A Stephanie la desconcertó ver a Malone, pues sólo había una forma de dar con ella. Pero ése no era el momento de sopesar las implicaciones.
—¡Ahora! —dijo al micrófono de la solapa.
Tres ruidos sordos resonaron en la plaza, y uno de los hombres armados se desplomó sobre el empedrado. Ella y Malone se pegaron a las mojadas piedras mientras el otro tipo trataba de ponerse a cubierto. Malone reaccionó con la destreza del agente que un día había sido y rodó por el suelo hasta los soportales, disparando dos veces para intentar hacer salir a la plaza al otro agresor.
La gente se dispersó atolondradamente cuando el pánico se apoderó de San Marcos.
Malone se puso en pie de un salto y se arrimó a la cara mojada de uno de los arcos. El otro tipo se hallaba a unos quince metros, atrapado en un fuego cruzado entre Malone y el tirador que Stephanie había apostado en lo alto del edificio de la parte norte.
—¿Te importaría decirme qué está pasando? —preguntó Malone, sin perder de vista al atacante.
—¿Sabes lo que es un cebo?
—Sí, y en ese anzuelo hay un incordio de mujer.
—Tengo hombres en la plaza.
Él se arriesgó a echar un vistazo, pero no vio nada.
—¿Son invisibles?
Ella también miró: nadie venía hacia ellos. Todo el mundo huía hacia la basílica. Entonces le sobrevino un arrebato de ira que le resultaba familiar.
—La policía se plantará aquí dentro de un momento —vaticinó él.
Stephanie se dio cuenta de que eso podía suponer un problema. Según las normas de Magellan Billet, los agentes debían evitar comprometer a los lugareños, que por regla general o no ayudaban o se mostraban directamente hostiles. Ella lo había comprobado de primera mano en Amsterdam.
—Se ha puesto en marcha —dijo Malone al tiempo que corría hacia adelante.
Ella fue tras él y dijo por el micro:
—Sal de ahí.
Malone iba hacia una salida de los soportales, dejando la plaza atrás, hacia las oscuras calles de Venecia. Al extremo de dicha salida, un puente peatonal salvaba uno de los canales.
Stephanie vio que él lo cruzaba a toda velocidad.
Malone seguía corriendo. A ambos lados de aquella calle ridículamente estrecha se sucedían las tiendas cerradas. Más adelante, la calle doblaba a la derecha. Unos transeúntes volvieron la esquina. Él aflojó el paso y ocultó el arma bajo la chaqueta, los dedos en el gatillo.
Se detuvo en la siguiente esquina, a la luz de un escaparate mojado. Respiró unas bocanadas de aire caliente y asomó la cabeza con cuidado.
Una bala le pasó rozando y rebotó en la piedra.
Stephanie lo alcanzó.
—¿No te parece que esto es una estupidez? —preguntó.
—No sé, es cosa tuya.
Malone se asomó una vez más: nada.
Abandonó su posición y avanzó otros diez metros, hasta donde la calle volvía a girar. Echó una ojeada y vio más establecimientos cerrados, grandes sombras y una negrura difusa que podía ocultar casi cualquier cosa.
Stephanie se aproximó, arma en ristre.
—¿No eres tú la agente sobre el terreno? —se burló Malone—. ¿Ahora llevas pistola?
—Últimamente le estoy dando mucho uso.
Igual que él. Sin embargo, ella tenía razón.
—Esto es una estupidez. Si continuamos vamos a conseguir que nos peguen un tiro o nos detengan. ¿Qué haces tú aquí?
—Eso mismo iba a preguntarte yo. Éste es mi trabajo, tú eres librero. ¿Por qué te ha enviado Danny Daniels?
—Dijo que habían perdido el contacto contigo.
—Nadie ha intentado ponerse en contacto conmigo.
—Al parecer, nuestro presidente me quiere dentro, pero no ha tenido la gentileza de preguntar.
A sus espaldas, en la plaza, se oían gritos y chillidos. Sin embargo, él tenía una preocupación mayor: Torcello.
—Tengo una lancha justo detrás de San Marcos, en el muelle. —Señaló un callejón—. Si vamos por ahí, seguro que llegamos hasta ella.
—¿Adónde vamos? —inquirió Stephanie.
—A ayudar a alguien que necesita más ayuda incluso que tú.
Viktor apagó el motor y dejó que la lancha rozara el muro de piedra. Un mudo paisaje de grises pizarra, verdes sucios y azules claros los envolvió. La férrea silueta de la basílica se alzaba a treinta metros, al otro lado de un manchón irregular de sombras bajas que definían un jardín y un huerto. Rafael salió con dos mochilas del camarote de popa.
—Con ocho bolsas y una tortuga debería bastar —declaró—. Si incendiamos la parte inferior, el resto arderá con facilidad.
Rafael comprendía el funcionamiento de la antigua mezcla, y Viktor había terminado confiando en esa experiencia. Vio que su compañero depositaba las mochilas en el suelo con suavidad y volvía al camarote para salir de nuevo con una de las tortugas robotizadas.
—Cargado y listo.
—¿Por qué en masculino?
—No lo sé. Parece apropiado.
Viktor sonrió.
—Necesitamos un descanso.
—Unos días libres no estarían mal. Puede que la ministra nos los conceda, a modo de recompensa.
El otro rompió a reír.
—La ministra no cree en las recompensas.
Rafael ajustó las correas de los dos macutos.
—Unos días en las Maldivas sería estupendo. Tumbarse en una playa, el agua caliente…
—Deja de sonar, eso no va a ocurrir.
Rafael se echó al hombro una de las pesadas mochilas.
—No hay nada malo en soñar, sobre todo aquí, con esta lluvia.
Viktor agarró la tortuga mientras Rafael cogía la otra mochila.
—Entrar y salir, visto y no visto, ¿de acuerdo?
Su compañero asintió.
—No debería ser muy complicado.
Eso mismo opinaba él.
Cassiopeia se hallaba en el pórtico principal de la iglesia, al amparo de las sombras que proyectaba y sus seis altas columnas. La niebla había cedido el paso a la llovizna, pero por suerte la húmeda noche era cálida. Una brisa constante agitaba la espuma sin cesar y enmascaraba los sonidos que ella tanto necesitaba oír. Como el motor de la lancha, al otro lado del jardín, a su derecha, que a esas alturas ya debería haber llegado.
De allí partían dos caminos pedregosos: uno llevaba hasta un muelle de piedra, donde sin duda se habría detenido Viktor, y el otro directamente al agua. Cassiopeia debía ser paciente, dejarlos entrar en el museo y subir a la segunda planta.
Y entonces les haría probar su propia medicina.