Torcello
Viktor se pegó a la escalera y levantó un brazo para proteger su rostro del insoportable calor que ascendía de la primera planta. La tortuga había reaccionado con las crecientes temperaturas desintegrándose automáticamente, haciendo lo que estaba programada para hacer. Era imposible que Rafael hubiese sobrevivido. La temperatura inicial del fuego griego era altísima, lo bastante como para ablandar el metal y quemar la piedra, pero el calor secundario resultaba más intenso incluso. La carne humana no podía competir con él. Como debería haberle sucedido al tipo de Copenhague, Rafael pronto no sería más que cenizas.
Volvió la cabeza: el furioso fuego se encontraba a tres metros.
El calor empezaba a resultar insoportable.
Subió de prisa.
El antiguo edificio se había construido en una época en que el techo de la primera planta hacía las veces de suelo de la segunda. A esas alturas, el techo ardía por completo. Uno de los propósitos de hacer que la tortuga explotara era amplificar la destrucción. Los crujidos y gemidos de la madera del piso superior confirmaban que estaba siendo devastado a toda velocidad. El peso de los tres expositores y las demás piezas voluminosas no ayudaba precisamente. Aunque la planta de arriba todavía no estaba en llamas, él comprendió que atravesarla podía ser una estupidez. Por suerte, la escalera que lo sostenía era de piedra.
A unos pocos metros unas ventanas interrumpían el muro que daba a la plazoleta. Viktor decidió arriesgarse y se acercó a ellas con cuidado, pegándose a la pared, y echó una ojeada abajo.
Al ver el rostro en la ventana, Cassiopeia soltó el arco, cogió el arma e hizo dos disparos.
Viktor volvió a la escalera cuando el cristal se hizo pedazos, empuñó su pistola y se dispuso a responder. Había visto lo suficiente para saber que su atacante era una mujer, su silueta la delataba. Sostenía un arco que había reemplazado aprisa por una pistola.
Antes de que pudiera sacar partido a la altura en la que se hallaba, una flecha incendiaria esquivó los barrotes de hierro forjado, salvó la ventana y se clavó en el enlucido del lado opuesto de la habitación. Por suerte, allí no había ninguna tortuga empapándolo todo. Sólo las dos bolsas que él mismo había dejado antes, una en el suelo y la otra dentro de la vitrina destrozada, constituían un problema en potencia.
Debía hacer algo.
Así que siguió el ejemplo de su agresora y cosió a balazos las ventanas que se abrían en la parte posterior de la construcción.
Cassiopeia oyó voces a su izquierda, hacia donde se encontraban el restaurante y el hotel. Sin duda, los disparos habían llamado la atención de quienes se hospedaban allí. Divisó unas figuras oscuras en el camino que bajaba del pueblo y abandonó su posición en la plazoleta, volviendo al pórtico de la basílica. Había disparado su última flecha con la esperanza de que también la segunda planta se incendiara. Con el resplandor del fuego había distinguido el rostro de Viktor en la ventana.
Llegó gente. Un hombre con un móvil pegado a la oreja. En la isla no había policía, lo que debería darle tiempo a ella, y dudaba que Viktor pidiera ayuda a los mirones: demasiadas preguntas relativas al cadáver del primer piso.
Así que decidió marcharse.
Viktor miró la bolsa de fuego griego que descansaba en el suelo, frente a él, y resolvió que lo mejor sería actuar de prisa, de modo que cogió la bolsa con pies de plomo y dio un salto hacia la ventana que acababa de acribillar.
La madera resistió.
Colocó la bolsa fuera, atravesada en los barrotes de hierro forjado, con forma de C.
El piso del centro de la sala gimió.
Recordó que abajo había vigas transversales, pero sin duda se iban debilitando poco a poco. Dio unos cuantos pasos más hacia la flecha que había hundida en la pared y la sacó de un tirón. La tela que cubría la punta aún ardía. Corrió de vuelta a la escalera y, con un movimiento bajo, arrojó la flecha hacia la ventana. Aterrizó en la bolsa, las llamas titilando a unos centímetros del plástico. Sabía que no tardaría nada en derretirse.
Se refugió en la escalera.
Se oyó un silbido y se produjo un nuevo espectáculo de pirotecnia.
Entonces echó una ojeada y vio que el hierro forjado ardía. Afortunadamente, por la parte exterior sobre todo. El marco de la ventana no se había unido a la deflagración.
La segunda planta se desplomó, arrastrando consigo la vitrina con la segunda bolsa de líquido, que se incendió. Ascendió una nube de calor. El museo de Torcello no permanecería en pie mucho tiempo más.
Viktor volvió junto a la ventana y tanteó la cornisa que recorría la parte superior del marco en busca de un asidero. Luego, con el cuerpo en tensión, los pies salieron disparados hacia afuera y se estrellaron contra los barrotes.
Nada.
Tras una nueva flexión vino otra patada, la adrenalina impulsando cada golpe mientras el calor comenzaba a dificultar su respiración.
Los barrotes empezaron a ceder.
Unas cuantas patadas más y una esquina se liberó del cerrojo que la unía a la pared exterior.
Dos embestidas más y toda la estructura salió despedida.
El piso seguía hundiéndose.
Otro expositor y fragmentos de una columna se estrellaron contra el suelo, hundiéndose en el fuego como los ingredientes de un guiso.
Miró por la ventana: había unos tres o cuatro metros de caída.
Por las ventanas del primer piso salían llamas.
Saltó.
Malone mantuvo el rumbo de la lancha hacia el nordeste, dirigiéndose a Torcello todo lo de prisa que le permitían las revueltas aguas. En el horizonte vio un resplandor que parpadeaba con regularidad: fuego.
Una nube de humo subía hacia el cielo, el húmedo aire deshaciéndolo en volutas grises. Se hallaban a unos buenos diez o quince minutos de allí.
—Creo que hemos llegado tarde —le dijo a Stephanie.
Viktor permaneció en la parte trasera del museo. Oía gritos y voces del otro lado del seto que separaba el patio del jardín y el huerto que se interponían entre él y el canal, donde aguardaba su motora.
Atravesó el seto y entró en el jardín.
Por suerte, el inicio de la primavera significaba que la vegetación no era abundante. Tras encontrar un sendero, fue directo al muro de cemento.
Desde allí saltó a la lancha.
Soltó amarras y se alejó del dique. Nadie lo había visto ni seguido. La embarcación entró en el canal, que parecía un río, y la corriente la arrastró más allá de la basílica y el museo, hacia la entrada norte de la laguna. Esperó a estar bien lejos del dique antes de poner en marcha el motor. Sin acelerar demasiado, hizo girar la proa, avanzando despacio y sin luces.
La costa a ambos lados se hallaba por lo menos a cincuenta metros, principalmente depósitos de fango, bancos de arena y juncos. Consultó su reloj: las once y veinte.
Ya en la boca del canal incrementó la velocidad y salió al agua turbulenta. Por último encendió las luces de navegación y se dispuso a bordear Torcello para coger el canal principal, que lo llevaría a Venecia y San Marcos.
Oyó un ruido y se volvió.
Del camarote de popa salió una mujer.
Arma en mano.