciopelo rojo, y dentro había un rebujo de la frágil tela. Tras quitarla con cuidado, Zovastina encontró unos dientes, un omóplato, un fémur, parte de un cráneo y cenizas.

Cerró los ojos.

—¿Qué esperaba? —inquirió una voz desconocida.